miércoles, 28 de marzo de 2012

CHUCHO


Un hombre que pasea a un perro de forma violenta sólo puede esconder un pasado lleno de dolor.
Esta es la historia de Chucho y su dueño; un relato cruel y macabro que podría estar sucediendo ahora mismo no tan lejos de tí.


CHUCHO

Un tirón fuerte en la correa. Le oigo gemir. Se estaba entreteniendo demasiado olisqueando el arbolito.
            —¡Vamos, Chucho!
            Reacciona y se acerca despacio a mí con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas. Aprieto los dientes, le señalo amenazante con el dedo. Cuando llega hasta casi mi altura, me entran ganas de darle una patada pero el timbre de una bici me disuade. Me aparto a tiempo antes de que el dominguero me atropelle. Que iba por su carril, dice, el muy gilipollas.
            La sangre se agolpa en mis sienes cuando decido seguir adelante. Otro nuevo tirón de la correa, otro nuevo gemido; el nuevo collar de pinchos actúa a la perfección. Camino a paso ligero dejando atrás el parque y, poco a poco, la ciudad. Me encantan los tirones, cuánto más fuertes mejor. Chucho comprende pronto que no voy a parar en ningún momento para que haga sus necesidades.
          Paro a la entrada de la chopera del río y me siento en un ribazo alejado del camino. Le he dado cancha al bicho para no tenerlo cerca. El corazón me late con estruendo. No puedo quitarme la idea la cabeza pero ha de ser así. Por Rosa, por Daniel… por mí. Escucho sus gemidos al otro lado del ribazo; me dan igual. Deben importarme una mierda si quiero hacerlo.

Todo en él era horrible. Desde el nombre hasta su aspecto.
Se le ocurrió a Daniel. Cuando lo vio en la perrera, a punto de sacrificar, no se le ocurrió otra cosa mejor que llamarlo así; “Chucho”, porque era lo que parecía, un sucio perro callejero de pelaje grueso como de lana basta, mezcla de york-no sé qué y bull-no sé cuántos.
            —Yo le hubiera llamado Gizmo —le dije al niño cuando subimos al impresentable can al coche—, aunque, bien mirado, creo que el bueno de los Gremlins era más guaperas que este.
            —Ya vale, Julio. —Rosa, con gesto severo, siempre replicaba mis lindezas hacia Chucho—. Déjalo, al niño le hace ilusión.
            Años después, cuando se la llevaba el cáncer, el perro siempre permanecía junto a ella, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Rosa no se cansaba de acariciar su lomo trasquilado. Pasaba más tiempo con él que con nosotros, como si no le importáramos lo más mínimo. Lo primero que hizo Daniel cuando regresamos del cementerio fue correr a abrazar a Chucho. Maldito animal…

El cielo se tiñe de rojo. Es bonita la puesta de sol.
Saco la mano de debajo de la chaqueta, me estaba recreando con su fino tacto rugoso. Llevo casi media hora sentado en estas viejas escombreras sin lograr decidirme. Hace rato que no lo oigo, tampoco ha tirado de la correa. Supongo que estará tirado en el suelo esperando a que me levante. Se me ocurre que podría tirar de ella, a ver qué sucede. O quizá…
            Primero es una pequeña, de espaldas al ribazo. Como no obtengo respuesta, elijo una piedra un poco más grande, me levanto y la lanzo. Ahí está, la correa me ha dado un ligero tirón.
            Pruebo ahora con un buen pedrusco. Aguanto el freno del tensor, siento el fuerte tirón y el quejido. La correa patina con la hierba del ribazo cuando repito la misma operación varias veces. Poco a poco veo aparecer su cabeza lanuda en lo alto, resistiéndose a pasar al otro lado. Esta vez el lanzamiento va a ser certero.
            Cuando el juego me aburre, decido que es hora de bajar al río. Conozco un sitio estupendo, escondido a los ojos de los domingueros.

Daniel y yo estábamos en el pueblo. Fuimos a visitar a mi padre poco antes de llevarlo a la residencia. Aquel día, el hombre se empeñó en enseñar a su nieto uno de los huertos que aún trabajaba con orgullo hasta la fecha. Tampoco descuidó la presencia de Chucho, él era de mi opinión. Había sido pastor en su juventud y tenía cierta fijación con los perros.
            —Acércalo aquí —le pidió a Daniel. Nos habíamos detenido los tres bajo una higuera.
            Chucho desconfió enseguida de las intenciones de mi padre. Era demasiado listo el jodido. Ante los gemidos de protesta del animal y la insistencia del abuelo, tuve que animar a Daniel.
            —Vamos, sólo es un juego —le dije, quitando hierro al asunto. En el fondo sabía bien lo que pretendía mi padre, se lo había visto hacer alguna vez de crío, pero en aquel momento yo no contaba con el agravio de su enfermedad.
            Daniel acabó cogiendo del suelo a Chucho sin mucho convencimiento y acercándoselo al abuelo, que ya preparaba una vieja soga que tenía escondida bajo el árbol.
            El chico me miró asustado antes de cedérselo a mi padre, que sonreía maliciosamente mientras echaba la soga sobre la rama más cercana de la higuera.
            Yo asentí, le di el visto bueno. A pesar de que rescaté a tiempo a su perro, tardó varios días en volver a dirigirme la palabra. A su abuelo, sin embargo, no fue a visitarlo nunca a la residencia.

            —¡Ven aquí, cabronazo!
            No hay manera de hacer que venga a mí. El collar debe estar lacerando su cuello, pero el muy jodido tira igualmente con fuerza. Siempre me pasa lo mismo con todos, debería cubrirles la cabeza antes. Ha visto los restos de los otros chuchos colgando de las ramas y no hace más que lloriquear. Aunque los árboles y la espesura nos cobijen, alguien puede oír sus lamentos y acudir a meter las narices. Me descubrirían. No puedo permitirlo.
            Son todos iguales. Los Chuchos. Se lo merecen. Si hubiera estado Daniel a mi lado no hubiera permitido que le hiciera daño a ninguno de ellos, no señor. Él los amaba.
            Su Chucho de los cojones le hizo coger la moto en pleno aguacero. Yo se la había regalado una semana antes por su cumpleaños con los únicos ahorros que tenía; los 16 sólo se cumplen una vez. Aquella tarde el puto perro debió tragarse algo que encontró por la calle y se puso enfermo. Él se negó a esperar al día siguiente para llevarlo al veterinario y se lo cargó en la moto para llevarlo a toda prisa a urgencias. Llovía fuerte, demasiado. Lo peor fue que el puto perro salió despedido en aquella curva y aterrizó sobre unos matorrales. Mi hijo no tuvo la misma suerte.
           
Estiro la correa con rabia y lo arrastro por la hojarasca hacia mí. Hay una piedra plana bajo mis pies del tamaño de un libro grueso que me servirá muy bien para hacerlo callar.
            No ha sido suficiente. Uso mi bota hasta que deja de gemir. Aún se sacude cuando le quito el collar. Joder, los pinchos han funcionado de maravilla. Me estremezco cuando paso el lazo por su cuello, ya me lavaré luego en el río.
            Aquí, en esta rama libre. Mientras paso la cuerda por ella, observo de reojo a los demás. Al del fondo no puedo. El más cercano era un cocker terrier o algo así, eso me dijo la chica de la perrera. La muy zorra se mosqueó la última vez, quizá tenga que empezar a adoptar en otro sitio.
            Chucho se resiste a la muerte, como Daniel. No puedo mirarlo a los ojos. Me recuerda a aquel que intentó ahorcar mi padre en la higuera.

            Va por ti, hijo.


D.R.G.

sábado, 24 de marzo de 2012

SÁBADO LITER en Huesca - 24 de Marzo 2012

Llegaron las Jornadas Liter Imaginarium 2012 (23-25 Marzo) y un servidor y su esposa subieron a Huesca a compartir unas horas con "la creme de la creme" de los escritores de terror en España. 
Me reencontré con la plana mayor de Nocte y además puse cara y cuerpo a muchos de mis contactos de Facebook; charlé con varios de ellos y, en definitiva, pasamos un buen rato del que estas fotos que os mostraré a continuación dejan buen testimonio.


Este año el escritor al que iban dedicadas las jornadas era Clive Barker, autor de "Hellraiser" y "Libros de Sangre", entre muchos títulos y otras creaciones artísticas.
Decidimos acudir a Huesca el sábado ya que era el día grande del evento, con las entregas del Premio Liter, los premios Nocte y varias presentaciones de libros importantes como "Pesadillas de un niño que no duerme" de J.A. Laguna Edroso, "Cenital" de Emilio Bueso y, como no, las nuevas antologías "Los Nuevos Mitos de Cthulhu" y el especial de "Calabazas en el Trastero" dedicado a Clive Barker. 
Por otro lado, Athman y Ángel Villán presentaron Colibrit, una novedosa plataforma literaria digital muy interesante para escritores nóveles como "el mendas" que verá la luz en los próximos meses. Editorial 101, otra nueva en llegar, será la responsable de publicar las recopilaciones de entregas y/o folletines más destacados de Colibrit.

Bueno, ya no os aburro más. A continuación, y en rigurosa primicia, os dejo con lo que dio de sí la jornada del sábado en el Centro Cultural Genaro Poza de Huesca:



 Comienza el día y David Jasso presenta a Athman y Villán




Presentación de la plataforma digital Colibrit y la editorial 101

Laguna Edroso, presidente de Nocte, introduciendo su nuevo libro
"Pesadillas de un niño que no duerme"

Rubén Serrano hizo una interesante exposición de "Los Mitos de Cthulhu"


Además, presentó la nueva antología que revisa los Mitos de Lovecraft
que él mismo coordinó y en la que participa junto a otros autores

A Tamparillas, algo acatarrado, le dio un "Mal" cuando
habló de su primer libro en solitario "Carne de mi carne".

Jasso, un gran maestro de ceremonias, dando paso
a los editores de Saco de Huesos...

... Laguna Edroso y Miguel Puente, quienes presentaron
la antología de "Calabazas en el Trastero" dedicada a Barker

Hubo muchas preguntas e intervenciones sugerentes
por parte de Tamparillas y Rubén Sánchez, entre otros

Laguna dedicándome sus "Pesadillas"

Posando con el autor y su libro, una obra que promete
y cuya sinopsis me atrae bastante

Comienza la entrega de los Premios Liter de este año;
Fernando Lafuente recibe el segundo premio

Y el ganador de este certamen ha sido Miguel Puente,
que recibe el diploma de manos del presidente de Oscafriki

Seguidamente, Tamparillas presenta la entrega de los Nocte;
Roberto Malo recibe un premio que tenía pendiente.

El autor de "Tanga y el Leopardo" posando con el trofeo
al que los miembros de Nocte apodan cariñosamente "El Cucaracho"

He aquí el diseñador de dicho trofeo, Rius.

El padre del "cucaracho"

La sorpresa se la llevó Jasso, cuando sus compañeros
le hicieron entrega de un premio especial...

... por ser el miembro fundador al que se le ocurrió la genial idea
de crear la Asociación Española de Escritores de Terror (NOCTE)

Todos los premiados luciendo con orgullo sus diplomas y trofeos

Y aquí marido y mujer posando con mi amable tocayo rufían

Fernando Lafuente me dedicó el número de "Calabazas" de Barker
en el que participa con su relato

¡Por fin se produjo el esperado encuentro!
Tito Ath y Rozikas posando con la misma chupa y la misma ilusión.
¡Qué majete es el nen!

Aquí el grueso (y no miro a nadie) de integrantes del evento
y seguidores, degustando las ricas viandas de la capital oscense

La Mafia se sienta a la mesa...
Nunca antes se reunió tanto talento y tan perturbadas mentes
en el mismo lugar. ¡Todo un privilegio y orgullo, señores!

Ismael Martínez y Emilio Bueso llegaron desde Valencia
para presentar "El Escondite de Grisha" y "Cenital", respectivamente

La llegada de Emilio revolucionó de manera evidente a la parroquia de Nocteños

Bueso hizo una ponencia sobre la biografía de Barker
que seguro agradó a todo el personal
¡Qué gran speaker es este tío!


Y ya está, ¡Eso es todo, amigos!
Espero que os haya gustado el humilde reportaje de este servidor. Ojalá que año tras año este certamen adquiera la relevancia y asistencia que se merece por la profesionalidad y el talento que hay detrás de todos estos genios.
A todos ellos diré desde aquí que son muy grandes, no sólo por lo que hacen sino por la cercanía y el buen rollo que transmiten a todos como yo que estamos empezando "a echar los dientes" literariamente hablando. 
Hacéis que me sienta siempre como uno más de vosotros, ¡mil gracias y muchos éxitos a todos!

Por cierto, y antes de que se me olvide, me enorgullece además decir que este blog ha superado ya las 2000 visitas. ¡¡¡WOOOOW!!!
¡Que el ritmo no pare!


D.R.G.

domingo, 18 de marzo de 2012

LA TERCERA OREJA

El pasado puede irrumpir en cualquier momento en tu vida de la forma más insospechada...
¿Qué pasaría si conocieras a alguien con el mismo defecto genético que tú (uno raro de cojones) en el mismo autobús que sueles coger diariamente en la misma ciudad en la que vives?
Que se lo pregunten a los dos protagonistas de esta extraña y enternecedora historia.


LA TERCERA OREJA

Como cada mañana, subía al autobús a la misma hora; somnoliento, desganado y harto de depender de aquel mísero sueldo que me proporcionaba un trabajo repetitivo en una máquina de confección textil.
            Agarrado a un colgador de plástico, veía pasar a más desdichados como yo, soportaba los empujones de los maleducados e impacientes, los vaivenes de los súbitos frenazos del conductor, inhalaba el tufo mareante de algún que otro sobaco y dejaba pasar los minutos, las horas, los días de mi rutinaria existencia en el trayecto hasta el polígono.
            Pero esa mañana, mi monótona ruta diaria iba a verse iluminada por la presencia de una muchacha, una curiosa adolescente que, desde el primer momento en que la vi, me llamó poderosamente la atención. No es que me atrajera sexualmente, ni me pareciera atractiva, sino que tenía algo tan familiar, tan cercano, que me hizo fijarme en ella de manera irremisible; tanto, que me creí enfermo por no poder quitarle la mirada de encima hasta que bajó del autobús, dos paradas antes del polígono, para perderse en una calle del barrio latino.
            Tomaba el bus tres paradas después de la mía, en la calle Buenaventura. La primera vez que lo hizo y me fijé en su presencia, ella ni siquiera se molestó en escudriñar al resto del pasaje. Se apostó también de pie, pegada a una de las ventanillas, con esos cascos aterciopelados de música que parecían orejeras de abrigo, el pelo suelto castaño, bien peinado, brillante y liso, como las modelos de los anuncios de champús, vestida casi siempre de sport, quizá algo desaliñada, y portando su mochila negra llena de pins y parches de contenido políticamente incorrecto.
            Subían varias estudiantes como ella todos los días en cada parada de mi trayecto, pero ninguna era como ella. Me lo advirtieron aquel primer día sus ojos, ni verdes ni azules, tremendamente llamativos. Pero la sorpresa me la tenía reservada para el día siguiente, en un momento en que se quitó las orejeras del mp3 y se retiró el pelo de la cara. Debajo de su oreja derecha, en el nacimiento del cuello, un pequeño bulto deforme del tamaño de una nuez colgaba de su carne. Cuando lo descubrí, no pude evitar echarme la mano al cuello y tocar mi cicatriz. Hasta los ocho años, yo también portaba en el mismo lugar que la muchacha un feo cuajo prominente de piel arrugada y tacto desagradable que me había acompañado desde el día de mi nacimiento y que me extirparon en buena medida para acallar las burlas frecuentes de los chavales del barrio y “por mi propia autoestima”, según dijeron el psicólogo y mis padres. Se trataba de una malformación genética, una tercera oreja que se había empezado a formar al lado de otra durante mi gestación y que se había quedado en una simple y antiestética secuela. “Tu abuelo también la tenía”, me contó una vez mi padre, antes de la intervención; “afortunadamente, yo no la heredé, pero lo llevaba en los genes y te lo transmití. Pero no será necesario que tú lo lleves toda la vida, ¡qué horror! Pronto le pondremos remedio, no te preocupes, hijo”.
            Era extraordinario… y enigmático; la chavala del autobús también era dueña de una tercera oreja, o al menos, eso me pareció. No recordaba exactamente cómo era la mía después de tantos años, pero seguro que era muy similar. ¿Una simple coincidencia? No. La chica ya me había atraído el día anterior y todavía no era sabedor de su bulto malformado. Debía haber algo más.
            Estaba observándola con detenimiento, esperando que ella volviera a retirarse el pelo para cerciorarme de la existencia del bulto, cuando ella se volvió en mi dirección y me descubrió mirándola. Avergonzado, dirigí la vista hacia el frente y me esperé unos segundos hasta volver a mirarla. Para mi desconcierto, fui yo quien la sorprendió entonces mirándome; ella agachó la cabeza de inmediato y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor. Ya no me atreví a echarla un vistazo hasta que el bus llegó al barrio latino y se apeó.
           
            No dejé de darle vueltas en la fábrica. En la puta máquina de confección, entre telas y telas, pedidos urgentes y nervios, una sola idea comenzó a fraguarse en mi cabeza, taladrándome inmisericorde. Era muy descabellada y retorcida, pero no imposible. Esos ojos bonitos, esa cara tan familiar… y, sobretodo, el bulto cartilaginoso de su cuello, me tuvieron en vilo hasta la noche.
Fue en la cama, justo al acostarnos, cuando mi mujer, lista y observadora como siempre, me abordó de improviso. Me disponía a volverme para darle el beso de buenas noches, cuando me soltó:
            —¿Se puede saber qué mosca te ha picado, Jose? Te has pegado toda la tarde en babia…
Yo me quedé cortado, a medio camino entre almohadas, y no supe muy bien qué responderle. Era consciente que, de todos modos, ella me lo sacaría (buena inquisidora está hecha la Mati), así que me lancé un poco titubeante;
            —Verás, cari… Es un poco raro. Igual me llamas pervertido o algo así cuando te lo cuente, pero…
            —¡Anda! —Se giró de pronto. Su cara quedó a escasos centímetros de la mía. Comprendí de inmediato que esa no había sido la mejor forma de comenzar—. ¡Esto se pone interesante!
            —¡No, no me malinterpretes! —me apresuré a decirle—. Es que llevo dos días observando a una muchacha en el autobús, de camino al trabajo, y no puedo quitármela de la cabeza. Pero no es lo que piensas, ¿eh? Resulta que… ¡joder, es que es un poco fuerte!
            —Más vale que desembuches —me exigió inquieta.
Me costó horrores soltárselo, y mucho más tener que volver a recordar aquellos tiempos difíciles, dieciseis años antes, cuando mi exnovia y yo nos separamos y nunca más supimos el uno del otro. Una situación compleja que acabó de enrevesarse con la llegada de un embarazo inesperado y doloroso que no hizo otra cosa que provocar el peor de los desenlaces.
            —Pero, ¡tú dijiste que ella abortó! —Mati se quedó algo dubitativa. No se esperaba que yo, después de tanto tiempo, le viniera con esas.
            —Sí. Eso me dijo… por teléfono.
            —¿Cómo? —Ella empezó a alterarse y elevar el tono de voz—. ¿Es que no viste los papeles de la clínica?
            En ese momento, mi temperatura corporal subió muchos grados y deseé taparme con la sábana como cuando era niño y me refugiaba del coco. ¡Qué inocente había sido entonces! Claro, ¿cómo no me iba a quedar esa duda latente? ¿Cómo no iba a sospechar de la chavala del bus? Si hasta estaba convenciendo a mi mujer sin pretenderlo.
            —Si no hubiera sido por ese bulto debajo de su oreja… Como el que tuve yo que heredé de mi abuelo. Si no lo hubiera visto, no estaría tan angustiado como estoy.
            —¿Y ahora qué? —se indignó ella, dando un manotazo al colchón—. ¿Qué piensas hacer mañana, cuando la vuelvas a ver? ¿Te acercarás a ella, le tocarás su supuesta tercera oreja y le dirás: “Luke, yo soy tu padre”?
            —Oye, que no es ningún cachondeo, joder —me mosqueé—. Que todo esto es muy serio…
            —Pues a ver cómo te quitas ahora la espinita. Es que… ¡Menudas pajas mentales te haces, macho! Será mejor que lo olvides y no te fijes más en ella porque conseguirás ponerme cardiaca.
            Al final, consiguió ponerme más histérico de lo que ya estaba. Me dí la vuelta enfadado y apagué la lámpara de mi mesilla. Mati hizo lo propio, sin dignarse siquiera a darme las buenas noches. Me costó mucho conciliar el sueño.

            A la mañana siguiente, llevaba un rugir de tripas implacable asido en mi colgador favorito. El autobús, como siempre, atestado de gente. La siguiente parada era Buenaventura y mis nervios comenzaban a bajarse estómago abajo. Los continuos frenazos del intrépido conductor (el mismo de siempre), también colaboraban en ello.
            Tenía que hablar con la chica. No sabía muy bien cómo empezar ni tampoco si sería muy conveniente abordarla a preguntas que nadie respondería a un desconocido, aunque éste fuera en realidad su verdadero padre, ese que había decidido dieciséis años atrás que ella no debía existir porque jamás hubiera solucionado con su venida al mundo las diferencias irreconciliables entre sus padres.
            Alcé la vista antes de que el autobús se detuviera. Había mucha gente en su parada, tanta que no la acababa de localizar. Me encontraba tan acojonado que, en el fondo, algo en mi interior deseaba que no apareciera. Sin embargo, estaba decidido; en cuanto ella subiera y encontrara acomodo, me iría acercando poco a poco hasta quedar a su lado. Ya surgiría una conversación. Soy un tipo con recursos, así que, si me lo proponía, podía ser muy parlanchín. Al menos, eso creía.
“Oye, disculpa, ayer te vi ese bulto que tienes bajo la oreja; ahá, míralo. ¿Ves esta cicatriz? Yo también tuve uno como el tuyo hasta que me lo quitaron con ocho añitos. ¿Sabes si el tuyo es de nacimiento?”. No. Quizá se molestaría si me dirigía a ella con la excusa de la tercera oreja. Había que ser más discreto. Probaría de nuevo…
“¡Anda! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal estás, hermosa? Hacía muchos años que no te veía, menudo cambiazo has dado. ¿Qué tal está tu madre?” (entonces mencionaría el nombre de mi ex, a ver qué me respondía ella. Yasmina se llamaba, la muy bicho, como para no acordarme del nombrecito. Mucha casualidad sería que se llamara así su madre de verdad y no fuera la bicho). ¡Mierda! ¿Y si Yasmina la acabó dando en adopción y la chica tiene otra madre distinta? Nunca me lo había planteado así… No, así tampoco funcionaría.
            Ahí estaba ella. Ese día se había puesto un gorro rojo de lana y guantes a juego. Y sus orejeras y su mochila negra. También iba de sport. Subió de los últimos, entre dos chicos altos, por eso no la vi hasta que ya estaba arriba.
La seguí con la mirada en su torpe deambular, a base de empujones corteses, hasta que encontró un hueco en su lugar preferido, en el centro del bus, al lado de la ventanilla. No pude evitar fijarme en su carita de niña buena. Sentí un pinchazo en el pecho cuando la asocié a la de Yasmina; era muy parecida a ella cuando nos conocimos, incluso sus ojos eran del mismo color; había que tenerla muy cerca para saber con exactitud de qué tono eran, y aún así, siempre te quedaba la duda. Nunca supe discernirlo, porque siempre que la tenía así de cerca era para besarla y otras cosas. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando me refugié en aquellos recuerdos que sólo los sueños esporádicos de mal despertar y la irrupción de la muchacha en mi vida habían rescatado de mi olvido más profundo.
            Seguía ensimismado en mis cavilaciones sin dejar de vigilarla, cuando ella, justo antes de apalancarse al lado del ventanal, levantó la cabeza y echó un vistazo rápido al resto del convoy. Cuando me localizó, de nuevo sus limpias y pálidas mejillas se encarnaron y me escondió sus bonitos ojos. Esa vez, yo no rehuí el encuentro visual. No me sentí avergonzado, todo lo contrario; los burbujeos de mis intestinos se habían transformado en cosquilleos indescriptibles.
            Agarré con fuerza el asidero y pensé en hacerlo. Sólo tenía que moverme despacio entre el pasaje, sin dejar de agarrarme a los colgadores de plástico, hasta colocarme junto a ella. Parecía sencillo, pero no era así. Demasiado forzado, demasiado directo. Cuando me disponía a deslizarme entre los pasajeros y me había soltado del colgador, un súbito frenazo me despidió hacia delante, haciendo que mi nariz impactara en el hombro del señor mayor de mi izquierda. No tuve más remedio que agarrarme a su abrigo para que la inercia no convirtiera mi cuerpo en una bola rodante sin control. “Cuánto lo siento”, me disculpé, forzando una sonrisa. El hombre arrugó la cara y bufó algo que no sonó muy bien.
            En el momento que volví a jalar mi colgador habitual y deje de ser el centro de atención del metro y medio cuadrado de mi zona, me giré a mirarla. El estómago volvió a rugirme con fuerza. Su hueco del ventanal había sido ocupado por una mujer negra con una especie de turbante en la cabeza y un bebé colgando de una bolsa sobre sus hombros. ¿Y el gorrito rojo? ¿Y las orejeras de peluche? Me había despistado con el frenazo del cafre del conductor y ella había desaparecido de mi visión. Aún no habíamos llegado al barrio latino, así que debía seguir en el bus, seguramente había encontrado asiento. Lo malo era que, de ese modo, me resultaría más difícil entablar una charla con ella. Qué desastre, nada me salía bien. Suspiré, víctima de mi resignación. Al menos, podría verla apearse en su destino y ansiar que llegara el día siguiente para volver a coincidir con ella. Algún día de esos surgiría la ocasión, seguro. Eso era lo único que me reconfortaba.
            Pero, a veces, la vida te da lecciones que son muy difíciles de olvidar.
Cuando dos personas deben conocerse y suceder algo mágico, el Universo entero conspira para que así sea. Creo que la frase era más o menos parecida (por cierto, se la escuché decir a Yasmina unos veinte años atrás), pero, en cualquier caso, venida al dedo para lo que sucedió a continuación;
            El autobús se disponía a girar en la esquina de Chávez con Castro hacia la primera parada del barrio latino, y mis ojos ya buscaban con ansia al pasaje que se descendería en breve. Necesitaba quedarme tranquilo viéndola marchar, recibir mi hálito de esperanza e ilusión hasta la jornada venidera. Los viajeros que iban a apearse ya habían comenzado a moverse hacia las puertas, refrotándose los unos con los otros y empujando al resto de pasajeros que viajábamos a pie. Tuve que pegarme contra los asientos (para más “inri”, situados a la altura de mi entrepierna) y aguantar los apretones en mi espalda sin dejar de soltar mi asidero. Al principio, no notaba los suaves tirones que alguien me daba del anorak, pensaba que se trataba de los típicos enganchones con la ropa de la gente al pasar. Yo continuaba a lo mío, preparado para observar a la chica y seguir soñando, sin darle importancia, hasta que una dulce voz me alertó;
            —Oiga, señor.
Hice un movimiento rápido de mi cuello hacia mi izquierda, justo al hueco que acababa de dejar el señor mayor. No me esperaba la tremenda bofetada que me dieron sus ojos, tan bellos y cercanos, cuando casi me di de bruces con ellos. El pompón de su gorro se movía de un lado a otro mientras girábamos en la calle Castro.
            —Qué —acerté a decir, tan sumamente abrumado que debí palidecer en extremo.
            —Igual le parece un poco chocante pero… —continuaba ella, haciendo hueco para que los viajeros pasaran— … me ha llamado la atención la cicatriz que lleva usted ahí. —Señaló con el dedo índice de su guante rojo hacia mi cuello.
            —¿Dónde? —me salió, a pesar de llevar enseguida mi mano libre bajo mi oreja derecha.
Ella sonrió. Nos hicimos cómplices desde ese momento. Yo tampoco evité que brotara mi felicidad. El autobús deceleraba y pronto llegaría el primer frenazo en el barrio latino.
            —Ay, esta es mi parada —se percató entonces—. Otra vez será…
            —Tranquila, seguro que nos vemos más días.
            —Seguro. ¡Hasta mañana! —se despidió apremiada, dejándose llevar por la marea de gente.
No pude responderla. Un nudo en mi garganta me impedía articular palabra.
Forcé una sonrisa antes que se humedecieran mis ojos. Dos paradas más y llegaría al polígono, la fábrica y al rumor incesante en mi taladrada sesera. Ella ya desfilaba en la calle, con su mochila negra llena de parches y pins y su gorro rojo del pompón. Y sus divertidas orejeras de peluche. “¿Por qué no?”, me dije, agarrando con fuerza el colgador desgastado.
            Las puertas del autobús con destino al polígono industrial comenzaban a cerrarse cuando me deslicé entre ellas.                                                                              


  D.R.G.           

martes, 13 de marzo de 2012

Reseña de CARNE DE MI CARNE, de José María Tamparillas


Reseña de CARNE DE MI CARNE, de José María Tamparillas.


Por David Rozas Genzor.

“El mal está ahí, agazapado y al acecho, camuflado en lo habitual, en lo cotidiano, en lo insignificante…, en la desmemoria y el recuerdo; es un elemento que, a pesar de no poseer una envoltura física, no tiene nada de abstracto: es una entidad inteligente, atemporal, con un objeto preciso, que no atiende a reglas y que se rehace a sí mismo constantemente”.

Partiendo de todas estas premisas que hablan del Mal como un ser intangible y omnipotente, en mayúscula, negrita y subrayado, Tamparillas ha construido una serie de historias en las cuales las vidas de sus protagonistas cambian drásticamente cuando un hecho inesperado y sobrecogedor hace su aparición en ellas. El Mal surge de la nada, del lugar, persona, animal u objeto menos esperado y ataca sin descanso y sin piedad al desafortunado que se cruza irremediablemente en su camino.

Con una prosa muy cuidada y un inconfundible estilo, Tamparillas nos regala estas seis historias tan potentes, originales y sobrecogedoras que atrapan al lector increscendo desde la primera hasta la última. En su primer libro en solitario se destapa como un creador de fantasías inagotable, capaz de sorprendernos y cautivarnos a la vez gracias una gramática y sintaxis capaces de narrar el Mal como nunca antes nos lo habían contado; en palabras de David Jasso, “una fiera de garras afiladas que podría escapar de su prisión sin esfuerzo y venir a nosotros para masticar lentamente nuestra alma”.

De las seis historias que conforman este libro, me quedo con tres personalmente muy significativas y originales: “Carne de mi carne”, “Mientras llueve en la ciudad” (de la cual hice mi propio spin-off) y “La necesidad del dolor”; esta última cierra con maestría la obra y nos asegura que el gran Tamparillas volverá con mucho más de su talento para seguir haciéndonos pasar unos buenos ratos (o malos, según se mire).



D.R.G.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El camino a Los Soticos


Debe ser por la impronta que me dejó el haber recibido el otro día el segundo premio del Jardiel Poncela...
Mi relato premiado, "Santa Aguedica", es un homenaje a mi pueblo y, como tal, está cargado de sentimientos hacia él. Por ello, me ha salido escribir ahora el que vais a leer a continuación.
Disfrutadlo y ya me contaréis.


Un saludo, amigos.



EL CAMINO A LOS SOTICOS


Antes de tomar el coche, tuve mis serias dudas. Habían sido muchos años −doce o quizá dieciséis− sin dejarme caer por el pueblo. El gesto arrugado en la cara de papá me animó a hacerlo.
            —Anda, no me dejes sólo en esto —me suplicó. Había que añadirle a su profundo pesar el hecho de que tenía miedo a conducir desde poco después de nacer yo, cuando mamá y él sufrieron aquel desafortunado accidente—. Venga, trae a la abuela y sube de una vez.
            Me entregó las llaves del coche sin mirarme a la cara. No le insistí esa vez para que hiciera el esfuerzo de sentarse al volante. Siempre ocultaba sus males y aflicciones bajo su eterna coraza; dejaba que le arañaran por dentro hasta que algún día cesara el dolor, sin importarle las secuelas que quedaban para él y el resto que le rodeábamos.
           
Hicimos el viaje en relativo silencio. Sólo hablamos cuando me dirigí a él en un par de ocasiones; una de ellas le pregunté por Los Soticos.
            —¿Queda muy lejos del pueblo?
            —¿El qué? —me respondió balbuceando.
            —Los Soticos, ¿qué va a ser?
            —¿No has estado nunca allí? —su incógnita sonó igual de violenta que perpleja.
            —¡Pues no! —la mueca de burla que puse era señal de que su actitud me incomodaba. Una mini discusión estaba en proceso.
            —Bajando al río —suspiró—, al lado de la desembocadura del Martín, un poco más abajo.
            —Vale. Gracias por tu esfuerzo.

Recordé al dedillo los 90 kilómetros que nos separaban del pueblo −la carretera, los desvíos, los meandros del Ebro, las interminables curvas del tramo final−, como si el tiempo no hubiera pasado y aquella ruta hacia mi juventud hubiera permanecido grabada en mi memoria.
            En cuanto el pueblo apareció majestuoso en la distancia, elevado sobre el altiplano, sentí un leve pinchazo en algún rincón de mi torso. Centenares de casas arracimadas sobre la ladera, la iglesia, las torres del convento. Un escalofrío erizó el vello de mi nuca. De inmediato, el niño que todavía habitaba en mí gritó alborozado en mi cabeza: “¡Mira, papá! ¡El pueblo, el pueblo!”. Miré de soslayo a mi padre. Parecía haber encogido sobre el asiento.
            —¿Entramos por el camino de abajo? —reaccioné una vez pasado el puente del río. No pude evitar dirigir la mirada hacia la Central Termoeléctrica. Cuánto se había transformado.
            —Pues claro…
            Cuando pasamos bajo la ermita, creí ver a la abuela esperándome junto a uno de los pilares del calvario, con el brazo en alto. Fue sólo un instante. No me estremecí, casi agradecí su bienvenida.

Aparcamos donde siempre, en el cantón. Papá bajó enseguida del coche.      
            —Baja a la casa y abre todas las puertas y ventanas. No te olvides de sacar a la abuela.
            —¿Y tú? —me estaba quitando el cinturón.
            Se dirigía hacia el pajar cuando balbuceó algo. Sacaba unas llaves y el paquete de tabaco del bolsillo de su chaqueta.
            Cabeceé resignado y abrí la puerta de atrás del coche. Miré la pequeña caja de metal.
            Abuela…Va a ser como tú querías.

Caminé cantón abajo hacia el Barranquillo, nuestra calle. La abuela me cogía de la mano. Se la veía radiante e inusitadamente feliz. Con su bata vieja de andar cocinando y sus canas mal teñidas, era la alegría de la calle cada vez que su nieto mayor llegaba al pueblo.
            La fachada trasera de la casa estaba agrietada y se habían desprendido grandes trozos de yeso y cal; al menos, eso me pareció antes de tirar del brazo de la abuela para advertirle de la amenazante ruina. Luego, al volver la vista de nuevo hacia la casa, la fachada lucía perfecta y lisa, el tendedor estaba repleto de ropa del campo del abuelo y la cal brillante como recién rociada lo cubría todo. Hasta el marco de las ventanas desprendían un peculiar olor a barniz que llegaba hasta nosotros.         
            Estaba en casa.
            —¡Yaya! Para, escucha.
            Ella sonrió. Era el eco de los cascos de aquella vieja mula subiendo la calle, a la vuelta de la esquina. Los chirridos de los ejes del carro anunciaban la llegada del Avelino, nuestro vecino.
            —¡Anda, tira! —mi abuela palmeó mi espalda, animándome. Sólo era cuestión de mirarle a los ojos. Sabía mejor que nadie que me encantaba subir en aquel carro.
            —¡Hombre, galán! —aquel hombre pequeño y encorvado, ancho de espaldas y escaso de pelo, tiraba del ronzal de su bestia calle arriba. Haría su parada en la puerta de su casa, descargaría allí toda la herramienta y hortaliza que traía de la huerta y torcería por el cantón para dejar encerrado el carro en su cochera. —¡Sooo!—. Cuando nos vio, detuvo un momento la mula. Ésta relinchó aliviada, eran muchos los metros cuesta arriba que llevaba recorridos. —Ya era hora que bajaras por aquí. Con lo contenta que se pone tu abuela cuando vienes. ¡Casi la oía chillar desde el río! —la abuela y él rieron casi a la par—. Venga, sube arriba que sé que lo estás deseando.
            Sentí una extraña desazón.
            —Ahora no puede ser, Avelino. Vamos a dar un paseo hasta Los Soticos —le conté apesadumbrado.
            —Pues tú te lo pierdes, zagal —el hombre le dio un tirón fuerte al ronzal y la mula echó de nuevo a andar con su paso lento y cansino. —Ya no habrá una próxima vez, ¿sabes? —dijo nada más superarnos. Miré en ese momento a mi abuela, me sentía mal por haberle enojado. Ella se encogió de hombros y tiró de mi brazo sin más.
            Los cascos de la mula sonaban lejanos cuando me acordé de Miguelín. El gesto de enojo en el rostro de su abuelo justo antes de enfilar calle arriba me recordó vagamente a aquella vez que le insulté delante de todas las vecinas. Era una noche de verano, la gente tomaba la fresca a ambos lados de la calle y yo ya estaba harto de su actitud.
            Eché un vistazo a la puerta de su casa y le encontré sentado en el zaguán esperando a su abuelo y la mula. Cuando me vio pegó un salto y se puso de pie, chasqueando el suelo con sus sandalias. Llevaba el pelo repeinado y una camiseta de tirantes, como yo. Desde niños, siempre fuimos los mejores amigos de la cuadrilla.
            —¿Vamos a jugar? —era imposible decirle que no cuando te miraba con esos ojos grandes y marrones. Ya no me acordaba de lo graciosos que estábamos con esos pantalones ceñidos de táctel.
            —Me voy, tengo prisa —le contesté rápido y firme. Agaché la cabeza, todavía estaba dolido. Entonces fui yo quien tiró del brazo de la abuela.

Acabamos de abandonar la calle y ya pude ver el Arco del Barranco. Era uno de los antiguos portales de entrada a la villa, ahora dedicado a su patrona. Mis amigos jugaban a fútbol en la replaceta que formaban las casas al otro lado. Me paré en seco. No quería volver a escuchar sus burlas.
            —Abuela, no quiero pasar por ahí.
            El Tío Juan subía por la pequeña acera lentamente, arrastrando sus muletas. Volvía seguro del Hogar del Jubilado. Por más que se calaba la boina, no podía ocultar esa cascada de gruesas arrugas que se descolgaban de su rostro. Descubrir su presencia me hizo recordar las veces que corría a ayudarle a subir la cuesta. Con una de las muletas iba siguiendo el bordillo de las aceras para no salirse del camino. El Tío Juan perdió la visión poco después de que mis padres tuvieran el accidente y mi madre subiera al cielo.
            Solté la mano de mi abuela casi por instinto y me encaminé apresurado hacia él.
            —Pero, ¿tú quién eres? —me dijo con aquella voz ronca y tenue cuando le agarré del brazo.
            —A ver si me reconoces si te digo esto —le indiqué a la vez que le guiaba correctamente—: “Estate quieto, Juanico, no te muevas que saldrás mal en el dibujo”.
            Durante unos instantes, el viejo pareció dilucidar arrugando el ceño hasta que una sonrisa arqueó las comisuras atrofiadas de sus labios.
            —¡Ah, pillín! Si eres el nieto de la Aguedica —soltó después de echarse un buen par de carcajadas—. Ahora me acuerdo de cuando nos retratabas en tu libreta a mí y a mi hermana.
            —Me alegro mucho de verte, Juan. No he querido entrar a saludar a la María porque la última vez me despachó de malas maneras, la entretuve demasiado dibujándola mientras estaba haciendo la comida y se le quemaron las patatas.
            —¿Ah, sí? —se extrañó— No me acuerdo de eso…
            —Igual ya te habías marchado.
            —¿Adonde?
            En ese momento escuché la llamada de mi abuela. Giré el cuello y la encontré observándonos bajo la sombra del Arco. Su voz desaprobadora comenzó a resonar en mi cabeza.
            —Me he alegrado mucho de verte, Juan… Debo irme ya.
            Me zafé lentamente de su brazo y le dejé marchar sólo por la acera.
            El Tío Juan se despidió de mí unos metros más arriba. Me quedé observándole fijamente a la chepa hasta que escuché sus risas a mi espalda. Me estaban esperando en la replaceta. Cuando me giré, la abuela seguía el camino cuesta abajo, sin mí.

A pocos pasos del Arco, aquellos niños crueles que jugaban al balón al otro lado desaparecieron. Había perdido de vista a la abuela. Bajo la sombra fresca del Arco, Miguelín me esperaba fumando. Había pegado un buen estirón, llevaba el pelo más largo y ya le crecía la barba. Era todo un galán.
            —Ven, Javi —me susurró oculto entre las sombras. Apenas veía su rostro, sólo el humo del tabaco que exhalaba por la boca. Su voz ya no sonaba como un armónico timbre— Acércate, vamos. Tengo algo que enseñarte.
            Ya sabía lo que era. Me mordí el labio y apreté los puños. El corazón me latía desbocado. Sin necesidad de mirarle recordé aquel gesto y las desconcertantes palabras que le procedieron;
            —¿Tú crees que la tengo grande?
            Cerré los ojos y aceleré el paso. Casi había conseguido sortear el Arco, cuando aquellos niños que antes reían y jugaban a la pelota aparecieron al otro lado cerrándome el paso con sus bicicletas. Acabé odiándoles a todos.
            Una terrible corriente eléctrica me sacudió desde los pies a la cabeza. Aunque me temblaban las piernas, sólo podía echar a correr Barranco abajo para evitar sus golpes y escupitajos. Ya no recordaba ese desagradable nudo en la garganta que tantas veces me hizo romper a llorar.
            Corrí y corrí con los ojos cerrados, deseando desvanecerme y aparecer de una vez en Los Soticos.
            —¡Abuela, abuela! ¿Dónde estás?
            —Estoy contigo, cariño.

Abrí los ojos. Estaba sólo, gimoteando asustado en medio de la replaceta del Barranco.
            Abrazaba la caja metálica de la abuela contra mi pecho. Todo alrededor apenas había cambiado de como yo lo recordaba. Lo único que me chocó fue la ausencia de sonido humano; antaño se respiraba más vida. Una anciana con un colorido pañuelo en la cabeza apareció por una de las calles aledañas con una bolsa de plástico de la que asomaban dos barras de pan. Me estudió con detenimiento hasta que desapareció bajo el Arco.
            Me restregué los ojos con una mano. Ya no estaban Miguelín ni los otros rondándome. Tampoco bajaba mi padre con el paso acelerado por el Barranquillo para acompañarme hasta Los Soticos. No extrañé a ninguno de ellos.

Habían adecentado el pavimento del tramo que conducía hasta el río. El trino de los pájaros me acompañó hasta que crucé al antiguo puente ferroviario.
            Estaba dejando el pueblo atrás y me sentía bastante liberado. Respiraba aire fresco, el cielo estaba despejado y pronto avistaría la ribera con los chopos y los tamarices. Casi echaba en falta el aroma a azufre que provenía de aquellas grandes bancadas de desecho de la central que amontonaban a escasos metros del lecho del río. Era un fastidio hundirse en ellas y tener que descalzarse rápidamente para descargar aquel polvo oxidado de la zapatilla.
            —¡Javi, Javi!
            Era la abuela, llamándome desde el azud. El ruido que producía la corriente del Ebro al precipitarse por la pequeña cascada ocultaba sus gritos. Acaricié la caja. Creí notar una leve sacudida en su interior. Quizá fueron mis manos temblorosas por los nervios.
            —¡Espérame, abuela! ¡No vayas tan rápido, que me perderé!

Seguí la ribera del río, pisando sobre la hierba y evitando el tarquín de la orilla. Tras una amplia y frondosa concentración de tamarices se hallaba la desembocadura del río Martín, un pequeño caudal que se incorporaba modestamente al cauce del Ebro.
            Tuve que sortear algunas ramas para llegar a la pequeña pasarela que sorteaba al afluente. Detrás de ella seguía un camino de tierra que atravesaba varias parcelas y campos, algunos abandonados hacía décadas. Los Soticos debía ser uno de ellos. De nuevo había perdido de vista a mi abuela y sólo podía fiarme de mi instinto.
            —¿Me prometes que lo haréis cuando me vaya?
            —¿El qué, abuela? —las lágrimas se derramaban tímidamente de mis ojos. Le quedaban pocas horas de vida. Me estremecía verla con la máscara de oxígeno y el gotero de morfina.
            —Que me llevaréis a Los Soticos —apenas podía escucharla—. Esparcid mis cenizas por todo el campo —un goterón rebosaba de sus ojeras inflamadas. Los párpados le pesaban cada vez más. —El campo de mi padre…

Había una niña apostada al lado de una pequeña caseta derruida. Detrás de ella se extendía un terreno considerable cubierto de maleza y salpicado de antiguos frutales de troncos ajados y ramas desnutridas. Una estrecha acequia al borde del camino impedía el acceso. Sentí el impulso de acercarme hasta allí, me picaba una extraña curiosidad.
            La cría estaba graciosa contoneando sus caderas. No dejaba de observarme sonriendo mientras me acercaba a ella. Me llamó la atención su vestido, parecía antiguo y lleno de tierra; sus largos tirabuzones negros con lacitos hicieron que viniera a mi memoria una vieja foto de época.
            —¡Hola! ¿Queda muy lejos Los Soticos, pequeña?
            La niña se echó a reír en un tono alegre y pícaro que me sonó muy familiar; luego, emprendió una curiosa carrera que le llevó a adentrarse en aquel terreno.
            —¡Oye! Pero, ¿dónde vas?
              Una extraña fuerza hizo que me echara a correr tras ella. Salté la acequia sin dificultad y caí sobre un ribazo lleno de hierba. La niña alcanzó el centro del campo en un abrir y cerrar de ojos. Podía escuchar desde mi posición como seguía riendo a carcajada limpia.
            Eché a andar a trompicones sorteando el matorral y las piedras que habían invadido el terreno. Los nervios y la excitación que me sofocaban en ese momento me impedían sentir el calor y las vibraciones que emitía la caja conforme me acercaba a la niña. No dejaba de observarla; poco tardó en comenzar a dar vueltas y vueltas alrededor de sí misma, canturreando con los brazos en alto.
            Estaba a punto de llegar junto a ella, cuando una fuerte corriente de aire azotó el campo, obligándome a taparme la cara. Entonces, noté cómo el metal caliente quemaba mi mano y solté la caja aullando de dolor.
            Me asusté. La caja había caído sobre un matojo de hierba pero no estaba seguro de si se había entreabierto. Me estremecí sólo de pensar en tocar las cenizas con la mano.
            Escuché la hierba crujir detrás de mí, alguien se acercaba. No sé porqué intuí que era él.
            —Déjame que lo haga yo.
            Papá recogió la caja despacio. Parecía indemne y ya no quemaba.
            —Vuelve a casa y espera a que regrese.
            Su voz sonó cálida y apaciguada. No me atreví a discutirle.

Abandoné el terreno cabizbajo. La vieja moto campera del abuelo yacía sobre el ribazo, junto a la acequia. Mi padre era el único que podía arrancarla.
            Antes de dejar atrás Los Soticos no pude evitar mirar de nuevo hacia aquella caseta. Creí ver a mi abuela durante un segundo, apoyada en el muro y levantando el brazo.
                        




D.R.G.

domingo, 4 de marzo de 2012

Entrega de premios del concurso literario "Enrique Jardiel Poncela"

 Estoy que no quepo en mí de gozo...

Llevo alrededor de año y medio formándome como escritor profesional, pero dedicándome en serio, sólo unos pocos meses. Este era el primer concurso literario al que me presentaba después de tropecientos mil años (en realidad, 14, desde mi segundo premio en un concurso de relatos de la facultad, lo único meritorio que hice aquel año perdido), y, la verdad, el resultado no podía haber sido mejor; ¡¡¡EL SEGUNDO PREMIO!!!
Tuvimos el honor de contar con un jurado representado por profesionales del mundo de las letras como Eva Hinojosa (Heraldo y Aragón TV, entre otros), Pepe Serrano (escritor), Javier Vázquez (periodista) y el escritor ganador de las dos últimas ediciones José Manuel González.
Me sorprendieron tanto la afluencia de público que tuvo esta edición como el trabajo y esfuerzo que dedica la comarca en llevarla a cabo (éste ya es el séptimo año). Se nota que hay buena cantera en la Ribera Baja del Ebro, aparte de la de alabastro.

La consecución de este premio en el certamen comarcal Enrique Jardiel Poncela (de nivel, ¿eh? 200 participantes este año) no es sino un pequeño hito en un camino que se antoja largo y complicado y que hay que trabajarse día a día con esfuerzo. Ayer, yo recogí el primer fruto de mi siembra. 

He de decir que me hacía mucha ilusión rascar algo en este certamen ya que se trata de la comarca a la que pertenece mi pueblo, Escatrón (Zaragoza). 
El relato que presentaba se llama "Santa Aguedica", pues hechos trascendentales de mi obra tienen lugar en la misma ermita del pueblo. Como podéis ver y corroborar con cada trabajo que dedico a esta noble y honorable villa, mis sentimientos hacia ella, pese a no vivir en la misma, siguen aflorando sin descanso. 
Es grande sentirse escatronero sin estar censado en su padrón, pero lo llevo en la sangre por parte de padre y son muchas las vivencias y anécdotas que guardo en el baúl de la memoria que me han sucedido allí. Y las que me sucederán... 
Por cierto, que en cada una de las categorías, alguno/a de Escatrón se llevó algún premio o mención. ¡Para que luego digan que "En Escatrón, en cada casa un ladrón"! Ahora, deberían cambiarlo por: "En Escatrón, en cada casa, un escritor".

Sin más rollos, os dejo con las fotos de la gala de entrega de premios que tuvo lugar en la Casa de Cultura de Quinto de Ebro, sede de la comarca Ribera Baja, el pasado 3 de marzo.

¡Un saludo, bloguers!


 Desde Santa Aguedica, con amor.

 Sentado bajo el pórtico.

 Pidiendo la bendición de la Santa.

 Comienzo de la gala.

 Actuación simpática del grupo "Quintus Teatrae"

 Un recorrido por la vida del genial escritor quintano Jardiel Poncela

 Recogiendo el segundo premio de la categoría absoluta
de manos de Eva Hinojosa.

 La anécdota divertida de la gala: "¿Ande está el diploma?"

 ¡Aquí está, mozé!

 Foto "finish" con los finalistas y premiados de todas las categorías


 Posando con el "Jardielito", el diploma acreditador y, como no, mi orgullosa mujer.


Con mis fans más agradecidos, mi querida familia.



AHORA, ¡A POR MÁS TRIUNFOS!