miércoles, 28 de marzo de 2012

CHUCHO


Un hombre que pasea a un perro de forma violenta sólo puede esconder un pasado lleno de dolor.
Esta es la historia de Chucho y su dueño; un relato cruel y macabro que podría estar sucediendo ahora mismo no tan lejos de tí.


CHUCHO

Un tirón fuerte en la correa. Le oigo gemir. Se estaba entreteniendo demasiado olisqueando el arbolito.
            —¡Vamos, Chucho!
            Reacciona y se acerca despacio a mí con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Aprieto los dientes, le señalo amenazante con el dedo. Cuando llega hasta casi mi altura, me entran ganas de darle una patada pero el timbre de una bici me disuade. Me aparto a tiempo antes de que el dominguero me atropelle. Que iba por su carril, dice, el muy gilipollas.
            La sangre se agolpa en mis sienes cuando decido seguir adelante. Otro nuevo tirón de la correa, otro nuevo gemido; el nuevo collar de pinchos actúa a la perfección. Camino a paso ligero dejando atrás el parque y, poco a poco, la ciudad. Me encantan los tirones, cuánto más fuertes mejor. Chucho comprende pronto que no voy a parar en ningún momento para que haga sus necesidades.
          Paro a la entrada de la chopera del río y me siento en un ribazo alejado del camino. Le he dado cancha al bicho para no tenerlo cerca. El corazón me late con estruendo. No puedo quitarme la idea la cabeza pero ha de ser así. Por Rosa, por Daniel… por mí. Escucho sus gemidos al otro lado del ribazo; me dan igual. Deben importarme una mierda si quiero hacerlo.

Todo en él era horrible. Desde el nombre hasta su aspecto.
Se le ocurrió a Daniel. Cuando lo vio en la perrera, a punto de sacrificar, no se le ocurrió otra cosa mejor que llamarlo así; “Chucho”, porque era lo que parecía, un sucio perro callejero de pelaje grueso como de lana basta, mezcla de york-no sé qué y bull-no sé cuántos.
            —Yo le hubiera llamado Gizmo —le dije al niño cuando subimos al impresentable can al coche—, aunque, bien mirado, creo que el bueno de los Gremlins era más guaperas que este.
            —Ya vale, Julio. —Rosa, con gesto severo, siempre replicaba mis lindezas hacia Chucho—. Déjalo, al niño le hace ilusión.
            Años después, cuando se la llevaba el cáncer, el perro siempre permanecía junto a ella, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Rosa no se cansaba de acariciar su lomo trasquilado. Pasaba más tiempo con él que con nosotros, como si no le importáramos lo más mínimo. Lo primero que hizo Daniel cuando regresamos del cementerio fue correr a abrazar a Chucho. Maldito animal…

El cielo se tiñe de rojo. Es bonita la puesta de sol.
Saco la mano de debajo de la chaqueta, me estaba recreando con su fino tacto rugoso. Llevo casi media hora sentado en estas viejas escombreras sin lograr decidirme. Hace rato que no lo oigo, tampoco ha tirado de la correa. Supongo que estará tirado en el suelo esperando a que me levante. Se me ocurre que podría tirar de ella, a ver qué sucede. O quizá…
            Primero es una pequeña, de espaldas al ribazo. Como no obtengo respuesta, elijo una piedra un poco más grande, me levanto y la lanzo. Ahí está, la correa me ha dado un ligero tirón.
            Pruebo ahora con un buen pedrusco. Aguanto el freno del tensor, siento el fuerte tirón y el quejido. La correa patina con la hierba del ribazo cuando repito la misma operación varias veces. Poco a poco veo aparecer su cabeza lanuda en lo alto, resistiéndose a pasar al otro lado. Esta vez el lanzamiento va a ser certero.
            Cuando el juego me aburre, decido que es hora de bajar al río. Conozco un sitio estupendo, escondido a los ojos de los domingueros.

Daniel y yo estábamos en el pueblo. Fuimos a visitar a mi padre poco antes de llevarlo a la residencia. Aquel día, el hombre se empeñó en enseñar a su nieto uno de los huertos que aún trabajaba con orgullo hasta la fecha. Tampoco descuidó la presencia de Chucho, él era de mi opinión. Había sido pastor en su juventud y tenía cierta fijación con los perros.
            —Acércalo aquí —le pidió a Daniel. Nos habíamos detenido los tres bajo una higuera.
            Chucho desconfió enseguida de las intenciones de mi padre. Era demasiado listo el jodido. Ante los gemidos de protesta del animal y la insistencia del abuelo, tuve que animar a Daniel.
            —Vamos, sólo es un juego —le dije, quitando hierro al asunto. En el fondo sabía bien lo que pretendía mi padre, se lo había visto hacer alguna vez de crío, pero en aquel momento yo no contaba con el agravio de su enfermedad.
            Daniel acabó cogiendo del suelo a Chucho sin mucho convencimiento y acercándoselo al abuelo, que ya preparaba una vieja soga que tenía escondida bajo el árbol.
            El chico me miró asustado antes de cedérselo a mi padre, que sonreía maliciosamente mientras echaba la soga sobre la rama más cercana de la higuera.
            Yo asentí, le di el visto bueno. A pesar de que rescaté a tiempo a su perro, tardó varios días en volver a dirigirme la palabra. A su abuelo, sin embargo, no fue a visitarlo nunca a la residencia.

            —¡Ven aquí, cabronazo!
            No hay manera de hacer que venga a mí. El collar debe estar lacerando su cuello, pero el muy jodido tira igualmente con fuerza. Siempre me pasa lo mismo con todos, debería cubrirles la cabeza antes. Ha visto los restos de los otros chuchos colgando de las ramas y no hace más que lloriquear. Aunque los árboles y la espesura nos cobijen, alguien puede oír sus lamentos y acudir a meter las narices. Me descubrirían. No puedo permitirlo.
            Son todos iguales. Los Chuchos. Se lo merecen. Si hubiera estado Daniel a mi lado no hubiera permitido que le hiciera daño a ninguno de ellos, no señor. Él los amaba.
            Su Chucho de los cojones le hizo coger la moto en pleno aguacero. Yo se la había regalado una semana antes por su cumpleaños con los únicos ahorros que tenía; los 16 sólo se cumplen una vez. Aquella tarde el puto perro debió tragarse algo que encontró por la calle y se puso enfermo. Él se negó a esperar al día siguiente para llevarlo al veterinario y se lo cargó en la moto para llevarlo a toda prisa a urgencias. Llovía fuerte, demasiado. Lo peor fue que el puto perro salió despedido en aquella curva y aterrizó sobre unos matorrales. Mi hijo no tuvo la misma suerte.
           
Estiro la correa con rabia y lo arrastro por la hojarasca hacia mí. Hay una piedra plana bajo mis pies del tamaño de un libro grueso que me servirá muy bien para hacerlo callar.
            No ha sido suficiente. Uso mi bota hasta que deja de gemir. Aún se sacude cuando le quito el collar. Joder, los pinchos han funcionado de maravilla. Me estremezco cuando paso el lazo por su cuello, ya me lavaré luego en el río.
            Aquí, en esta rama libre. Mientras paso la cuerda por ella, observo de reojo a los demás. Al del fondo no puedo. El más cercano era un cocker terrier o algo así, eso me dijo la chica de la perrera. La muy zorra se mosqueó la última vez, quizá tenga que empezar a adoptar en otro sitio.
            Chucho se resiste a la muerte, como Daniel. No puedo mirarlo a los ojos. Me recuerda a aquel que intentó ahorcar mi padre en la higuera.

            Va por ti, hijo.


D.R.G.

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