sábado, 25 de agosto de 2012

SANTA ÁGUEDICA


Este es uno de mis primeros relatos "largos" a los que tengo más cariño, no sólo por que fuera premiado en el certamen literario de la Comarca Ribera Baja del Ebro, sino porque está inspirado en mi pueblo e hilvanado gracias a los sentimientos que me evocan cada rincón y lugar del mismo.
Como siempre digo, que lo disfrutéis igual que disfruté yo escribiéndolo.

Salud(os), blogueros.



SANTA ÁGUEDICA


A Sara, por ser como es; mi pareja ideal y mayor apoyo.
A mis abuelos, Águeda y Ramón; simplemente, gracias por todo.



Nunca hubiera imaginado que iba a volver a casa.
En todo este tiempo lejos de Escatrón, el simple hecho de pensar en mi regreso me sobrecogía de tal manera, que me hacía desear no volver nunca más.

Mi hija pequeña por fin ha aprendido a conducir. Apenas me he movido del asiento en las interminables curvas de Sástago. La última vez que me trajeron por aquí se me hizo eterno el digerirlas. Cosas de aquel abandono forzado de mi hogar. Estas hijas mías, que se empeñaron en llevarme a una residencia poco después de fallecer mi mujer. ¿Qué derecho tenían ellas a elegir por mí, raptándome de mi casa y obligándome a abandonar mi pueblo? Seguro que pensaron que esa era la mejor manera de quitarse de encima al viejo para poder repartirse los cuatro huertos que poseía y la casa en la que se criaron todas ellas. Como decía mi abuela materna: Cría cuervos y te sacarán los ojos”.
Mi nieta María, la única de la familia que ha heredado mi pasión por las letras, ha estado dándome la tabarra todo el viaje con el pueblo.
Sí, cariño, ya he vuelto. Déjame tranquilo con mis emociones, sólo te pido eso. Ah, y por favor, entrad al pueblo por el camino de abajo. No me apetece pasar por delante de la cruz del poblado.

La silueta recortada de la villa se presenta agazapada en el horizonte como un muñeco de resorte a punto de saltarme encima.
Las casas arracimadas en la ladera y San Javier, todavía en pie, resistiendo con orgullo a los embistes del tiempo y a la pasividad de los que continúan desterrándolo al abandono y al olvido. ¡Qué nudo en mi garganta! Ahí le siguen el campanario de la iglesia parroquial, el camino de la izquierda hasta Rueda, con su torre mudéjar y esa maravilla de noria restaurada, y, ¡ay!, cómo no, la joya de la corona, mi balcón de la vida y de los recuerdos; la ermita de Santa Águeda allá en lo alto del cabezo.

Siempre nos quedará Santa Águedica, ¿verdad, Miguel?


….


Teníamos diecisiete años cuando el frente llegó a las puertas del pueblo.
El sonido indeterminado del fuego en mitad de la noche era lejano pero continuo. Cortinas de humo aisladas en los montes, pasado el río. Y Santa Águedica, nuestra atalaya. Todos los escatroneros pasábamos por allí durante el día; mirones expectantes deseando que aquello que no acabábamos de entender pasara pronto de largo y no nos estallara en las narices.
—¿Qué será de nosotros, Ramón?—. La voz susurrante de mi buen amigo Miguel se armonizaba con el viento junto a mi oído. Su brazo sobre mis hombros. A aquellas alturas, su actitud ya era demasiado escandalosa como para pasar desapercibida.
—Puede que tengamos que ir a la guerra. Estamos ya en la edad —le contestaba yo, apesadumbrado e incómodo.
La guerra. En la mente de unos adolescentes inexpertos y asustadizos que no habían salido apenas del pueblo, aquella temida palabra no reconfortaba nada en absoluto. Nos parecía no sé el qué. Como el cuento de la vieja. Debo confesar que cada vez que escuchaba un obús estallando en la lejanía, me cagaba de miedo.
La guerra… No estábamos hechos para ella, ni ella para nosotros.
—Pero iremos juntos, ¿verdad? Ramón, me moriría si a ti te pasara algo. —Ahí estaba el bueno de Miguel, siempre atento y temeroso por mí.
—No nos pasará nada...
—Yo cuidaría de ti y tú de mí, ¿te parece bien así?
—Claro. Para eso estamos los amigos, ¿no?

El cariño que Miguel sentía por mí ya venía de lejos, desde nuestra niñez, cuando apenas teníamos cinco o seis años. Él, el único hijo del barbero del pueblo (el “cortapelos”, le llamábamos con sorna) y yo, el hijo pequeño de ese hombre inaccesible que siempre fue mi padre, un recadero del pueblo que subía una vez por semana a Zaragoza a por los encargos de los señoritos y de los tenderos.
Formábamos una cuadrilla de niños muy alegres; yo, Miguel, Sebitas, Mariano y Jorgito. Los cinco solíamos jugar a menudo al fútbol y al escondite en las pequeñas eras donde trillaban los mayores en Santa Águeda. Cuando nos cansábamos de darle patadas a aquellas vejigas de cerdo improvisadas como balones, o simplemente nos apetecía cambiar de entretenimiento, yo siempre les tenía un cuento preparado. Me los bajaba mi padre de Zaragoza.
Recuerdo muy vívidamente cada vez que me daba uno de aquellos libros viejos. Me miraba con esa media sonrisa suya, me removía el cabello y, por último, me decía: “Lee, hijo, lee”. Y poco más. Era un hombre extraño, inexpresivo y muy encerrado en sí mismo, pero cuando me hacía esos regalos era imposible que yo no pasara por alto en sus ojos cierto brillo de orgullo paterno. Aquella era su única forma de quererme y de preocuparse por mí. Por esa etapa de mi infancia, falto de madre y de cariño, yo hubiera necesitado más sus consejos y abrazos, pero no imaginaba entonces cuánto bien me harían, de igual forma, aquellos cuentos y libros usados que con tanto amor me entregaba cada semana.

            —¡Venga, Ramón, léenos un cuento! —gritaban alborozados mis cuatro amiguitos con aquella ansia atroz en sus rostros—. ¿Cuál te ha traído tu padre esta vez?
—No os pongáis pesadicos, ¿eh? A ver, a ver…—Me encantaba desenvolver las tapas de los libros despacio, recreándome en ello. Como el pirata que cava en el lugar exacto en el que sabe que se encuentra el tesoro. Aquel gesto, junto con el énfasis y la imaginación que yo añadía por mi cuenta a cada relato, transformaban sus caritas sucias y desdentadas en sonrisas perfectas cargadas de magia e ilusión.
—Aquí pone “La O-di-sea”, de un tal señor Home-ro. Parece una novela de aventuras. ¡Mirad qué barco más grande sale en la portada!

La fresca sombra del pórtico de Santa Águedica era sólo para nosotros. Los cuatro me miraban embelesados y con los ojos bien abiertos a cada frase de cada libro que recitaba. Miguel siempre se sentaba a mi lado para que yo oliera el bálsamo prohibido que le gastaba a su padre, el “cortapelos”. Los mejores amigos, siempre juntos.

….


Esta no es mi casa.
Las brujas de mis hijas se han cargado hasta el poyico de la entrada. ¡Qué poca vergüenza! Aún parece que veo a las dos siendo unas mocosas jugando a saltar desde aquel poyico. Y todas las charradas con el tío Luis, el vecino, sentados en él cuando nos calentaba el apetecible sol del mediodía. Hasta la última conversación con la abuela creo que se quedó justo allí.
Me paro justo en el umbral de la puerta. En este momento echo más en falta su familiar apoyo. No quiero ver más. Hay cosas por las que es mejor no volver a casa.
—Abuelo, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien? —María, siempre atenta de su abuelo. Es la única que se preocupa realmente de mí. Como hacía Miguel.
—No, no es nada, cariño. De verdad. Ya sabes que a veces me dan vértigos. Anda, acompáñame ahora hasta allá arriba. Tengo ganas de que me de un poco el aire.
—¿Ahora quieres que vayamos a tu Santa Águedica dichosa? Por lo menos espérate a que subamos las maletas, ¿no?
—¡Pues no! No puedo esperar tanto. Necesito ir ya. Oye, ¿sabes que eres igual de quisquillosa que tu abuela?
—¡Ya estamos con la abuela! Siempre que te viene en gana, todos somos igual que ella.
Al final, he tenido que discutir fuerte con mi hija para que me dejara ir con María hasta Santa Águedica. Ella se empeñaba en que entrara antes a la casa para que me asombrara con las reformas que han estado haciendo durante mi ausencia, pero no me ha dado la gana. Quedárosla toda para vosotras y vuestros estupendos mariditos. Yo no os he hecho traerme aquí de nuevo para eso.

Aahhh… Cómo me gusta inspirarlo, dejar que inunde progresivamente mis fosas nasales. Desde que bajé del coche todavía no me ha abandonado el mismo aroma a leña que antaño inundaba el lugar, ese que es común a todos los pueblos y a los momentos entrañables. No me había dado cuenta hasta ahora de lo mucho que lo extrañaba. En esa residencia de estirados y fachas en la que me tienen recluido, sólo se huele a lejía, ambientador barato y a culo de viejo.
Pasemos por el Arco de Santa Águeda. Bueno, por lo menos mis paisanos aún lo conservan algo decente, aunque una manica de pintura a la fachada tampoco le vendría nada mal.
Casi no hay gente trasegando por las calles. Un desierto de pena, como aquel poema que le regalé a Labordeta para que lo hiciera canción. Si el pobre José Antonio hubiera podido pasar ahora por aquí, no hubiera tenido nada que rascarles a estas gentes, ni del puchero ni del folclore.
No se ve ni un alma. Sólo algún gato somnoliento y perdido haciendo algo de bulto. El pueblo viejo es cada vez más viejo. ¡Con la vida que había por estas calles de abajo! No quedará ninguno de mi quinta con los que tomar la solana en el banco y recordar nuestras batallitas. O charrar de las tontadas de los jóvenes de la tele. Ahora, la “juventud” del pueblo viejo rondará más o menos los setenta. A lo que llegamos…
Mira, hija. Gírate. Ahí arriba, en lo alto del arco. Tras esa cristalera sucia ponían antiguamente el busto de Santa Águeda. Ahora ya no lo hacen porque nuestra patrona seguro que se echaría a llorar cuando viera lo muerto que está el Barranco.
 —Hala, abuelo, que no es para tanto… ¿Dónde tienen a la Santa, entonces?
—En su ermita, supongo. Aunque este cura último que debe estar, el sudamericano, a saber dónde la tendrá expuesta…
Esos charlatanes con sotana nunca han podido conmigo. Uno más modernillo que otro, pero todos los curas son iguales. En fin, corramos un “estúpido” velo, que sino le saldrá a mi nieta la vena “rojilla” y para rato tendremos caldo con su jerga moderna y el rollo ese de los indignados…
¡Redios!, qué largo se me está haciendo el camino. ¿Dónde estará ya mi fuelle escatronero? Será la falta de costumbre… y la artritis. Bueno, y las noventa y una primaveras que soportan estas maltrechas rodillas.
No, hija, no vamos a ir hasta Santa Águedica en coche porque no me sale de los cojones, que siempre he ido hasta allí andando, aunque ahora me cueste una hora lo que hace unos años me costaba quince minutos -Si ella portara encima toda la carga que yo acarreo, le dolerían menos las piernas y la espalda, y el dolor del pecho le abrasaría más que la falta de resuello−. Protesta, eso es, protesta; en eso sois igualicas todas de la familia… Pero no eches el paso tan largo ahora y deja que este triste anciano se coja de tu brazo, anda.

Un último repecho antes de vislumbrar la majestuosidad de Santa Águedica.
Malditas canillas las mías, como decía mi abuelo cuando ya le pesaba el tiempo (él nunca lo achacaba a la edad). Nunca he escalado una montaña, pero ahora entiendo lo agotador y satisfactorio que es alcanzar una cima.
 —¿Sabes qué, María? Me siento tan viejo y ajado como las casas ruinosas de este barrio, testigos aún presentes de un pasado viviendo en mí y manifestándose a golpes como dolorosas punzadas en el alma…
—¡Me acabas de matar, abuelo!
—No te rías así, hija. ¡Un respeto! ¿Qué otra cosa podría salirle si no a un viejo poeta chiflado como yo?
Vaya, todavía sigue impresionándome su fachada. Se me ha congestionado el rostro y casi no puedo articular palabra.
—¿Verdad que esta ermita es preciosa, cielo? Venga, subamos hasta el pórtico…
Serán chapuceros… ¡Sacrílegos! Se han cargado los viejos escalones de arenisca y los han recubierto de cemento. ¡Con las veces que los habré subido! No me imaginaba semejante puñalada trapera. Me temo que no va a ser lo mismo andar de nuevo estos pasos. Tengo que reponerme un poco antes de seguir explicándole a María.
Bueno, aquí era donde me pasaba largas horas del día leyendo e imaginando otras vidas y otros mundos mejores. Mi mente de niño despierto e inconformista sólo producía sueños. Este fue nuestro refugio.

Ojalá pudieras acompañarnos ahora, Miguel. No deberías haberte marchado aquel día.

….


A mi mejor amigo le encantaba Lorca. Cuando ya éramos adolescentes, yo le esperaba en Santa Águedica cada tarde, a su regreso de un duro día en el campo.
Los versos del poeta andaluz ocultos bajo mi brazo. El “Romancero Gitano” en nuestro refugio privado de la ermita.

—Un día te voy a enseñar a leer —le decía muchas veces, cuando hacía alguna pausa en la lectura—. Miguel, llevas tantos años dedicándote sólo a escuchar mis historias y mis versos, que ya va siendo hora de que aprendas a hacerlo tú mismo.
Él casi siempre me sonreía y evitaba una respuesta pero, en una ocasión, poco tiempo antes de que discutiéramos, fue más allá.
—No, prefiero escuchar los versos de tus labios —me contestó, mirándome fijamente a los ojos—. Don Federico suena mejor si sale a través de ellos.
Y entonces, alargó su mano y me acarició el pelo con lentitud y suavidad, como si se recreara en ello. Nadie me había hecho eso antes; ni mi madre, ni mis hermanas ni ninguna otra chica del pueblo. Pero lo peor no fue el gesto, sino la reacción inesperada de mi cuerpo.
Avergonzado, cerré el libro y le dejé solo en Santa Águedica.

Miguel seguía siendo analfabeto cuando la guerra se lo llevó.


….


¡Malditos sean los del consistorio! ¿Cómo se han atrevido a asfaltar el calvario de camino a la ermita? Unos pinos raquíticos ocultan los pilares de las estaciones de la crucifixión que yo de niño relataba a mi madre, a mis hermanas, a Miguel. Seguro que ese cura latino tiene que ver algo también en esto. ¡A la mierda con tantas modernidades!
María sube corriendo hacia uno de los pilares de piedra arenisca con su losa de cerámica pintada y me saluda desde allí con el brazo.
¡Yayo, yayo!
No puedo creerlo. Desde que murió la abuela ya no me llamaba así. Rosita y yo éramos sus yayos.
Mi nieta tiene algo especial, se parece a mí cuando tenía su edad. Es joven, guapa, roja, ambiciosa y además escribe muy bien. Puro nervio. Discutimos mucho entre los dos y nos obcecamos por todo, pero en el fondo, intuyo que admira incondicionalmente a su abuelo. Se comerá el mundo y su juventud no se romperá por un drama como el que nos tocó a mi generación a su edad.

Santa Águedica. Si hablaran estas viejas piedras de la ermita...
Hablarían de Miguel, de cuentos y de versos. De Lorca. De sentimientos y de tortura. De Miguel, los muros de Santa Águedica no hablarían de otra cosa que no fuese de Miguel.
Siento haberte condenado, amigo mío. Nunca quise herir tus sentimientos.
No me dí cuenta de lo que sentía por ti hasta que no fue demasiado tarde. Eran tiempos difíciles, amargos. Miedos, barreras y bombas. Si hubiéramos disfrutado entonces de la libertad que gozamos ahora, quizá las cosas hubieran sido bien distintas.
Sé que no te importaría que le contara nuestra historia a mi nieta porque ya he esperado demasiado tiempo para hacerlo. Si me estás escuchando desde algún lugar, sabrás que no existe nadie más que pueda comprenderme. Ahora más que nunca, necesito liberarme del insufrible dolor que oprime mi pecho y de este sentimiento imperdurable de culpa que ha lastrado mi ánimo todo este tiempo, impidiéndome caminar.
Querido amigo, allá donde estés, ¿me darás las fuerzas que necesito?

….


María, cariño, aquí, que nos da el sol.
Nos detenemos bajo una de las estaciones que rodean el cabezo de Santa Águedica: “Jesús muere en la cruz”. Un escalofrío sacude todo mi cuerpo. Qué irónica y cruel es la vida.
—Eso es, ayúdame a sentarme. Despacio… ¡Ay, que me vas a esganguillar! Hala, ahora mira enfrente y disfruta del paisaje. Podría ser la última vez que vaya a admirarlo contigo.
—Tenías razón, yayo. ¡Esta vista es magnífica! No sé, tiene algo…
—Único. No sólo mágico y especial, sino único. Algo que no se puede explicar por más que tuvieras infinitas palabras a tu alcance. Nunca se cansarán tus ojos de este maravilloso escenario, te lo garantizo. Y bien, dime, ¿qué ves justo ahí abajo? —. Ella me mira extrañada.
—Si te refieres al balcón del ayuntamiento, donde antes de nacer yo, leíste un pregón de las fiestas… ¿Puede ser que lloraras? Me acuerdo que en las fotos parecías muy emocionado…—. Me entran ganas de darle un capón, pero no sería capaz nunca de tocarle un pelo a mi nieta.
—Vamos a ver, ceporra, no quería que pensaras ahora en eso. Te estaba pidiendo que evocaras usando la descripción, una herramienta muy útil para mostrar al lector aspectos del escenario donde…
—¡Pare el carro, señor poeta! No había pillado que se trataba de la clase magistral de hoy. Bueno, pues veamos…

….


No puedo evitar recordar en este momento la última vez que Miguel me traicionó. Mi mejor amigo, conspirando contra mí a escondidas con su lengua ponzoñosa.
En nuestros últimos años juntos, cuando ya nos había cambiado la voz y me creía todo un galán de cine que no pasaba desapercibido entre las mozas del pueblo, Miguel siempre se entrometía en mis relaciones de pareja y espantaba a todas mis novias sin saber yo muy bien por qué. Encarnita, la panadera, fue el motivo de aquella dolorosa discusión entre nosotros, la que a la postre lo significaría todo. Sólo las cigarras nos replicaban en aquella calurosa noche de verano en Santa Águedica.
—¡Suéltame! Te obsesionas demasiado con las mujeres. No hay ninguna que te merezca, Ramón. ¡Lo hago por ti, de verdad!
—Pero, ¿qué estás diciendo, insensato? ¿Por qué no puedo verme a solas con ninguna zagala, eh? ¡Venga, explícate! Un traidor como tú no puede ser mi mejor amigo.
—¿Traidor? Míranos, Ramón. Tú y yo siempre juntos. Culo y mierda desde críos. Yo no puedo más, ¿sabes?
—¿Qué? Pero qué narices estás diciendo. Al final, vas a conseguir que todo el mundo hable de esto. Si hasta mi hermana me ha dicho que por el pueblo corren ya rumores sobre nosotros.
—¿Sobre nosotros? ¡Qué sorpresa! ¿Y qué crees que pueden decir sobre nosotros, eh? Vamos, dilo…
—Pues… ¡mariconadas! ¡Eso! Y yo no soy maricón. Soy poeta y republicano… ¡y me gustan las mujeres!
—¿Y Lorca qué, camarada? ¿Ya no te acuerdas que siempre nos contabas que querías ser como Lorca? No eres maricón porque tienes miedo a que te pillen los nacionales y te fusilen como a él. ¡Lo que sí que eres es un cobarde!
De pronto, aquellos sentimientos vuelven a mí con fuerza. Siento de nuevo la soberana impotencia. La rabia. Las ganas de coger a Miguel del cuello y tirarle cabezo abajo.
            Santa Águedica se había acabado para nosotros.

….


Estooo… ¡Muy bien, cariño!
Estaba en la inopia y apenas he escuchado su descripción, pero confío en que habrá visto ante sí un fabuloso edén que el ser humano jamás percibió. Eso significaría que también ha heredado mis ojos y que ese primer premio juvenil de poesía que obtuvo el mes pasado ya debería saberle a poco. Si se esfuerza y es constante, algún día le llegará el éxito y seguro que lo saboreará mejor que yo. Porque ella no tendrá a Miguel en cada una de sus obras, reflejado una y otra vez en diferentes personajes para librarse poco a poco de su carga.
Ahora es el momento idoneo. Ahora, que Santa Águedica y el recuerdo de Miguel se conjuran por nosotros. Observo a mi nieta en silencio mientras sigue absorta con el paisaje.
—Cariño… Voy a contarte una historia.
No tengo el valor de mirarla. Ella sigue tan extasiada con la vista bucólica que parece no escucharme. Espero unos segundos más.
—Por eso estamos aquí realmente, ¿no? —Ese semblante fiero no me gusta nada. No deja de mirar al frente–. Así que crees que la quimio va a salir mal y tienes que hacernos traerte al pueblo para esto. ¡Joder! No puedo creer que estés tirando la toalla…
María se está yendo por otros derroteros y no me deja ni siquiera que me explique. Su voz se quiebra de pronto. En unos instantes, una sombra de pena cubrirá su cara y se echará a llorar. Estará horrible cuando lo haga y la atmósfera mágica de confianza que había creado para nosotros, desaparecerá.

….


Más de un centenar de personas congregadas junto a la cruz del poblado.
Los jóvenes reclutados del pueblo se encontraban allí listos para partir de inmediato al frente. Miguel y Sebitas estaban entre ellos, uniformados y con sus petates preparados.
En general, los rostros de aquellos inminentes soldados del ejército republicano eran un auténtico drama, pero había que detenerse un segundo en el semblante del hijo del “cortapelos” para comprender bien la situación.
Al menos, Miguel no gimoteaba ni se abrazaba desconsolado a sus familiares y amigos como hacían otros, pero era inevitable verle cabizbajo y tremendamente desorientado. De vez en cuando, el pobre levantaba la cabeza y escrutaba entre la multitud porque, a pesar de que apenas nos hablábamos desde aquella discusión, creo que siempre tuvo la corazonada de que su mejor amigo acudiría finalmente a despedirse de él.
Yo, escondido mientras entre mis paisanos como una alimaña asustada y huidiza, no dejaba de esquivar su mirada furtiva a la vez que intentaba decidir qué era lo que debía hacer antes que cesara la música de la banda del pueblo y algún miliciano diera la orden definitiva de marchar.
—¡Hombre, Ramón! ¿Por qué te escondes?… ¿Es que le tienes miedo a la guerra?—. Era Mariano quien me sorprendía por detrás echándome el brazo encima. Desde que había estallado la guerra, el muy chaquetero se arrimaba más a los hijos de los señoritos, que eran todos más fachas que la camisa de Franco—. Qué suerte que nos hayamos librado de ir al frente con estos, ¿verdad? Pobrecicos… Sus familias no tienen el mismo trato con los señores que el que tienen las nuestras —.Señalaba entonces hacia Miguel y Sebitas con una sonrisa burlona—. ¡Tendrías que estar contento, joder! ¿A qué viene esa cara de muerto?
—¡Ramón! ¡Eh, Ramón!
Esa voz no podía ser otra que la de Miguel. Giré mi vista hacia los reclutados. Estaba a punto de formar filas y no hacía más que mirar con el brazo levantado hacia dónde yo me encontraba. El corazón me latía furioso y salvaje. ¿Por qué se marchaba a la guerra sin mí? ¿Acaso era yo la causa de su partida inminente?
Algo había cambiado en mí desde nuestra acalorada conversación en Santa Águedica. Por primera vez, había mirado en mi interior y aquello que me había revelado me producía más temor que la guerra misma.
—¡Ah, ya veo! —exclamó Mariano al ver a su antiguo amigo reclamando mi presencia—. O sea, que has venido aquí realmente a despedirte de ese marica. ¡Y yo que creía que eras todo un machote! Al final, va a resultar cierto eso que dicen por ahí de vosotros.
—¿De nosotros? ¿Y qué dicen pues de nosotros, si puede saberse…? —. El miedo y la confusión que volvían titubeantes mis palabras, causaban mayor efecto en mí del que había podido esperar. Estaba ya tan harto de esas malditas habladurías, de esas palabras tan hirientes e impronunciables, tan asqueado de las bochornosas burlas de desgraciados como Mariano…
—No querrás que te lo diga aquí, delante de medio pueblo… —contestó el imbécil, sin dejar de parecerle gracioso—. Vamos, a no ser que quieras que todo Escatrón sepa que el Miguel y tú sois maricones y que os dais por el culo un día sin otro detrás de la ermita. ¡A ver si os pensabais que nos tragaríamos la excusa de que estabas enseñándole a leer a escondidas!
En ese instante, la misma impotencia y rabia que casi hicieron que aquella noche agarrara a Miguel del cuello y lo lanzara al vacío, se manifestaron inmisericordes dentro de mí. No pude detener el odio y la furia que se desataron en mi interior a partir de ese momento. Lo siguiente que recuerdo fue mi puño hundido en la boca del estómago de Mariano, al que pillé desprevenido y debí dejar un buen rato sin respiración. Después, inevitablemente, volví a fijarme en Miguel, que se encontraba ya formando y a punto de iniciar su éxodo irreversible del pueblo.
Los músicos se disponían a tocar su última partitura, cuando salí de entre el gentío y me planté ante él. En la vida no me habré arrepentido más de otra cosa que no fuese de aquello.
—¡Vete de aquí, maricón! ¿Me has oído bien? ¡Maricón! —le grité con toda mi alma—. Ahora huye, cobarde. Eres la vergüenza de este pueblo. ¡No queremos volver a verte nunca más! ¿Me oyes? ¡Nunca!

….


—¿Eso le gritaste, yayo? —. No pude haber sido más cruel, allí delante de todo el pueblo. María piensa lo mismo que yo. Esta imagen repentina de su yayo Ramón se encuentra a años luz del abuelo ideal. El vivo ejemplo del mito caído.
No hay pañuelos que puedan enjugar más lágrimas de las que he derramado por Miguel a lo largo de estos duros años. La chica es consciente de ello cuando me limpia tiernamente las mejillas con la manga de su propia chaqueta.
Me quedo observándola, preocupado, y entonces ella empieza a cabecear y sonreír. Con los ojos empañados y la boca torcida, está extrañamente divertida.
—¿Sabe usted qué, Don Ramón Rojas, célebre poeta premiado en decenas de certámenes y eventos literarios, reconocido internacionalmente y muy querido en especial por su bella y prometedora nieta, María López Rojas? —me suelta de repente, cogiéndome de la mano. Cojones con la cría, no me esperaba esa verborrea feliz de sopetón.
Una carcajada tremenda se escapa de mis adentros, y a continuación, no puedo evitar atraerla hacia mí y abrazarla como nunca había hecho antes.
Ardo en deseos de saber lo que tienes que decirme, pequeña.
—Pues que tu nieta está muy orgullosa de ti por haberme traído a este lugar tan especial para contarme tu historia. ¿Por qué has esperado tanto tiempo a hacerlo?
Me encojo de hombros. Casi enmudezco. ¿Cómo podría decírselo?
—Verás… —me parece que voy a atascarme. No es nada fácil—, porque, al no estar ya la abuela, sólo tú podrías entenderme. Y luego se ha juntado también lo otro y...
Esto no era exactamente lo que pretendía. Los nervios me han traicionado. María hace una breve pausa y suspira.
—Yayo, no te vas a morir, ¿vale? Eres escatronero, aragonés y un cabezón redomado, y para acabar contigo harían falta muchos cánceres, tantos, que es mejor ni nombrarlos. —No puedo evitar que se me empañen los ojos. Es un bendito cielo, la muy jodida—. Siento mi reacción de antes. Ahora ya lo sé todo. —No, hija, aún no sabes nada−. ¡Bueno, sólo prométeme que vas a ser fuerte y que lucharás! Vamos a estar contigo en todo momento y no vamos a permitir que te rindas, ¿te has enterado bien?
—Que sí, María, que ya lo sé. Pero con mis años, no voy a soportar ese tratamiento. Os habéis empeñado todas, pero me parece a mí que…
—¡Basta ya de tonterías! —me interrumpe, tajante. La miro con sorpresa y ella sonríe al percatarse de mi gesto. Esta nieta mía nunca dejará de sorprenderme. Parece que lleva bastante bien lo de mi enfermedad, después de todo.
—Yo también estoy muy orgulloso de ti, cariño. Y muy agradecido, no sabes cuánto.
—Dejemos el tema, ¿vale? –continúa seria. Asiento con la cabeza y me acabo de secar los lagrimales –. Ahora, por favor, no me dejes en vilo y acaba de contarme lo que le pasó a Miguel.

….


Le esperé mucho tiempo aquí, en Santa Águedica. Algo de mí se fue con él aquel día, que acabó sembrándome de continuos remordimientos. A partir de entonces, me convertí en una especie de alma en pena errando por el calvario, sentado sólo y triste en el pórtico de la ermita.
Los pocos muchachos que regresaron vivos de la guerra apenas me aportaron datos sobre el posible paradero de Miguel. El Sebitas, que se echó al monte durante muchos años durante la contienda para regresar años después hecho un cristo, me contó que Miguel y unos cuantos más del pueblo fueron enviados a luchar en la batalla del Ebro. Ninguno de ellos regresó.
—¡Espera, Ramón! No te vayas aún, hombre.
—Ya me has contado suficiente, amigo. Me he alegrado mucho de verte. Qué suerte que hayas vuelto después de estos años.
—Es que tengo que contarte algo más sobre Miguel.
—¿Ah, sí?
—Creo que, a pesar de lo que le dijiste en la cruz cuando todos marchamos a la guerra, él no te guardó rencor, ¿sabes?
—¿Cómo? Vamos a ver, ¿qué estás diciendo?
—Mira, durante los dos meses siguientes que seguí con él, no dejaba de repetir que desertaría si viera que su vida corría peligro, con tal de volver al pueblo y pedirte perdón por todo que te había hecho.
—No puede ser, Sebas. ¿Estás seguro?
—¡Anda, déjalo estar, Ramón! Ese pobre diablo seguro que se alistó para no hacerte más daño y que fueras feliz. Agradéceselo allá donde esté. ¡Y no te culpes más, ostia! Él no habría querido eso. Además, todos sabíamos… el aprecio especial que te tenía. No hubiera sido nada bueno para ti, créeme.
            Aquel día, las noticias que trajo el Sebitas me desconcertaron, pero encontré en ellas el consuelo suficiente para seguir adelante. A pesar de eso, mi herida nunca se acabó de cerrar.

….


Ostras, yayo. No sé qué decir. Estoy un poco… confusa.
María se zafa lentamente de nuestro abrazo. El transcurso de mi relato nos ha agotado a los dos. Presiento que dentro de ella queda cierta desazón, como si hubiera alguna parte de la historia que no acabara de entender. Cavila demasiado, como si dudara por algo. Soy tremendamente consciente de ello. Mi nieta es demasiado lista para que se le hubiera pasado por alto un hecho tan evidente.
—No sé… Igual no te he entendido bien, pero es que hay algo que no me cuadra en todo esto—. Siento de pronto un leve escalofrío. María ha debido notarlo.
—A ver, ¿qué parte es la que no has entendido, hija? —le replico, incómodo—. No me apetece tener que explicártelo todo de nuevo. Saca tus propias conclusiones pero no intentes hurgarme en la herida.
Vamos, a ver —explota—, tienes que reconocerme que te has pegado toda la vida sufriendo inútilmente por algo. ¡No es justo, de verdad! ¿Por qué has seguido siendo víctima durante tantos años?
—Para, María. Por favor, no sigas más por ahí. Déjalo estar y vámonos ya para casa, que tu madre ha dicho que volviéramos antes de comer.
—¿Por qué quieres irte ahora? Me extraña mucho que no te sientas por fin aliviado. ¡Si es lo que estabas deseando! Es que no entiendo por qué te has estado martirizando durante setenta y pico años, si tú no sentías lo mismo que Miguel. Vamos, que si hubieras estado también… pues eso, enamorado de él, lo entendería, pero si no…
Ya es suficiente. No quiero seguir escuchándola más.
—Maldita sea, no me retengas, María. Me duele todo, así que no tires de mí porque no tengo las rodillas como para bailar jotas.
—Dime que no sentías algo por él y nos iremos a casa, ¿de acuerdo? —me desafía—. Hasta que no lo hagas, no pienso soltarte ni moverme del sitio. Aunque utilices la fuerza e intentes salirte con la tuya, debes recordar que soy nieta tuya y que los cojones no sólo los heredan los hombres.
Siento que mi pecho va a estallar. Ni qué decir de todo el sudor que mana de mi frente. Estoy abochornado. Humillado por la sapiencia y la cabezonería de mi nieta.
Qué diecinueve años tan bien puestos. No va a parar hasta que lo confiese y me derrumbe como una torre de naipes. Es más dura e impasible que yo. Mi adorada niña rebelde no se conforma sólo con medias verdades.
Por un momento, te he visto en ella, camarada. Reprochándome toda la verdad, como aquella noche en Santa Águedica. Y he vuelto a avergonzarme de ello, lo siento. Debería haber medido antes las consecuencias para que la tremenda bofetada que me tenía reservada la realidad no me hubiera pillado desprevenido.
Tenías toda la puñetera razón y si ahora estuvieras aquí y pudieras volver a escupírmela, la seguirías teniendo. Y no me dolería en absoluto, porque eso es lo que fui, he sido y seré hasta el día en que me muera; un estúpido cobarde.
—¡Ya está bien de lloriquear! ¿Para esto has esperado tanto tiempo? ¿Por eso me has traído aquí?
            —No necesito que ahora seas tan dura conmigo, María. Esto no era nada fácil para mí.
Acabo de decirlo y parece que mis últimas palabras hayan sido un bálsamo para los dos. Ahora es ella quien afea su rostro cuando comienza a sollozar de nuevo. Yo tampoco pretendía esto.
—Estoy bien, yayo, de verdad. Lo siento mucho. En serio, perdóname por lo que te dicho. Lo que me pasa es no quiero verte sufrir, ¿sabes?
No hay otra cosa que me pida el cuerpo en este momento que abrazar a mi nieta con orgullo. Ahora comprendo por qué ha valido la pena esperar tantos años.
—Creo que ya ha llegado la hora de levantar el vuelo, hija —le susurro al oído—. Esto ha debido parecerle algo irónico, a juzgar por esa mueca de bobalicona que ha puesto—. No, maña, no creas que lo he dicho porque pensaba tirarme abajo. Aunque sí que te hubiera tirado a ti si no me hubieras soltado antes. ¡Menuda fuerza te gastas con lo escuchimizada que pareces! En eso también eres igualica que tu abuela.
A duras penas logra levantarme de nuevo. Sin embargo, no me duelen las canillas como antes.
Que me siga ahora, si se atreve. Tengo una cosa más que mostrarle.
Creo que te lo debemos, Miguel.

....


Abuelo y nieta sentados en el pórtico de Santa Águedica.
Los versos del poeta andaluz, ocultos bajo mi brazo; el “Romancero Gitano” en nuestro nuevo refugio privado de la ermita.
Ella no hace más que observarme expectante a cada movimiento que hago, a cada carraspeo de mi voz.
—Yayo, no sé qué pretendes ahora, pero me estás poniendo cardiaca.
¿Qué esperará que haga, sino lo que más he extrañado siempre?
Mis manos tantean temblorosas bajo mi chaqueta hasta dar con él. A pesar del paso de los años, se había conservado bien en mi biblioteca. Suerte que recordaba exactamente dónde estaba justo antes de venir al pueblo.
—¿Es eso lo que creo que es? —me pregunta cuando lo coloco sobre mis piernas.
El tomo descolorido. Sus bordes desgastados de tanto uso. Un extraño escalofrío recorre mi cuello cuando me dispongo a abrir la tapa. Yo no soy quien debe hacerlo.
—Toma, María.
—¿Es para mí? —.No puedo definir su asombro. Debe sentirse algo así como privilegiada. Alargo mi mano y le froto el cabello con toda la dulzura y el cariño que puedo. Las siguientes palabras me salen solas.
—Ahora lee, hija. Lee…
Y ya nada más le diré hasta que se canse de recitar.

Ahora me siento tan feliz, tan liviano…
Tan libre que siento patear de nuevo aquellas vejigas hinchadas de cerdo en las eras de allá abajo; tan libre como cuando les leía cuentos y fábulas a mis amigos en este mismo pórtico de Santa Águedica, o cuando le recitaba aquí a Miguel en la intimidad aquellos versos de Lorca, nuestro genial poeta andaluz.
Lo único por lo que María debería estar realmente orgullosa de mi, es porque la haya elegido a ella para revelarle mi tortuoso pasado. Ojala tenga mucha suerte en esta vida que le queda por delante. Que lea, escriba mucho y haga siempre lo que le dicte el corazón. Y que no deje que nadie le haga sentir miedo de si misma.
No me equivocaba con ella, amigo mío. Mi nieta era la única persona que podía entenderme, pues no tuve el valor suficiente en su día para contárselo a su yaya Rosita, ni a nadie…
Ni siquiera a ti, querido Miguel.



D.R.G.



viernes, 24 de agosto de 2012

Extracto del primer capítulo de la novela "El Legado de Christie: Diario de Owen", en la que participo.


miércoles, 15 de agosto de 2012

"El Legado de Christie" se acerca...


MUY PRONTO, LA HUMANIDAD DESEARÁ NO HABERSE EXTINGUIDO.


El primer trabajo colaborativo entre dos madrileños (David Ruiz Del Portal y Juan Antonio Abad González "Juapi") y un aragonés (David Rozas Genzor) comienza a rodar.

De momento, sólo podemos confirmar que "El Legado de Christie" es una novela de terror que transcurre dentro de un escenario post-apocalíptico donde su protagonista, Owen Duran, narrará sus propias vivencias a través de un diario. Aunque pueda parecer una historia manida, "El Legado de Christie" está lleno de momentos y giros inesperados que sorprenderán y atraparán al lector.
Esta sólo será la primera parte de una obra que apunta a trilogía y que podrá leerse por separado, como historias independientes con escenas y marcos comunes, o de manera encadenada para entender completamente el trasfondo y la trama en su totalidad.

Proximamente informaremos de las novedades en cuanto a su publicación, lanzamiento y fechas de presentaciones. Muy pronto también tendréis imágenes de las ilustraciones del libro, realizadas por el genial Juapi, y leeréis extractos del trabajo conjunto del dúo "David R." (Ruiz del Portal y Rozas), así como publicaremos una sinopsis de la novela.

Hasta pronto, amantes del terror.



D.R.G.

miércoles, 8 de agosto de 2012

NUNCA DEJARÉ DE VERTE



NUNCA DEJARÉ DE VERTE


El día que Flora salió de paseo bajo la lluvia, nadie se percató de su ausencia hasta que el sol salió de nuevo entre las nubes. Todos los familiares, que habían deambulado resignados por las instalaciones acompañando a los suyos, estaban ya de regreso a sus respectivas casas cuando la auxiliar de guardia, en plena vorágine de recuento de residentes, uno por aquí errante, otro por allá gritando, aquel anclado al asiento sin dejar de llorar, se extrañó al ver el rincón de Flora desocupado. Las plantas que ella cuidaba con mimo permanecían todavía al otro lado de las hojas del cristal que daban al patio trasero, anegadas en sus tiestos como un pluviómetro olvidado. La voz de alarma cundió en el pabellón, interrumpida por gritos y aplausos, hasta que el director decidió dar parte a la autoridad. Mientras, Flora caminaba por los verdes pastos, calada hasta los huesos, con la única esperanza de hallar la senda correcta que la llevara hasta su hermana. Y tanto anduvo bajo la recia cortina de agua, que se desorientó. Pero aterida de frío incluso, logró vislumbrar una antigua señal que la animó a seguir adelante; el viejo roble en lo alto de la loma, su lugar de encuentro. Tenía que estar allí; María se lo había prometido hace algún tiempo. No sabía exactamente cuándo, pero eso era todo lo que podía recordar de su vida junto a ella.

    El prado apenas había cambiado desde la última vez que anduvo por allí. La llanura extendida hasta más allá donde alcanzaba la vista, las suaves pendientes que emergían de la nada donde las gemelas rubias jugaban a lanzarse rodando, y las cercas de alambre para las reses que en cierta ocasión le lastimaron un traje precioso de lilas estampadas mientras las dos huían de una travesura. No conseguía recordar de cuál de tantas se trataba, pero sí la añoranza de la piel arrugada en el rostro, las lágrimas aflorando sin descanso y aquel intenso dolor de barriga que compartieron juntas durante un tiempo que para Flora había transcurrido como un suspiro.
   “Te juro que nunca dejaré de verte”, le dijo María el día en que las separaron. Eran tan hermosas y vivarachas, y tan dilatadas las deudas de su padre, que este no tuvo más remedio que prescindir de una de sus gemelas. Un capricho del Señor Conde, que al parecer, no podía dar hijos a su bienamada esposa. Las hermanas se vieron durante algunos meses y en contadas ocasiones bajo aquel árbol, gracias a las fugaces escapadas de María. En el poco tiempo del que disponían, recordaban sus travesuras y andanzas. María le traía cestos llenos de comida y alguna muñeca de trapo que le confeccionaba la Señora Condesa, y le contaba muchas cosas de la vida en palacio. También le confesaba una y otra vez que echaba mucho de menos a su mamá de verdad y nunca dejaba de mandar muchos besos y abrazos a sus antiguos compañeros del cole. Doña Margarita era mejor profesora que la bruja que le daba clases particulares, y no le tiraba del pelo cuando se equivocaba en el cálculo o cometía faltas de ortografía. El Conde opinaba que así era mejor para ella. “Sólo la disciplina puede adiestrar a las fieras”, le decía cuando acudía a él para explicarle sus infortunios. Sin embargo, pese a que no parecía haber cambiado en absoluto desde su estancia en el palacio, Flora no podía disimular su preocupación ante el notable oscurecimiento de los rizos de color platino que tanto la caracterizaban.
  
   Los cabellos blancos se adherían a su frente como si fueran pringue. En un momento transitorio de lucidez, Flora se percató de la inexistencia de calzado bajo sus pies. Agachó la cabeza, extrañada, y los encontró cubiertos de barro y salpicados de pequeñas islas de piel lechosa con venitas azules. Sonrió, y se imaginó en ese instante a su madre esperándola en la puerta de casa con su alpargata de esparto en la mano. “Estaba jugando con la tata”, le confesaba sin pudor. En aquellas dulces correrías debía estar pensando Flora para seguir caminando encorvada hacia el viejo roble, con los brazos cobijados bajo su empapada chaqueta.
   Un día lluvioso de domingo como el que nos ocupa, pero ya muy lejano, María no acudió a su cita. Insatisfecha y preocupada, su hermana Flora recorrió el par de kilómetros que distaban entre el viejo roble y el palacio de los Condes de Tamarindo, para plantarse en la puerta de la mansión y aporrearla a aldabonazos. Un señor mayor de aspecto gracioso por su atuendo la recibió, y quedó sorprendido de inmediato al reconocer en ella a la misma señorita María. Pronto cayó en la cuenta de quién se trataba Flora realmente, gracias a su participación en las escapadas prohibidas de la señorita. Luego, tuvo que contener la emoción cuando le reveló que la Señora Condesa y su hija María habían partido de improvisto a Barcelona dos días antes. Flora no entendió nada, y mucho menos cuando recibió la primera carta de María desde la ciudad condal. “Estoy muy bien aquí. Seguro que pronto nos vemos”. Todo lo demás apenas carecía de significado, no sólo porque aún no supiera leer bien o porque las cartas no vinieran acompañadas de queso, vino y embutidos, sino porque aquellas palabras que le escribía su hermana ya no le arrugaban la cara para hacerla reír.
  Y así transcurrieron diez meses hasta que las gemelas tuvieron su primera menstruación en la distancia, dos años y tres meses hasta que María ingresó en un colegio de monjas, y casi cuatro años hasta que Flora recibió su última correspondencia. En ella, María decía que estaba algo enferma porque había empezado a toser mucho. Ya no podía asistir a clase, pero las monjas no se cansaban de repetirle que se iba a poner buena porque tomaba muchas cucharadas de una medicina horrible que sabía como las sopas de su verdadera mamá, y porque contaba con la ayuda de la Virgen de Montserrat, a la que rezaba constantemente.





    Flora acarició el tronco nudoso. Sus largos dedos tamborileaban en la madera. No acertaba a comprender porqué le sangraban ni qué hacía ese feo raspón atravesando su antebrazo; sin embargo, no le importaba lo más mínimo. Sonreía pese al frío atroz que atenazaba todos sus músculos y que le hacía castañear los pocos dientes que lucía. Recorriendo con la palma de su mano la corteza del viejo roble, se dobló lentamente sobre sus rodillas, que chasquearon quejicosas, y se acurrucó entre las raíces al calor de sus propios recuerdos y la añoranza de María. Cuando más reconfortada estaba, cerró los ojos y se abandonó al sueño.
    Se despertó en un prado bien distinto, salpicado de colores intensos, donde la hierba crecía azul celeste hasta más allá del horizonte. Un sol oscuro de aureola deslumbrante volvía a dorar su cabello ante sus ojos. “Caray”, exclamó cuando sus pupilas se acostumbraron a la nueva luz. El cielo era verde, verde manzana, más intenso que la hierba salvaje del prado que siempre había conocido, y la brisa le trajo esos trinos de gorriones y petirrojos que nunca había olvidado. Se halló extasiada a la sombra del árbol, cuya copa poblada de hojas de todos los tamaños y colores la cobijó en una atmósfera fresca y agradable.
   De un salto se alzó de pronto con una sonrisa que le colgaba de oreja a oreja, y buscaba a su hermana en medio de aquel vasto océano de tonalidades. María siempre la visitaba en sus sueños, solo que aquel era tan vívido y maravilloso que Flora se desorientó hasta tal punto que llegó a marearse. “Ya te acostumbrarás”, dijo de pronto una voz muy familiar detrás de ella. Flora se giró rápidamente y la encontró allí, escondida tras el tronco, aguardándola serena. Sus rizos eran dorados, casi platinos como lo fueron antes de que se la llevaran a palacio, y su carita inocente y risueña poseía la hermosura que las identificaba. Flora cerró los ojos y dejó que su gemela la abrazara. Rieron felices hasta que les dolió la barriga, mientras inspiraban los aromas de sus cabellos y se lamían la mejilla la una a la otra entre risotadas, como lo hacían los gatos que vagaban por el campo. Entonces, unas voces que procedían de las faldas de la loma las interrumpieron. Parecían unos hombres. “¡Señora Flora!”, gritaban, “¿Está bien?” María le sonrió pícaramente y se acercó después a su oído para hacerle una divertida proposición.

   Los dos efectivos de la Benemérita y el propietario de la finca llegaron a las faldas de la loma, todos ellos con la lengua fuera y las botas llenas de barro. Había dejado de llover hacía más de cuatro horas, desde que el director de la residencia “El Palacio de los Tamarindo” efectuó la llamada de emergencia al cuartel del pueblo y comenzó la búsqueda de la anciana por toda la zona. Anochecía. El más veterano de los guardias, al mando del volante del todoterreno, se disponía a solicitar ayuda a las dotaciones de los municipios vecinos, cuando recibió una llamada en su móvil. Descolgó el manos libres y habló con uno de los ganaderos del pueblo, quien, alarmado, le comunicó que había visto deambulando por su propiedad a una extraña mujer, a la que había sorprendido desde la lejanía sorteando con pasmosa facilidad una cerca de alambre de espino. Enseguida, los guardias se plantaron en la entrada de la finca, donde el dueño les aguardaba con expectación, y anduvieron a pie campo a través hasta aquel vallado. En la alambrada hallaron un trozo de tela y algunas gotas de sangre que afortunadamente la lluvia no había eliminado por completo. “Más allá no hay nada donde guarecerse”, les indicó el amo de la propiedad, “sólo el viejo roble”.
    Así, los tres, apresurados y nerviosos, llegaron hasta la pequeña loma sobre la que se erigía el árbol. Desde la distancia adivinaron a una persona sentada junto a su tronco y, como si la conocieran de toda la vida, comenzaron a gritar su nombre. Subieron el desnivel a buen ritmo sin obtener respuesta. Siguieron ascendiendo y gritando. Uno de los guardias se adelantó a los otros y, cuando iba a llegar a lo alto, escuchó de pronto unas risas infantiles que parecían arrastradas por la brisa. Se detuvo en seco. “¿Habéis oído eso?” Nadie le respondió unos metros más abajo. A punto de comenzar el repecho final, el guardia presenció cómo los matojos de hierba que le separaban de la cima se movían, y sintió una extraña corriente helada que le atravesó de lado a lado, erizándole el vello por completo. Los dos hombres que le seguían también percibieron aquella sensación repentina que el hallazgo posterior acabó por hacerles olvidar. Así no supieron que, invisibles a sus ojos, las gemelas Flora y María volvieron a disfrutar rodando pradera abajo como si el tiempo nunca las hubiera distanciado.


 
D.R.G.