lunes, 27 de febrero de 2012

Encuentro de miembros de la web "LA CASA DE LOS LIBROS PERDIDOS"

Una vez más los/las reseñistas literarios más guapos/as y simpáticos/as nos juntamos en un restaurante de la capital maña para departir de nuestros temas, libros e inquietudes y comentar el estado de nuestra web, "La Casa de los Libros Perdidos".


Como ya sabéis, allí podeis encontrar las novedades literarias del momento y unas amplias críticas de ellas. 
En "La Casa de los Libros Perdidos" vivimos de los libros, nos alimentamos de ellos... No dejaremos que los libros sean olvidados. http:\\www.casadelibrosperdidos.com.

Saludos!

D.R.G.


sábado, 25 de febrero de 2012

Unos consejos prácticos para todo escritor

Un colega del mundillo, Javier Pellicer, los colgó recientemente en su Facebook y, la verdad, son consejos básicos y primordiales que muchas veces descuidamos o pasamos por alto.
Seguro que os sirven, bloggers que también le dais al teclado de vez en cuando.
Un abrazo.


RESUMEN DE REGLAS PRÁCTICAS DE REDACCIÓN Y ESTILO
Gonzalo Martín Vivaldi
(Extracto del manual "Los desafíos de la ficción (técnicas narrativas)")

-Las palabras son los utensilios, las herramientas del escritor. Y como en todo oficio o profesión es imprescindible el conocimiento –el manejo- de los utensilios de trabajo, así sucede también en el arte de escribir. Nuestra base, pues, es el conocimiento del vocabulario. El empleo de la palabra exacta, propia, y adecuada, es una de las reglas fundamentales del estilo. Como el pintor, por ejemplo, debe conocer los colores, así el escritor ha de conocer los vocablos.

-Un buen diccionario no debe faltar nunca en la mesa de trabajo del escritor. Se recomienda el uso de un diccionario etimológico y de sinónimos.

- Siempre que sea posible, antes de escribir, hágase un esquema previo, un borrador.

-Conviene leer asiduamente a los buenos escritores. El estilo, como la música, también “se pega”. Los grandes maestros de la literatura nos ayudarán eficazmente en la tarea de escribir.

-“Es preciso escribir con la convicción de que sólo hay dos palabras en el idioma: EL VERBO Y EL SUSTANTIVO. Pongámonos en guardia contra las otras palabras.” (Veulliot) Quiere decir esto que no abusemos de las restantes partes de la oración.

-Conviene evitar los verbos “fáciles” (hacer, poner, decir, etc.), y los “vocablos muletillas” (cosas, especie, algo, etcétera).

-Procúrese que el empleo de los adjetivos sea lo más exacto posible. Sobre todo no abuse de ellos: “si un sustantivo necesita un adjetivo, no lo carguemos con dos”. (Azorín) Evítese, pues, la duplicidad de adjetivos cuando sea innecesaria.

-No pondere demasiado. Los hechos narrados limpiamente convencen más que los elogios y ponderaciones.

-Lo que el adjetivo es al sustantivo, es el adverbio al verbo. Por tanto: no abuse tampoco de los adverbios, sobre todo de los terminados en “mente”, ni de las locuciones adverbiales (en efecto, por otra parte, además, en realidad, en definitiva).

-Coloque los adverbios cerca del verbo a que se refieren. Resultará así más clara la exposición.

-Evítense las preposiciones “en cascada”. La acumulación de preposiciones produce mal sonido (asonancias duras) y compromete la elegancia del estilo.

-No abuse de las conjunciones “parasitarias”: “que”, “pero”, “aunque”, “sin embargo”, y otras por el estilo que alargan o entorpecen el ritmo de la frase.

-No abuse de los pronombres. Y, sobre todo, tenga sumo cuidado con el empleo del posesivo “su” –pesadilla de la frase- que es causa de afibología (doble sentido).

-No tergiverse los oficios del gerundio. Recuerde siempre su carácter de oración adverbial subordinada (de modo). Y, en la duda… sustitúyalo por otra forma verbal.

-Recuerde siempre el peligro “laísta” y “loísta” y evite el contagio de este vicio “tan madrileño”.

-Tenga muy en cuenta que “la puntuación es la respiración de la frase”. No hay reglas absolutas de puntuación; pero no olvide que una frase mal puntuada no queda nunca clara.

-No emplee vocablos rebuscados. Entre el vocablo de origen popular y el culto, prefiera siempre aquél. Evítese también el excesivo tecnicismo y aclárese el significado de las voces técnicas cuando no sean de uso común.

-Cuidado con los barbarismos y solecismos. En cuanto al neologismo, conviene tener criterio abierto, amplio. No se olvide de que el idioma está en continua formación y que el purismo a ultranza –conservadurismo lingüístico- va en contra del normal desarrollo del idioma. “Remudar vocablos es limpieza.” (Quevedo)

-No olvide que el idioma español tiene preferencia por la voz activa. La pasiva se impone: por ser desconocido el agente activo, porque hay cierto interés en ocultarlo o porque nos es indiferente.

-No abuse de los incisos y paréntesis. Ajústelos y procure que no sean excesivamente amplios.

-No abuse de las oraciones de relativo y procure no alejar el pronombre relativo “que” de su antecedente.

-Evite las ideas y palabras superfluas. Tache todo lo que no esté relacionado con la idea fundamental de la frase o período.

-Evite las repeticiones excesivas y malsonantes; pero tenga en cuenta que, a veces, es preferible la repetición al sinónimo rebuscado. Repetir es legítimo cuando se quiere fijar la atención sobre una idea y siempre que no suene mal al oído.

-Si, para evitar la repetición, emplea sinónimos, procure que no sean muy raros. Ahorre al lector el trabajo de recurrir al diccionario.

-La construcción de la frase española no está sometida a reglas fijas. No obstante, conviene tener en cuenta el ordene sintáctico (sujeto, verbo, complemento) y el orden lógico.

-Como norma general, no envíe nunca el verbo al final de la frase (construcción alemana).

-El orden lógico exige que las ideas se coloquen según el orden del pensamiento. Destáquese siempre la idea principal.

-Para la debida cohesión entre las oraciones, procure ligar la idea inicial de una frase a la idea final de la frase anterior.

-La construcción armoniosa exige evitar las repeticiones malsonantes, la cacofonía (mal sonido), la monotonía (efecto de la pobreza de vocabulario) y las asonancias y consonancias.

-Ni la monótona sucesión de frases cortas ininterrumpidas (el abuso del “punto y seguido”), ni la vaguedad del período ampuloso. Conjúguense las frases cortas y largas según lo exija el sentido del párrafo la musicalidad el período.

-Evítense las transiciones bruscas entre distintos párrafos. Procure “fundir” con habilidad para que no se noten dichas transiciones.

-Procure mantener un nivel (su nivel). No se eleve demasiado para después caer vertiginosamente. Evite, pues, los “baches”.

-Recuerde siempre que el estilo directo tiene más fuerza –es más gráfico- que el indirecto.

-No se olvide que el lenguaje es un medio de comunicación y que las cualidades fundamentales del estilo son: la claridad, la concisión, la sencillez, la naturalidad y l a originalidad.

-La originalidad del estilo radica, de modo casi exclusiva, en la sinceridad.

-Pero no sea superficial, ni excesivamente lacónico, ni plebeyo, ni “tremendista”, vicios estos que se oponen a las virtudes antes enunciadas.

-Además del estilo, hay que tener en cuenta el TONO, que es el estilo adaptado al tema.

-Huya de las frases hechas y lugares comunes (tópicos). Y no olvide que la metáfora sólo vale cuando añade fuerza expresiva y precisión a lo que se escribe.

-Huya de la sugestión sonora de las palabras. “Cuando se permite el predominio de la sugestión musical empieza la decadencia del estilo” (Middleton Murry). La cualidad esencial de lo bien escrito es la precisión.

-Piense despacio y podrá escribir deprisa. No tome la pluma hasta que no vea el tema con toda claridad.

-Relea siempre lo escrito como si fuera de otro. Y no dude nunca en tachar lo que considere superfluo. Si puede, relea en voz alta: descubrirá así defectos de estilo y tono que escaparon a la lectura exclusivamente visual.

-Finalmente, que, la excesiva autocrítica no esterilice la jugosidad, la espontaneidad, la personalidad, en suma, del propio estilo. Olvide, en lo posible, todas las reglas estudiadas, al escribir. Acuda a ellas sólo en los momentos de duda. Recuerde siempre que escribir es pensar y que no debe constreñirse al pensamiento, encerrándolo en la cárcel del leguyelismo gramatical o lingüístico.
  


Espero que os hayan gustado. ¡Seguro que sí! Ahora, no los olvidéis. 







D.R.G.

miércoles, 22 de febrero de 2012

EL ALMUERZO

EL ALMUERZO


Era un patio de recreo vulgar y descuidado; de toboganes oxidados y bancos de maderas rotas. Los dos permanecían ajenos al resto, sentados en su esquina de siempre, pegados al muro para que no les molestara nadie. El niño repeinado de porte estirado y bata de marca sacó el almuerzo de su mochila, lo llevaba envuelto en papel de aluminio. El otro crío, de pelo despeinado y cara sucia, metió la mano en el bolsillo de su bata y se plantó en la cara un par de galletas María.
            Casi había devorado su tímido sustento cuando el niño repeinado sólo le había quitado el envoltorio a un jugoso sándwich tostado, se lo había acercado a la nariz y había dicho:
            —Jo, esto me huele a mierda.
            El niño de cara sucia frunció el ceño con un gesto entre incredulidad y sorpresa, acabó de engullir el último pedazo de galleta y le contestó:
            —¿Cómo te va a oler a mierda? Es un sándwich.
            —¡Toma, toma! —le ofreció rápidamente Repeinado; era visible su sonrojo—. Compruébalo tú mismo, para que veas que no te miento. ¡Vamos, mete ahí dentro esa nariz sucia que tienes!
            Cara Sucia aceptó su ofrecimiento con timidez, le temblaban las rebanadas entre las manos. Lo cierto era que, sin haberlo acercado a su pituitaria, el almuerzo olía a un dulzor rico y agradable, para él muy familiar. Cuando ya lo tuvo bajo la nariz e inspiró suave, el aroma de cientos de manzanas verdes le invadió profundamente.
            —¡Hala, qué mentiroso! Si esto huele que alimenta. ¡Compota casera de manzana, como la que hacía mi mamá! —blandía perplejo el sándwich ante Repeinado, como si éste hubiera pronunciado un sacrilegio—. ¿Cómo puedes decir que esto huele a mierda, atontao?
            Repeinado no dejaba de observarle azorado, apretando los labios. No tardó nada en arrebatárselo de malas maneras.
            —Anda, dámelo, ignorante, ¡qué te sabrás tú! Si tu madre sólo te ha puesto unas tristes galletas para pasar la mañana. —Se acercó las rebanadas tostadas a la boca y volvió a hacer un mohín de aprensión—. Jolín, esto me sigue oliendo a mierda.
            —¡Qué tiquismiquis eres! Con lo que bueno que debe estar. Venga, pégale un muerdo de una vez, ya verás cómo te arrepientes de lo que has dicho —le animó, con los ojos tan abiertos y fijos en el sándwich que parecía devorarlo con la mirada.
            —Bueno, haré el esfuerzo —decidió sin mucha convicción—. ¡Mira que le había dicho a mi mamá que quería un bocata de lomo con queso y pimientos en vez de esta mierda de sándwich pringoso!
            Un balón perdido pasó muy cerca de ellos y rebotó en el muro, yendo a parar al regazo de Cara Sucia.
            —¡Ahí te quedas, Don Asquitos! —le dijo levantándose rápido del suelo con el balón en la mano—. Me voy a jugar un rato con estos.
            —¡No, espera! —le insistió Repeinado, tirándole de la bata— Si te quedas conmigo, te doy la mitad.
            Cara Sucia sonrió, no podía desperdiciar la oportunidad. Le pegó al balón todo lo fuerte que pudo con el empeine y volvió a ocupar su sitio junto a Repeinado, sobre los trozos de papel de aluminio con pegotes de compota de manzana y mantequilla.
            —¡Ya me lo estás dando! —le exigió con alegría.
            —¡Ah, no! —lo apartó de su alcance. Una de las rebanadas se despegó de la otra por el movimiento y se deslizó hacia un lado—. Espera primero a que yo lo pruebe.
            —¡Míralo, qué morrudo! Si te gusta, te lo zamparás todo y a mí no me dejarás nada.
            —¡Espérate! —se volvió y cerró los ojos. Acercó la boca hacia el pan, contuvo la respiración. ¿Y si estuviera bueno de verdad? ¿Y si le hubiera traicionado sólo el olor? ¿Lo iba a desperdiciar dándoselo al niño más mugroso de clase, a su único amigo?
            —¡Venga, no te lo pienses tanto, jolín!
            Le hincó los dientes. Sintió toda la pasta grumosa deshacerse en su boca. Tan blanda, tan esponjosa. Quiso deleitarse para hacer rabiar a su amigo Cara Sucia. Luego se le ocurrió volver a tomar aire y saborear el bocado. Entonces, abrió los ojos y puso una mueca de espanto. Le sobrevino una arcada y no tuvo más remedio que escupirlo.
            —¡Puaggg! ¡Pero qué es esto! ¡Si sabe a mierda!
            —¡Hala, no te pases! Seguro que estás de broma.
            —¡Que no, que no! —su gesto de asco lo decía todo, parecía ir bien en serio—. ¡Toma, pruébalo tú ahora! ¡Te lo doy todo! No quiero probarlo más.
            Cara Sucia dudó antes de hincarle el diente. Lo olió y lo palpó como si fuera un sabueso explorador, le pasó la lengua por los extremos de las rebanadas para saborearlo, incluso miró a Repeinado a la cara para ver si se estaba riendo de él. Y luego, cuando ya por fin lo aprobó, le dio un bocado con ansia viva, como si le fuera la vida en ello.
            Estaba saboreando el segundo y delicioso mordisco cuando Repeinado le interrumpió terriblemente furioso:
            —¿Pero se pude saber qué haces? ¿Es que no lo notas que sabe a mierda?
            —Te safrá… a dí —le contestó como pudo, con la boca llena. Intentaba tragar—. Esdá buenismo. —Sus carrillos se movían acelerados como los de un hamster pelando pipas.
            —¡Que no! ¡Si te digo que sabe a mierda, es que sabe a mierda! —apretaba los puños con fuerza y gritaba. Su rostro se estaba poniendo rojo de la ira, parecía que iba a explotar.
            —Que esdá bueno, tonto —seguía masticando convencido.
            —¡Que no, imbécil! —golpeó repetidas veces el muro con los puños, mientras unas tímidas lágrimas asomaban por sus ojos— ¡He dicho que sabe a mierda! ¡A mierda! ¡No te lo puedes comer!
            Cara Sucia sólo mordía y mascaba; le miraba cómo enfurecía sin decir nada, hechizado con cada acto de furia, sin llegar a comprender. La rabieta de Repeinado y el dolor que sentía en los puños de tanto golpear hicieron que comenzara a llorar desesperado.
            Pasaron casi dos minutos mientras uno acababa el almuerzo gozoso y pletórico y el otro se desgañitaba impotente. En ese intervalo, los dos no dejaron de mirarse. Algunos de los que jugaban a la pelota a pocos metros se pararon a observarles curiosos. Todos los niños del patio podían escuchar perfectamente el horrible llanto del niño repeinado desde cualquier lugar del recreo.
            —¿Sabes qué? —rompió el incómodo silencio Cara Sucia tras engullir el bocado final.
            El otro se sorbía los mocos intentando reponerse. Pasó la manga de su limpia bata por sus ojos irritados y su boca.
            —¿Qué? —alargó triste, como si se fuera a arrancar de nuevo.
            —Que sí que sabía un poquito a mierda. Un poquito sólo.
            —¿En serio? —Repeinado se quedó boquiabierto, sin saber muy bien qué decir.
            De pronto, la sirena del recreo volvió a sonar. Enseguida, decenas de caritas sonrientes y sudadas correrían hacia la puerta de la entrada al cole y formarían sus respectivas filas.
            Cara Sucia se había levantado del suelo y observaba la expresión curiosa de Repeinado, que no tenía intención alguna de levantarse.
            —¿De verdad que has notado el sabor? —soltó un hipido.
            —Claro —respondió Cara Sucia asintiendo con la cabeza. Luego le tendió la mano—. Vamos, llorón, que si llegamos tarde nos regañará la profe.
            —¡Prométemelo! —le insistió cuando le cogió de la mano y tomó impulso para levantarse.
            —¡Que sí, pesado! Pero mañana dile a tu madre que te haga ese bocadillo de lomo con queso, ¿vale? —Ambos echaron a andar hacia la puerta sin soltarse de la mano.— Y dile que sepa mucho a mierda, ¿eh? ¡No se te vaya a olvidar!




D.R.G.

viernes, 17 de febrero de 2012

EL EFECTO DEL BROMURO: A la caza de Moby Dick

Amigos, amigas, ¿qué tal os pareció el comienzo de la historia? Un auténtico personaje nuestro poli, ¿no es cierto? Ahora que ya ha visualizado a su objetivo, veamos cómo se desenvuelve. Comienza la caza...



A LA CAZA DE MOBY DICK


No cabía la menor duda, era él. “Tal vez hubiera sido mejor idea llamar a los de Greenpeace”, pensé para mis adentros. “¡Salvemos a las ballenas!” Y pensar que este primo lejano de Moby Dick abría su blog con el mensaje personal: “Soy un alpinista erótico; Me encanta recrearme en la ascensión al Monte de Venus.” Me pregunté en ese momento qué diosa de lupanar estaría dispuesta a que le demoliera el monte púbico semejante Godzilla.
            El gordo se acercó a la barra. Desde mi posición se le veía nervioso, resoplaba. Me imaginé el tufo a sudor rancio que desprendería en cuanto me acercara a él. Acarició un vaso de tubo con hielo cuyo líquido ya debía haber ingerido. Me dio mala espina y poca confianza desde el primer momento, pero había que hacerlo. El operativo lo había montado yo por mi cuenta porque debía limar asperezas con los jefazos del departamento. Sólo tenía que salir bien; yo proporcionaba cierto material de contenido infantil a Bola de Sebo a cambio de una importante cantidad de euros, conseguía que me acompañara fuera y mi equipo se le echaba encima. El pedófilo acabaría entre rejas y mi reputación de nuevo por las nubes; un ascenso tampoco hubiera estado nada mal, pero…
            —¿Qué tal? —me coloqué a su lado sin que se diera cuenta. Moby Dick casi dió un respingo.
       —¡Joder! —reaccionó. Su voz era grave y lenta, como la de un retrasado—. Supongo que eres Bromuro69, ¿no?
           —¿Quién si no se hubiera acercado a ti en este garito con esa pinta que llevas, Brad Pitt? —Había que dejar el pabellón alto, la entrada triunfal siempre es importante.
            Nos quedamos un par de segundos mirándonos. Mis suposiciones eran fundadas; el muy cerdo parecía que no se había lavado en años. Al menos, el efluvio a ginebra que emanaba de mi americana me ayudó a soportarlo.   
            —Bueno… Será mejor que vayamos al grano, ¿no te parece? —añadió, frunciendo el ceño, señal de que mi comentario le había ofendido.
            —Para eso estamos aquí —le respondí incómodo, levantando los hombros—. ¿Vamos fuera?
            —No pretendía seguir mucho tiempo aquí con esta camiseta. No encontré otra cosa para llamar más la atención. —Autocrítica y humor negro, casi me parto de la risa. —Tengo la pasta en la furgo. Una negra que hay aparcada dos calles más allá —puntualizó. Le temblaba la voz. Su actitud comenzó a volverse sospechosa, sólo que su forma de hablar y sus estrafalarias pintas hicieron que la pasara por alto.
            —Por supuesto, amigo. El dinero siempre es lo primero.
            Parecía mi puta sombra. De camino a la entrada, me pisó dos veces el talón y me empujó con su barriga sebosa como si quisiera refrotarse conmigo. Los moteros levantaron sus copas en cuanto pasamos a su lado: ¡”Vivan los novios!”, gritaron, festejando con la ronda a mi salud. “No os atragantaréis, escoria”, mascullé. Para más “inri”, las fulanas de la puerta pasaron del gordo y fueron derechitas otra vez a por mi. “Pero si tenéis más carne aquí detrás. ¿Es que, además de guarras, estáis ciegas?”.
            Agradecí el aire fresco del parking. Había más furcias, pero ya estaban ocupadas roneando con unos clientes. Me sentía más cómodo ahí fuera, en la calle, como en los viejos tiempos. Busqué la zona en la que estaban los chicos con el coche; las luces estaban dadas, nos tenían cubiertos. Todo parecía ir según lo previsto.
            —Sígueme, Bromuro —me dijo el gordo—, es por aquí.
            Entonces fui yo su sombra. No le pisé premeditadamente los talones porque me asqueaba el enorme rodal de sudor que decoraba el fondo de bikini de su camiseta. Echaba rápido el paso, tenía demasiada prisa. No me quito la duda de si en verdad era así o sólo fingió ser algo retrasado para darme el palo. En el juicio no parecía más espabilado de lo que fue esa noche.
            Salimos del parking sin hablarnos. De hecho, intenté sonsacarle información sobre sus amiguitos del chat, pero el tío se hacía el sueco de mala manera o se limitaba a gruñir. “Da igual, ellos también caerán. Tú sólo vas a abrir la cuenta”. Menuda cara de asombro iba a poner el jefe en cuanto le llamara para comunicarle el arresto. Le iba a levantar de propio de la cama. Creo que me empalmé sólo de pensarlo. Iba tan ensimismado en ello que no me aseguré de si los chicos nos seguían. Fui gilipollas.
            Dimos un rodeo a la manzana y encaramos una pequeña avenida con poca iluminación. Había una docena de coches estacionados en línea a ambos lados de la calle, uno de ellos la furgoneta negra del gordo.
            —Está ahí delante —resopló. Le faltaba el resuello.
            Sólo había sido una corazonada cuando le había visto en el garito, pero entonces algo me dijo que la cosa no pintaba del todo bien. Me giré a comprobar la presencia de los chicos y no había rastro de ellos. ¿Qué cojones estarían haciendo? Si los había visto con las luces dadas, con el motor en marcha a buen seguro… ¡Se iban a cagar! En cuanto cerrásemos el operativo, les iba a expedientar a todos.
            Ya habíamos llegado a la parte trasera de la furgoneta y los cabrones seguían sin aparecer por la esquina. Si las cosas se torcían, yo era un hombre curtido, con recursos suficientes y un buen par de cojones. Sin mi pipa, eso sí, pues este tipo de operativo no precisaba forzosamente el manejo del arma y me la había dejado en la taquilla. Además, ¿por qué no? Sería divertido darle unas buenas ostias al gordo. Por pedófilo, apestoso y… gordo. Odiaba a ese tío. Aún lo sigo odiando.
            La furgoneta estaba aparcada con las puertas traseras de frente a nosotros. No había otro vehículo estacionado detrás y ninguna farola cerca para alumbrarnos, estábamos realmente a oscuras. Ni podía ver la matrícula. El gordo se acercó a la parte trasera y abrió sin más una de las puertas.
            —La pasta está dentro —dijo sin mirarme. Subió de un salto al compartimento y desapareció como si lo hubiera engullido la furgoneta.
            Pero, ¿qué cojones estábamos haciendo? Me había dejado arrastrar hasta allí sin asegurarme de la cobertura. Los chicos seguían sin dar señales de vida, cosa que ya me mosqueaba bastante. Introduje la mano de nuevo en la americana y volví a palpar el localizador. Lo pulsé varias veces seguidas. No estaba viendo ni torta y encima el gordo había dejado las puertas de la furgoneta abiertas. ¿Por qué no las había cerrado antes con llave? No me cuadraba nada en absoluto, pero estaba tan cabreado con el puto equipo de apoyo que no reparé entonces que era imposible que él llevara las llaves encima si sólo vestía unas bermudas viejas sin bolsillo y la repulsiva camiseta del bicho esponja ese. Encima, se estaba entreteniendo demasiado. Apenas le oía hace ruido allí dentro.
            —¡Eh! —le advertí— Sal de una vez, no tengo toda la noche.
            —Tranquilo, tío —me contestó. Su respuesta sonó lejana—. No puedo ver nada.      El imbécil seguía despistándome. O era muy tonto o se estaba quedando conmigo. Volví a girarme hacia la esquina. Los coches pasaban de largo por la calle de atrás, ninguno giraba hacia nuestra dirección.
            —Oye, lumbreras —me cansé—. Voy a mi coche a por eso y mientras sigues buscando lo tuyo, ¿vale? —Esperé su respuesta durante unos segundos pero él no contestaba. Un escalofrío me sacudió en ese instante. Mi estómago rugió. ¿Cómo podía estar acojonándome?— ¡Eh, gordo! Yo me piro, ¿vale?
            Me jugaba así todo el operativo porque, si el pedófilo se rajaba, le perdíamos.  Estaba rabioso con los chicos y, a la vez, nervioso por el extraño comportamiento del gordo. “Les voy a trincar de los huevos en cuanto…” Estaba dándome la vuelta, intentando no apretar los dientes, cuando lo vi de refilón. Por el retrovisor del conductor, algo o alguien en el asiento del conductor. Mierda, el gordo no estaba solo. 



D.R.G. 
To be continued...

jueves, 9 de febrero de 2012

EL EFECTO DEL BROMURO: Club de Citas

Hola, amigos. 
¿Qué tal esta vez un poco de novela negra aderezada con mi toque personal?
Esta es la historia de un joven policía que decide montar su propio operativo para cazar a un pederasta... ¿os parece atractivo el argumento? Pues esperad a comprobar las vicisitudes a las que deberá enfrentarse nuestro amigo para colgarse alguna medalla.

Ahí va entonces. ¡Que disfrutéis!


 EL EFECTO DEL BROMURO: Club de Citas.

El local estaba hasta las trancas. Su tremendo aliento a nicotina, alcohol y perfume barato llegaba hasta la calle.
    El amigo de los niños ya estaba dentro. Finalmente, tras muchas conversaciones en el chat, había logrado citarme allí con ese engendro depravado. Miré el reloj, habían pasado diez minutos de lo convenido. Perfecto, si el pederasta había sido puntual, ya estaría comenzando a ponerse nervioso.
    Antes de introducirme en el antro, tuve que enseñarles a los dos gorilas de la entrada un buen plátano para que no estropearan el operativo. Un simple vistazo a mis credenciales y se abrieron más de piernas que las chicas de club. Entré.
    Los espejos del recibidor parecían escupir mi reflejo; “Menudo chuloputas”. Sonreí. Me costaba reconocerme con tanta gomina, las gafas de mosca, la americana celeste y los vaqueros ajustados que me aprisionaban el escroto. Cada paso que daba sentía como si me estuvieran retorciendo los huevos, pero reconozco que quedaba bien realzada mi modesta virilidad. “Suerte, maestro”, me dije. Lo hacía siempre que estaba a punto de saltar al ruedo. En todos los fregaos, sabía la hora exacta a la que entraba en la plaza, pero no cómo y cuándo saldría de ella.
    Una espesa cortina de humo me recibió en cuanto empujé la doble puerta que daba al interior, impidiendo mi visión. Buen momento para quitarme esas gafas aberrantes y guardarlas en la chaqueta. Apostada a un lado, acechante, me esperaba ya la primera muñequita. Jovencita del Este, 18-20 años, ojos azules, curvas peligrosas; un bellezón, de acuerdo, pero también una molesta lapa. Enseguida me echó mano al paquete, iba directa al grano, la muy zorra. Entre lo apretado que iba, sumado a aquella caricia lasciva, sólo me faltaba que el pequeño soldadito se pusiera firme y tuviera que subir a algún cuartucho de arriba a darle lo suyo a la rumana. Sacarle la placa o la verga para que me dejara en paz no eran buenas ideas, podría alertar al gordo si nos veía, así que tuve que deslizar un billete rápidamente bajo el picardías de la muchacha.
    —En otra ocasión, preciosa —le susurré al oído, mientras sacaba los dedos de sus bragas. Esencia de Loewe y un buen depilado íntimo, ¡qué lástima!
    “Debo centrarme en la faena”, me repetía a mi mismo, cada vez que evitaba los abrazos y las caricias melosas de las furcias que me asaltaron inmediatamente después. Entre tanto magreo, me limité a echar vistazos rápidos hacia la barra para ver si localizaba pronto al tipo. Chicas jóvenes de todas nacionalidades departían animosas conversaciones e intercambiaban risas y afectos varios en todas las mesas de la sala. Los lascivos varones que las ocupaban, de diversas razas y estratos sociales, se lo pasaban en grande arrimando la cebolleta y besuqueándolas. Creo que ellas casi podían escuchar, pese al repetitivo estruendo musical, el tintineo alegre en los bolsillos de sus clientes. Algunos de ellos exhibían orgullosos sus anillos de casados, como si se jactaran de ello. Obviamente, mi presa no se encontraba entre esa chusma.
    Tuve que acercarme más, evitando nuevamente a las tías −¡joder, cómo se notaba la crisis!− para descartar que el ciber-engendro no estuviera rondando por allí. Un greñudo que apestaba a whisky como para vomitarle encima, se levantó de pronto de una de las mesas por las que pasaba hacia el escenario y me golpeó la pierna con el respaldo de su silla. Incapaz de disculparse debido a la mierda que llevaba, se limitó a escupirme su apestoso aliento e insinuarme que le había impedido el paso. Los supuestos colegas que le circundaban dejaron inmediatamente el rollo cachondo que llevaban con las muchachas y me clavaron sus miradas asesinas. Una de las chicas que estaba con ellos me conocía, se llamaba Valeria y era de confianza. Al instante, se quedó mirándome, expectante, mientras sus amiguitas lerdas agachaban la cabeza. La cosa pintaba fea, aquella panda de moteros gays buscaba gresca.
    —¡Eh, pedazo de marica! —me gritó un calvorota con barbas de chivo—. Acabas de molestar a nuestro hermano. ¿Por qué no te disculpas?
    Aquello sonó más a amenaza que a educada recomendación. Me hubiera gustado estamparles la placa en sus narices para que se hicieran caquita, pero si no quería llamar demasiado la atención, tenía que bajarme irremisiblemente los pantalones.
    —¡Eh, chicos! —les tranquilicé sonriendo—. No nos llevemos mal por un simple malentendido. ¡Que corra el whisky a mi salud!
    Valeria se levantó en ese momento a abrazar al gilipollas causante del follón. Era demasiado consciente que podía liarse parda en cualquier momento si aquello se desmadraba. Le dijo algo al gorila en el oído y luego deslizó la mano despacio por su entrepierna. El otro cerró los ojos, complacido, antes de estampar su hocico peludo en los labios carnosos de la muchacha. “Te debo una, cariño”, le dije sin hablar, asintiendo. Ella me guiñó un ojo mientras el Bigfoot le metía la lengua hasta el garganchón.
    Seguí mi camino hasta la barra, dejando atrás mis sentimientos y las asquerosas risotadas de esos cerdos, que no dejaban de soltarme improperios y de reclamar sus putas botellas. “Os las metería por el culo, a ver si os hacían vacío”, pensé mientras me reconcomía por dentro. El tiempo pasaba, mi cita con el tarugo pervertido se estaba demorando más de la cuenta, y no sabía aún si él había llegado antes y me había visto escurrir el bulto con los macarras. Mantuve la calma y de nuevo caminé vista al frente. Mi objetivo debía encontrarse allí delante, en la atestada barra del club.
    No había un puto hueco en el que reposar el ojete. Personajes de amplio espectro copaban cualquier espacio que se prestase. Un par de metrosexuales con cara de gilipollas cuchicheaban algo mientras intentaba colarme a su lado, mientras una marimacho bien entrada en la cuarentena no dejaba de piropear a una de las camareras a mi izquierda. El mostrador estaba pegajoso; había empapado las mangas de mi mejor americana, pero me preocupaba más visualizar al sujeto en la inmensa L que dibujaba la barra, que lamentarme por el sablazo de la lavandería.
    —¡Eh, nena! —le grité a la Nancy rubia del otro lado del mostrador—. Ponles unos güisquis a los gorilas de esa mesa. —Señalé con el pulgar hacia atrás. La pava se acercó contoneando sus bonitas caderas. Esos melones no eran naturales, seguro. Me repugnaron sus labios recauchutados, igual pensó que las iba a mamar de puta madre antes de meterse el bótox. Por el gesto que hizo con el hocico, creo que se me notaba demasiado la aprensión—. Pero sólo una ronda, ¿eh? Y de la marca más barata.
    —Oye, chulito, ¿eres homooo? —La tortillera de mi izquierda me sorprendió soltándome esa mierda en la jeta, arrollándome con el cuerpo. Apestaba a ron—. Si quieres, podíamos ir a mi pisitooo —siguió balbuceando—. Tengo unos buenos juguetitos, ¿sabesss…?
    No me podía estar pasando a mí. En 14 años de servicio no había tenido una nochecita tan hijaputa. Y eso que me habían pinchado, disparado, apaleado… ¡Joder, sólo faltaba que toda esa panda de frikis me diera por el culo! Si tuviera que elegir de entre todos mis trabajos aquel que me había puesto las pelotas más gordas que dos melones de Villaconejos, sin duda éste se llevaba el premio. No recuerdo muy bien lo que le contesté a aquella viciosa sin acera, pero sí lo bonita que quedó mi chaqueta después de que me vertiera toda su copa por encima. Iba a cagarme en ese momento en todos los muertos de la bollera, cuando le vi meterse en los lavabos del fondo, justo al lado del pasillo de las cabinas.
    Era enorme y gordo pero se movía rápido, balanceándose hacia los lados. Bermudas desgastadas, pelo largo recogido en coleta, gorra roja… Sólo quedaba comprobar que en el torso de su camiseta apareciera un dibujo animado o personaje de ficción. Sí, en aquel tarugo se daba la conjunción perfecta, “Pedófilo y Friki”; aún así, la experiencia me decía que no debía fiarme. No estaba seguro si todo que tenía de grande también lo tendría de tonto. El pájaro estaba en la jaula. Las necesidades físicas le llamaban, ya fuera por micción, excreción o purga. Quizá alguna de las chicas le había calentado y se había encerrado a pelársela como un mono. Tampoco sería extraño que los niños no fueran su único motivo de excitación, y que el simple roce con una mujer madura le trajera a la memoria su insuperable complejo de Edipo. El caso es que no podía abordarle dentro, tenía que esperarle como habíamos acordado.
    La bollera se había alejado farfullando. Aún disponía de tiempo y margen de maniobra, pero de todas formas introduje mi mano en el bolsillo seco de la chaqueta y pulsé el botón del localizador para avisar inmediatamente a mi apoyo.
    —Cuando se ilumine la lucecita, estad preparados. En ese caso, tendré contacto visual con el pedófilo —les había dicho a los chicos antes de entrar al local—. Más vale que no os estéis comiendo la polla en ese momento o el Jefe se enfadará mucho, ¿entendido?
    —¿Qué Jefe? —me había contestado González, el bocas—. Si todo este operativo lo has montado tú. ¡Menudo marronazo! ¿A quién se le ocurre montar guardia a las cuatro de la mañana en el parking de una whiskería? Y encima, vestido de maricón.
    Me hervía la sangre al acordarme de ese capullo, pero no podía despistarme. No aparté la mirada de la puerta del retrete en ningún momento. Esos pocos segundos se me hicieron interminables. Todo a mi alrededor parecía moverse a cámara lenta; era como si estuviera sumergido inmóvil en el fondo de una piscina. El ruido se distorsionaba, los latidos de mi corazón se disparaban y sentía mis oídos a punto de estallar por la presión. Estaba a punto de ahogarme en mi piscina imaginaria cuando se abrió la puerta del retrete y respiré profundamente. Al fin pude verle de arriba abajo; allí estaba el dilatado causante de mi incursión al paraíso sexual del distrito, vistiendo una camiseta de “Bob Esponja” que aprisionaba sus flácidos pechos y una descomunal barriga que no podía albergar otra cosa que no fueran trillizos.


D.R.G.