jueves, 7 de junio de 2012

EL SÓTANO - La comida está lista

La comida está lista


Un nudo de rabia y angustia se atasca en la garganta de la mujer. Está histérica. Le gustaría gritar y liberarse de tanta presión pero sabe que no sería capaz. No podría articular palabra alguna. La bruja caerá como un pesado fardo en menos de nada y Paula necesita que su mamá la recoja del suelo y la tranquilice.

 Crujidos lentos en el piso superior. El ogro está maquinando su estrategia vencedora con total parsimonia, sabedor de que tiene la cazuela encendida, el agua a punto de ebullición y los ingredientes frescos esperando.
            Que se joda la puta, piensa. Y Susi que se joda también. A su mujer le quedaban dos telediarios. Sería una pena no tener a nadie con quien joder, pero era mucho mejor una buena reserva de comida para varios meses que un coño apestoso. Siempre podría satisfacerse él mismo. Y tenía a David. A él no le haría nada de eso, no sería capaz. Alguien debía continuar su legado y no quería estar solo hasta que llegara su hora. Los dos se las arreglarían genial. Lo jodido sería explicarle al crío que había que comerse a su madre, pero al final tendría que aceptarlo por cojones. “Hay que tirar p’alante, chico. Siempre p’alante”.
 
La degollaría ahí mismo. Le clavaría la madera hasta el fondo de la garganta. La bruja quería quedarse con su Paula. Ahora apenas respira. Ni se mueve. Pesa demasiado, la agota. Paula no deja de llorar. Seguro que tiene el rostro enrojecido y está muerta de miedo. Se dañará su pequeña garganta, se quedará sin respiración y…
            La mujer se dobla sobre sus rodillas acompañando a Susana hacia el suelo. Un hilo de saliva de ella se le queda pegado a la cara. Siente un débil halito de vida acariciar su mejilla. Debería sentir lástima por ella, ayudarla; quizá la necesite ahí arriba. Con la madera sanguinolenta en una mano y la linterna en la otra, se mueve en dirección hacia su pequeña. La cadena da lo justo para llegar hasta el rincón. Quita los sucios cartones y la ilumina con la linterna. En ese preciso instante, la niña enmudece. La luz. A su madre le parece un ángel; hermosa, pura, inocente. Los nervios y la presión acumulada hacen que rompa a llorar. Su pequeña. Deja la madera y la linterna en el suelo, se limpia la mano en el pantalón y se agacha sobre ella. Lo hace rápido, echa en falta la luz. Le pasa una mano bajo su cabecita sudada y la levanta con la otra. Está temblando. Paula sacude sus bracitos cuando siente el rostro húmedo de su madre sobre ella.
            —Ya estás con mami, mi vida.
            Antes de recoger la linterna, pasa la mano por la carita de su bebé. Ni una sola lágrima. Después, retrocede con ella en brazos y vuelve hasta la bruja. Dirige la linterna hacia su cuello. La herida sólo es superficial, aún rezuma algo de sangre. Entonces, Susana se gira sobre sí misma y se coloca de costado frente a ellas, con los ojos entreabiertos. Con la boca abierta de par en par. Observándolas fijamente.
            —No piensas renunciar a ella, ¿verdad? —La mujer traga saliva. Paula se remueve inquieta entre los brazos de su madre.

 Se oyen nuevos crujidos, más de la cuenta. Y también voces, susurros. La mujer se pone en guardia. Espera. Empuña de nuevo su arma improvisada en la mano derecha y dirige el haz tembloroso con la izquierda hacia lo alto de las escaleras. Los crujidos cesan. Distingue la voz atenuada del ogro. Luego, los pasos descendiendo peldaño a peldaño. Suaves, ligeros. Pronto, la mujer puede ver unas piernas más pequeñas de lo normal y unas manitas. “¡Qué cabrón…!” Aprieta los dientes. No deja de apuntar con la linterna. El visitante se arrodilla a mitad del tramo de escaleras y se deja ver. Cierra los ojos deslumbrado por la luz.
            —¿Dónde está tu padre? —le inquiere ella nerviosa.
            El niño está pálido y ojeroso. Parece un muerto en vida. El flequillo castaño se descuelga sucio y apegotonado sobre su frente. Lleva la misma ropa de siempre; el suéter rojo con letras bordadas apenas legibles por la mugre y los pantalones de pana de algún color que antaño se parecía al beige.
            —¿Qué tal está mi madre? —pronuncia con un tenue hilo de voz.
            Durante unos segundos, se hace el silencio.
            —Hijo…
            Susana lo rompe cuando sale de su ensimismamiento. Arrullar a Irene entre sus brazos era el mejor regalo que le podían hacer. Tenerla pegada a su cara, sentirla viva. Poder despedirse de aquel mundo salvaje y cruel de la mejor de las formas.
            —Baja aquí, David —reacciona la mujer de la linterna—. Ven con tu madre. Te necesita.
            El niño se da media vuelta y agacha la cabeza.
            —No puedo… No me deja.
            El ogro. ¿Qué estará preparando allí arriba? No debe estar en la casa, deduce, pues no habría dejado bajar a David solo.
            —Tu padre… ¿Está en el cobertizo?
          Despacio, el niño introduce la mano en uno de los bolsillos laterales de su suéter y saca algo pequeño. Sin mirar a la luz, arroja el diminuto objeto al sótano, vuelve rápido a erguirse y echa a correr escaleras arriba.
            —¡La comida está lista, puta! —grita sollozando mientras se aleja.

CONTINUARÁ...