domingo, 27 de mayo de 2012

EL SÓTANO - Entrantes


Entrantes

            —Vamos, puta. Ha llegado tu hora.
            El haz de la linterna apunta a la mujer y al bulto que lleva aferrado al pecho. El ogro se ha parado en mitad de las escaleras y la observa ansioso. La mano que sujeta el bate tiembla.
La mujer es deslumbrada y baja la vista. De forma mecánica, refugia la manta arrebujada bajo los brazos.
            —Tranquila, mi niña —susurra ella—. Todo va a salir bien.
            —Acércate despacio y dame a la cría. Más vale que lo hagas por las buenas, o bajaré y lo haremos por las malas.
            Se hace un incómodo silencio, interrumpido solo por los crujidos de la madera en el piso superior y los ladridos lejanos. Ella siente que las sienes van a reventarle de un momento a otro. —¿No me has oído, zorra? ¡He dicho que me la des!
            —Como bajes, la mato… —masculla.
            Los crujidos se vuelven más sonoros y rápidos. Susana aparece de pronto en la parte alta de las escaleras.
            —¡Dile que no le vamos a hacer nada! —le grita a su marido, con la voz entrecortada. La mujer puede oírlo perfectamente desde abajo.
            —¡Cállate, joder! —le recrimina el ogro volviéndose hacia arriba.
            Paula comienza a lloriquear como un gato ronco. Su madre siente un latigazo frío en la espalda. Traga saliva. Quiere dar unos pasos adelante pero la cadena que lleva atada al tobillo se lo impide.
            —¿Por qué no bajas tú misma a buscarla? —increpa la mujer en voz alta —. Sé que la deseas como si fuera tuya, no soy tonta. Me contaste una vez lo de tu hija y en este maldito agujero se oyen todas vuestras conversaciones.
            Lo ha soltado todo de carrerilla, sin vacilar. Respira aliviada, pero sólo por el momento; el juego ha comenzado. Ahora debe ser la otra la que mueva ficha.
            —Espera, Jorge —le pide Susana al ogro. Su voz está perdiendo fuelle, como si le costara respirar —. Deja que baje yo. La niña…
        —¿Estás loca? No me fío de ella. —El ogro hace una pausa. Está sudando a mares y resopla nervioso. Siente que algo se le está escapando de las manos, pero desea acabar cuando antes. Se vuelve hacia la mujer del sótano y la enfoca mejor con su linterna. Entonces ella arrulla a su manta y hace como si meciera a su bebé. Él la mira a los ojos y ella le devuelve la mirada. Es fría y penetrante. El ogro siente un escalofrío repentino. Vacila. Los llantos del bebé son cada vez más fuertes ahí abajo. Resuenan por todas partes, como si le recriminaran lo que va a hacer —. ¡A la mierda, está bien! —rezonga—. Baja y coge a esa maldita cría. Yo te iluminaré con la linterna, ¡vamos!
            La mujer sonríe. Susana también, a pesar de la presión que le oprime el pecho. El berrinche de Paula crece por momentos y lo inunda todo. La niña no está cumpliendo su papel, pero al menos, piensa la madre, las cosas marchan como deben.
            —Calma, tesoro… —pronuncia Susana con voz queda mientras desciende los últimos peldaños—. No llores más. Yo te voy a cuidar muy bien.
            Algo parecido al rencor y aderezado con odio estalla en el interior de la mujer del sótano cuando Susana está a pocos pasos de ella. El marido de esta no deja de deslumbrarla con la linterna y apenas puede ver su rostro. “Acércate, desgraciada. Sólo un poco más. Ven a por tu hijita. Ven…”
            Susana alarga sus manos temblorosas hacia el bulto que le ofrece la mujer. No recordaba esa sensación desde hacía siglos; mariposas en el estómago, cosquilleos indescriptibles. Irene, de nuevo en sus brazos. El ogro tenía a su hijo, y ella dispondría de su propia criatura y entretenimiento. Cuando está a punto de rozar la manta que cobija al bebé, Susana descubre el engaño. El llanto del bebé no procede de ahí, sino de algún punto detrás de su verdadera madre.
            No puede hacer nada cuando la mujer desenrolla en un abrir y cerrar de ojos aquella vieja manta y le muestra su contenido real; una tabla gruesa de madera astillada sólo por un lado que la mujer había arrancado con saña de algún rodapiés.
            —¡Imbécil! —escupe esta con rabia antes de agarrar a Susana de un brazo y ponerla de espaldas a ella, con el lado astillado de la madera pegado a su cuello.
         —¡Pero qué haces!—exclama perplejo el ogro sin dejar de apuntarla con su linterna —¡Suéltala ahora mismo, puta!
            Apenas echa el pie en el siguiente peldaño de madera, la mujer enseguida despotrica contra él.
            —¡No te muevas de ahí! Como des otro paso más, me la cargo, ¿me oyes?
            Tres corazones latiendo con total frenesí retumban en la angustiosa oscuridad. De fondo, los gemidos de desaprobación de la pequeña Paula, clamando pronto un desenlace.
            Entre estupefacción e ira, el ogro duda qué hacer. Si por él fuera, bajaría ahí abajo, cogería a esa zorra de los pelos y le arrancaría la lengua. La lengua humana cocida era un sabroso manjar. Aquella la masticaría bien. Le encantaba deleitarse con ello. Le excitaba. Luego se tiraba a Susana por detrás y purgaba así su vicio más oculto. Pero, en este momento, la cosa no pinta para erecciones ni manjares culinarios. Justo ahora, su mujer está a punto de desfallecerse en brazos de la loca o de ser degollada, mientras él se pierde en divagaciones sin sentido. Tiene que hacer algo, y ya. Aprieta los dientes. Quiere decir algo, pero se ha quedado mudo de impotencia.
            —Dame la linterna —sigue imponiendo la mujer—. Baja hasta el último escalón y déjala rodar hasta mí. Y no intentes nada o le corto el pescuezo, ¿entiendes?
            Susana está al borde del llanto. Apenas puede ventilar y siente cómo le abandonan las fuerzas. Las astillas de la madera son como finas sierras que le aguijonean la piel. Aunque pudiera reaccionar con fuerza, en décimas de segundo un chorro incesante de sangre decoraría su vieja camisa y perdería así la oportunidad de compartir una nueva vida al lado de su Irene.
            —No lo hagas… Por favor… —balbucea—. Déjanosla y… te juro que… podrás irte.
           —¡Eso nunca! —reacciona la otra encolerizada. Tensa su brazo y el filo serrado rasga ligeramente la piel de Susana, que gime más preocupada por el futuro del bebé que por el dolor.
            El ogro desciende los peldaños despacio, sin dejar de enfocar con la linterna a las dos mujeres. Muy lista, la hija de puta. Se lo ha currado bien. No sabe cómo va a hacerlo, pero debe impedir que se salga con la suya. En cuanto se descuide un solo instante, caerá encima de ella y entonces…
            —Déjala rodar. Venga, no pierdas tiempo. Mándala hacia mí.
            Apenas les separan tres metros. El ogro se arrodilla lentamente y deposita la linterna en el suelo. “Los tiene bien puestos, sí señor”. Sonríe antes de empujarla con los dedos.
            —Chica lista… —masculla con recelo—. Veremos si lo consigues.
           La mujer quiere replicarle, pero contiene su orgullo en el último momento. Bastante tiene con impedir que el corazón se le escape por la boca. No debe malgastar saliva con el asesino. Aparentar frialdad, entereza; no debe descuidar esa premisa. Susana, mientras, se deja empujar por ella. La linterna llega hasta sus pies despacio, mostrando siempre su halo luminoso blanco.
            La mujer nota en ese preciso instante algo caliente escurriéndose entre sus dedos. Ha debido apretar la madera más de la cuenta. No le importa. La bruja no hace más que resoplar y sudar como si estuviera en una sauna. Si se desmaya, su plan se irá a la mierda y estará perdida. Ella y Paula serán pasto de los caníbales.
            —No la cagues ahora, Susi —le susurra al oído—. ¿Puedes agacharte a recogerla, preciosa?
            El cuello le escuece horrores cuando ella separa la madera de su piel. Harían buena pareja los dos, piensa antes de comenzar a doblarse. El ogro y la ogra. Como en aquella película de dibujos hechos por ordenador que vio cuando era una cría y el mundo no se iba aún al garete. Inspira hondo y se pone en cuclillas.
            Toca la linterna con los dedos. Está caliente. Qué suerte que todavía duren las pilas. Eran las últimas que les quedaban.
            —Vamos, dámela.
            No hace más que erguirse un poco y ella ya se la arrebata de las manos. Susana nota entonces su tembleque.
            —Vamos a morir todos… —se lamenta en voz alta—. Nadie saldría… herido si…
           —No te molestes, Susi —espeta el ogro desde la más siniestra oscuridad. Entonces, su rostro recibe de lleno el fogonazo de la linterna—. La “terminator” tiene un plan maestro para salvar el mundo.
            —Vete a tomar por el culo —recibe por respuesta. Le ha salido del alma. Está bien así; no conviene mostrar debilidad—. Pero antes, lánzame también las llaves del candado. Te prometo que no le pasará nada a tu mujer…
            Entonces, nota el peso cada vez mayor del cuerpo de Susana. Y su respiración más tenue. En cuestión de segundos, podría acabar todo.
            —¡Las llaves, joder! —le ordena súbitamente al ogro—. ¡Venga, que no tengo todo el día!
            Paula aumenta su cadencia de gemidos. Su llanto ya es penetrante, desquicia. Haría revolverse en sus camas a todo un vecindario entero.
         —Ahora te jodes y esperas, puta. —El ogro arrastra sus palabras como si fuera borracho. Con chulería. La mujer ve cómo este se vuelve hacia las escaleras y comienza a subir despacio, recreándose en ello. Apunta el haz a su cara y le ve sonreír. Relamiéndose. Cuando está en lo alto de las escaleras y sólo puede verle las piernas, le oye canturrear:
            —¿Dónde están las llaves? Matarile, matarile…




D.R.G.



domingo, 20 de mayo de 2012

EL SÓTANO - Entremeses


Entremeses




Toma, mi vida. Cierra los ojos, eso es. Qué bendición que no puedas comprender todavía lo que te rodea. Si te viera tu padre…
            Paula chupa con ansia mi pezón mientras intento contener las lágrimas. Tiene sólo tres días de vida, pero no es tonta. Sabe que tiene que alimentarse todo lo que pueda para hacerse fuerte lo antes posible. Instinto de supervivencia. Lo va a necesitar si salimos de aquí.
            Les oigo ahí arriba. Llevan discutiendo un buen rato. Él lo quiere hacer, pero a ella le ha brotado una pequeña flor en ese tiesto yermo que es su corazón. Se ha echado atrás, no sé si por Paula, por mí o por las dos, pero el chulo insiste en hacerlo ya. Al principio eran gritos, luego golpes en los muebles, en las puertas, en las paredes; después gritos, golpes y los lamentos de ella. Pequeños intervalos de silencio, crujir de pasos apresurados sobre la madera, puertas que se cierran con violencia. Y a lo lejos, incesantes, repulsivos, los ladridos de ese maldito chucho y los sofocos del niño, encerrado como siempre en su cuarto.
            Come todo lo que puedas, mi niña. Aprovecha ahora, que tienes a tu mami velando por ti. Dentro de unos momentos quizá nos separen para siempre. No quiero que seamos sus siguientes platos, así que tú y yo vamos a ser una. Por tu padre y por ese grandísimo cabrón que debe haber allá en lo alto.


            —Tendría que habérmela cargado antes. —El hombre deambula nervioso alrededor de la mesa de la cocina. Mira con ojos encendidos a su mujer, que está sentada en una silla, apoyada con los codos en la mesa y cubriéndose la cabeza con las manos—. Te empeñaste en mantenerla viva porque… ¡mierda! Somos muchas bocas ya y tenemos al chaval, ¿pa qué otro más?
            —Es una niña, ¡maldita sea! —reacciona ella, dando un manotazo brusco en la mesa —. He soñado con esa criatura tantas veces, Jorge… —dice tras tomar aire y sosegarse—. Es igualita que Irene. Mi pequeña… —Su rostro se afea y cierra los ojos.
            —¡A Irene se la llevaron las fiebres! —Jorge se detiene y se inclina al lado de ella, espetándole en la cara —. No necesitamos una sustituta, ¿lo entiendes? No hay más comida. —Agarra el mentón de su mujer con sus dedos gordos y sucios y gira la cara de ella hacia la suya—.¡No-Hay-Co-Mi-Da! ¡Métetelo bien en esa jodida cabeza de una vez, Susi!
            El nudo en su garganta da paso al odio, a esa repugnancia creciente y diaria hacia su marido. Desde hace algunos meses ya no es Jorge, sino el ogro que les da de comer. Sólo por eso se cree en el derecho de forzarla cuando le viene en gana y de decir siempre lo que hay que hacer. Susana aprieta los labios y frunce contrariada el ceño. Siente esa presión el pecho por la falta de oxígeno, lo normal cuando se pone nerviosa y no puede ventilar bien. Es especialista en retener la pena cuando le emborrona la vista y dejar que la humedad se deslice en una sola gota, en vez de en un paño de lágrimas. Todo por Jorge, para que no la vea triste y la golpee después para hacerla llorar de verdad. “Es la puta mierda de vida que nos ha tocado, así que hay que tirar p’alante como sea…”. Es lo que decía cada vez que iba a matar a alguien para alimentarles. Y el vecino no era nada de fiar, le aseguró el ogro aquella primera vez. Susi nunca podría olvidarlo.


Chisss… Tranquila, cariño; traga y no pienses en ello. Concéntrate. Pronto habrá que actuar. Tenemos que honrar la memoria de tu padre. Se sacrificó por nosotras y nos alimentó con su propia carne para que tuviéramos una oportunidad, para que vinieras a este mundo y yo pudiera estrecharte entre mis brazos como había soñado. ¿Acaso no es maravilloso? Tú y yo juntas contra este mundo de mierda. Mientras haya vida, habrá esperanza, decía tu papá. Cuando tus ojos vean la luz ahí fuera, verás que ya no quedan animales con los que alimentarnos ni crecen apenas plantas que nos sirvan de sustento.             La Tierra está enferma, agoniza, y nosotros con ella. Por eso los pocos seres de dos patas que quedamos… No, mi niña, humanos no. Desde que nos comemos los unos a los otros, hemos perdido la condición que nos diferenciaba de las bestias. Ahora, no somos ni mejores ni peores que ellas; somos la única especie que queda.
            Chis… Calla. Te acostumbrarás pronto. Eso me decía siempre tu padre. Alguien tenía que darnos de comer, por eso la familia feliz nos encerró aquí abajo. Los muy desgraciados nos engañaron cuando llegamos moribundos a su puerta. Él nos prometió cobijo y alimento y un nuevo futuro para los tres, pero… Desde el principio, me dí cuenta de que los ojos de ella hablaban sin querer, que detrás de esa atmósfera perfecta de cordialidad y esperanza se escondía algo salvaje, irracional. Tu padre no quiso verlo y yo me dejé arrastrar. Todos los días comíamos carne, carne con patatas y verduras estropeadas del huerto; pedazos de vete tú a saber quién con miradas huidizas y sonrisas falsas de postre. Cuando nos quisimos dar cuenta… Cuando nos quisimos dar cuenta, ya estábamos perdidos.


Ha salido al porche. Casi destroza antes la alacena y el cristal de la puerta, pero es lo habitual en sus ataques de ira. Un respiro, a fin de cuentas, para Susana, que rompe en llanto con la cabeza sobre la mesa. David está en su cuarto, castigado por haber sido malo y cruel con sus padres al no querer almorzar los últimos pedazos de la reserva. No deja de gimotear. Jorge no quería darse cuenta de que el niño no estaba bien. Ella se negó en rotundo, pero él se empeñó en que estuviera presente su hijo cuando preparaba el cuerpo del hombre. David acababa de cumplir cinco años y ahora apenas hablaba. “Tiene que aprender a hacerlo”, decía el ogro, “nunca se sabe cuándo será tu último día, así que es mejor que aprenda pronto para cuando yo no esté”.
            Susana sólo cocinaba, siempre y cuando le quedara resuello para estar algún tiempo en pie; los inconvenientes del asma y de no tener inhaladores ni medicamentos disponibles para ella, al menos, en cientos de kilómetros a la redonda. A Susana no le gustaban los gritos, le horrorizaban. Sin embargo, el ogro lo hacía siempre fuera, en el cobertizo, con las puertas abiertas. Le daba igual que alguien que deambulara cerca los oyera y se acercara a husmear. Otro que caería en la cazuela, sonreía el ogro con satisfacción.
            El hombre que trocearon se llamaba Paúl. Era un buen hombre; alto, apuesto... Se ofreció por su mujer y su hija. Por eso, Jorge lo racionó en más pedazos de lo habitual, no sólo por precaución, sino por orgullo. Quería masticarlo todas las veces que le fuera posible. Susana ya no lo soportaba más. A veces, desearía tener el valor para huir de allí con su hijo y abandonar al ogro en su guarida. Pero ahora no; Irene había vuelto con ellos y no podía dejar que el ogro la devorara. A la mujer sí, pero a ella no. Cuando dio a luz, no se enteraron hasta que oyeron el llanto desgarrado del bebé. Ella ni siquiera dejó que se acercaran. Juró que le aplastaría el cráneo si lo hacían. ¿Qué clase de madre, en su sano juicio, podría decir esas cosas? Irene sería para Susana, lo merecía más que ella. Volverían a ser los cuatro de siempre. Todo marcharía bien entonces.
            Jorge vuelve, le oye silbar ahí fuera. Rocko no deja de ladrar en el porche. Susana debe secarse el rostro y reponerse. Por su niña, haría lo que fuera.


Tengo un plan. Todo saldrá bien, mi amor. Sobretodo, no llores. Guarda tus fuerzas para el camino. Será largo y duro, pero nunca estaremos solas. Papá velará siempre por nosotras.
            Otra vez los gritos. Están discutiendo de nuevo, pero ella parece que se impone esta vez.
            Ya viene. Oigo los pasos. Va a abrir la puerta. Prometo que él no te tocará, cielo. Antes lo mato.



D.R.G.

sábado, 12 de mayo de 2012

HISTORIAS DEL CASETERO


                        
 TRAYECTO DE LA LÍNEA DE AUTOBÚS CASETAS-ZARAGOZA.
Un día cualquiera entre semana.
18:15 H.

Tres Lolitas en la parte trasera del vehículo, al final del pasillo. Todas monas, sexys, cool & fashion. Las mejores amigas de Paris Hilton en una noche de verbena de pueblo.

-         ¡Hala, tía! Con lo que bueno que está el Jose. Como no te enrolles con él antes del finde, le voy a entrar a saco.
-         Que te lo has creído, maja. ¡Ojito con lo que le dices por el Tuenti!
-         Mira que dais pena las dos, ¿eh? Con los bombones que hay en su peña y os tiráis de los pelos por ese mindundi. Yo, como este finde me lié con Fran …
-         ¡Serás guarra! ¿Cómo nos vamos a enterar, si llevas cinco días sin actualizar tu perfil?
-         ¿Y os fuisteis por ahí con su coche?
-         ¡Aaaahhh!
-        ¡Hala, qué cerda! Al menos se pondría el condón, ¿no? Después del susto que te diste después de ese polvo loco con David…
-         Pero, ¿estáis tontas o qué? Yo no hago lo que hacen otras zorras por ahí.
-         Eso no lo dirás por mí, ¿verdad? Lo que te hayan contado de aquello…
-        ¡Ey, chicas! No miréis ahora y disimulad. Creo que el viejo de allí delante no hace más que mirarnos.
-         Ahí va, pues sí. Seguro que es un viejo verde. ¿Esa de al lado no es su mujer?
-         No estoy segura… Ostia, es que no deja de mirar, ¿eh? ¡Qué disimulado!
-         Esperad, que se me está ocurriendo una…
-         Miedo nos das, tía. Con lo basta que eres tú…
-         ¿Qué vas a hacer?
-         Mirad bien, niñatas…


Dos tipos duros. Viajando de pie, apoyados en un lateral del autobús. Pelo al cero. Cazadoras de aviador salpicadas de parches políticamente incorrectos. Botas militares ostentosas. Nerviosos como dos perros dispuestos a una riña.

-         ¿Qué hicisteis la otra noche después de que me marchara?
-         ¡Pssé! No tardamos mucho en pirarnos también. El Charly llevaba una mierda que lo flipas. Con la tontería, íbamos buenos todos.
-         El concierto, de puta madre, ¿verdad? Ya os dije que la hermandad de Madrid se lo curra bien.
-     Como la que liamos el año pasado en aquella nave… Esos tienen mucho que aprender todavía. Ostia, calla, ¿sabes la que montó el Charly cuando nos fuimos?
-         ¡Je, je, je! Cualquier cosa. Desde que le dejó la novia, se ha quedado muy jodido de la cabeza. Se echa cuatro birras y ya la lía parda.
-         Jodo, pues no veas esta. De camino a casa le dio por cebarse con los retrovisores de todos los coches de León XIII.
-         Pero si eso lo hacen los críos. Menudo bajonazo ha pegao...
-         Espera, espera. Que un pavo que pasaba por allí, va y le llama la atención y entonces el Charly se cruza la acera y le suelta un par de ostias bien dadas.
-         ¡Jo, jo, jo! ¡Ese es mi Carlitos! Como en los viejos tiempos.
-         ¡Joder, macho, no te pases con tus toquecitos en el hombro, que ya no tenemos veinte años!
-         ¡Baaahhh! No me seas mierdas. Venga, sigue, ¿qué hizo pues el pavo?
-         Pues que era un puto moro que iba por ahí con su churri española.
-      ¡Será cabrón el moromierda! Ya tienen huevos hasta de mezclarse con nosotros, como les consienten todo… El Charly le metería la del pulpo, ¿no?
-         ¡Buah, no veas! La tía con la que iba se puso histérica y la Patri se le tiró al cuello.
-       ¡Anda, la Patri! Menuda era hace unos años. Seguro que le arrancaría buena mata de pelos a esa zorra, por comerse la boca con el moro.
-         ¡Ya te digo! Bueno, pues cuando ya teníamos al Mojamé tirado en el suelo pidiendo perdón…

….

-         ¿Se puede saber a quién estás mirando, Enrique?
-         ¿Yo? ¿Qué voy a mirar?
-         Anda, deja que me asome…
-         Pero si no miro a nadie, mujer. ¡Madre mía, qué confusa eres!
-         Como si no nos conociéramos… ¡Pero bueno! ¡Qué poca vergüenza! ¡Si está levantándose la falda y enseñándolo todo! ¡Y tú sin perder detalle, pedazo de guarro!
-         ¡Calla de una vez, vieja chocha! Si la envidia fuera tiña, ¡cuántas tiñosas habría!

….

Mujer de cincuenta y tantos, casi sesenta. Abrigo de piel natural y manos enlujadas de caprichos dorados con pedrerías. Olor a naftalina y perfume de vainilla. Pelo canoso y grasiento, recogido en coleta. Maquillaje exagerado de artista de cabaret o veterana de la calle venida a menos. Su mirada húmeda de iris celestes se pierde tras la ventana en los fogonazos de vehículos y edificios. El vaho que deja en el frío cristal delata las ardientes pasiones que avivan sus recuerdos.

“Estoy harta de estas tardes de bingo. Y de las mañanas del café y los churros, del chismorreo y de marujear. Porque eso soy yo, una triste Maruja. Soltera y sin compromiso. Me quedé para vestir santos, como diría mamá. No trabajo porque no sé cómo se hace. Mis padres me lo daban todo y ahora que ya no están, me conformo con vivir de sus rentas. Un piso aquí, un ático allá y yo viviendo sola en un chalet. ¿Para qué tanto si no tengo a nadie con quién compartirlo? Tal vez busqué demasiado al hombre perfecto, al gentleman imposible. Mis amigas creen que tendría que lanzarme más y con cualquiera, sin importar la edad. ¡Qué ordinariez! Como si aún fuera una cría. Si hubiera vestido en mi juventud como esas jovencitas de allá al fondo y no con el uniforme riguroso del internado, otro gallo cantaría… ¡Ja! Yo de ligerita y promiscua. Me ve así mi padre y me ordena a monja de inmediato. Ay, cuántas monjas tuvieron que abortar… Pero, ¡qué digo! Si es que me pierdo enseguida cuando me acuerdo de aquello. De él, de aquel viaje a la Capadocia, ¡inolvidable! Me obsesioné con aquel libro de Gala, “La Pasión Turca” y a Turquía me fui, sola e ilusionada. Si estas supieran… Ay, Hamid; tan amable y simpático en sociedad como salvaje e impetuoso en la jaima. Se llevó todo mi dinero pero me robó más el corazón. Si pudiera otra vez, Hamid…”


….

-         ¡No jodas! Ostia, qué hecho polvo está el tío…
-         Eh, Marcos, le tenías que haber visto sacándose la chorra y meándosele encima al moro.
-         Hay que darle un premio a ese cabronazo, ¡qué fiera! Oye, ¿no os vería nadie, verdad?
-         Joder, ¡si hasta nos animaban unos chavales desde la otra acera!
-       Ostia… Qué envidia, tío. Y yo que siempre que he ido a liarla me han pillado con las manos en la masa…
-         Si no te hubieras ido tan pronto… Pero tranquilo, que como esas ya vendrán muchas. ¿No ves que cada día hay más extranjeros en este país? Es la invasión silenciosa, tío. Menos mal que todavía quedan héroes como nosotros.
-      Me has puesto los dientes largos, Toni. Este sábado, como vaya todo ciego, al primer morucho, panchito o negro de mierda que me encuentre, ¡lo voy a reventar!

….

Un tremendo frenazo. Todos los pasajeros son impulsados de manera brusca hacia delante. Los que viajan de pie se agarran por instinto a donde buenamente pueden. Al final, todo ha quedado en un susto y en cuatro improperios hacia el conductor. Cuando los ánimos se calman un poco, las puertas delanteras del autobús se abren y un joven de rasgos árabes sube al autobús.

-         ¡Mecagüen la madre que te parió!
-         Casi nos manda a tomar por culo, el inútil este.
-         Hay que ser gilipollas para saltarse la parada. Encima… ¡No me jodas!
-         ¡Lo que faltaba! Casi nos matamos por recoger a este mierdas.
-         Míralo, va de Cristiano Ronaldo, el hijoputa.
-         Oye, Toni, ¿te parece que si se baja cerca de nuestra parada…?
-         Joder, Marcos. Sí que te ha dado fuerte.
-         Bueno, lo seguimos y a ver qué pasa.
-         No me jodas, que luego he quedado con la Patri, a ver si la vamos a liar…
-      ¡Vale pues, lo dejamos! Pero como me lo encuentre el sábado por ahí… Espera, ¿con la Patri, has dicho? ¡No jodas que al final te la has calzado, so cabrón! ¡Cuenta, cuenta!

….

-         ¡Hala, casi salimos hacia delante!
-         ¡Justo cuando me pillaba la vieja!
-         ¡Jajaja! Eres la puta jefa, tía.
-         Seguro que el abuelo se ha puesto palote perdido.
-         ¡Jajajajjaja!
-         Ey, ¿estáis viendo a ese tío?
-         ¿Es gitano o moro?
-         Igual es portugués. Es clavadito al Cristiano ese.
-         No sé pero está que te cagas…
-         Mmmm… ¿A que me levanto la falda otra vez?
-         ¡Qué dices! Para, que viene hacia aquí.
-         Dejad el hueco libre para que se siente a nuestro lado. ¡Correos, joder!
-         Eso es lo que te gustaría, ¿eh, perra? ¿A que me vuelvo a levantar la falda?
-         ¡No! Estate quieta… ¡No!
-         ¡Mierda! Ya se ha sentado allí. A este no se las tenías que enseñar, cacho guarra.
-       Y qué esperabais, ¿eh? ¿Qué viniera aquí a calentaros a las dos? No le habéis visto bien… Que no os vea yo nunca tontear con uno de esos, ¿me oís?

….

“¡Menudo susto! Casi me como el cogote del viejo de delante. Lo que le faltaba después del rapapolvo que le ha echado su mujer. Es que todos los hombres son iguales, en fin… ¡Anda! ¿De dónde ha salido este yogurín? Ven, guapo, que te quito el bolso para que te sientes a mi lado. Virgen Santa, no puede llevar más apretado ese vaquero… ¡Contente, Amparo, contente! ¿Cómo es posible que esas hormonas juveniles que creía perdidas hayan vuelto a aparecer de la nada? Como en Turquía, con Hamid. ¿Se llamará este joven igual? ¿Estará tan bien dotado como él? Eso es, mira hacia aquí, hermoso. Podríamos conversar, quedar a tomar algo, apagar este fuego que arde entre mis piernas. ¿No quieren mis amigas que sea una fresca? ¿Qué más da? ¡Oh, no! No pases de largo. ¿Qué te he hecho yo? ¡Cobarde, sucio ladrón! ¿Por qué me dejas sola de nuevo? Ay, Hamid…”

....

Afortunadamente, el conductor del casetero le ha visto a tiempo y puede frenar. Ahmed corría casi sin resuello. No debía perder ese autobús por nada del mundo. Ya había esperado demasiado.
El joven magrebí sube raudo al bus, pasa la tarjeta de viaje por el detector y escruta el interior en busca de un asiento doble disponible. Sólo algunos sueltos. Mira al fondo y cree ver a una chica levantarse la falda y reirse. Avergonzado, desvía la mirada a su derecha. Unas manos nervudas y llenas de anillos le apartan un bolso del asiento. La mujer le sonríe de forma extraña y puede ver sus dientes sucios y estropeados. Justo delante se levanta de súbito una pareja de ancianos que no dejan de discutir. Bendita fortuna que salva de la incomodidad. Ahmed se sienta justo al lado de la ventana. Está fría y se forma lentamente un pequeño círculo de vaho con su respiración acelerada. Ideal para dibujar un corazón, piensa el chico.
Muchos nervios hasta pasar las dos paradas siguientes. En la tercera la busca impaciente a través del cristal. Aquí debería estar ella. Hay mucha gente en la parada y están subiendo apretados. ¿Habrá llegado a tiempo? Enseguida va pasando a su lado el gentío, casi rozándole. Varias personas quieren usurpar el asiento que ha reservado para ella y él les rechaza educadamente mientras levanta ansioso la cabeza hacia las puertas. Es casi al final cuando ve asomar su hiyab blanco entre el gentío. Respira aliviado. Ella llega hasta él esquivando al resto del pasaje.

(Diálogo entre susurros, traducido del árabe):

-         ¡Fátima! Pensé que no vendrías.
-         ¿Cómo no voy a venir, mi amor?
-         ¡Sonríes! ¿Es por algo en especial que quieras decirme?
-         Bueno…
-         Dime que es cierto lo que estoy pensando.
-         Puede…
-         ¡Genial! ¡Alabado sea! Por fin han cedido.
-     Bueno, lo mío me ha costado, pero ha hecho mucho que les conocieras el otro día. Y que fueras musulmán, claro.
-        ¿Y eso que tiene ver ahora?
-        Ay, si te contara las historias de mi hermana con chicos españoles… Que Alá la bendiga.
-        Bueno, déjalo. ¿Y entonces, te va a dejar tu primo las llaves?
-      Sí, todo el fin de semana. Papá y mamá se piensan que estamos estudiando en casa de Zahara.
-        ¡Qué bien suena eso! Y… ¿estás segura?
-       ¿Segura de qué?
-         De… bueno, de eso.
-         Claro, tonto. No quiero hacerlo por primera vez con ningún otro hombre que no seas tú.
-         Qué guapa estás. Dame un beso, princesa…
-         ¡No, para! Aquí no.
-         ¿Por qué? ¿Qué pasa?
-         No sé… Desde que he subido, tengo la extraña sensación de que todo el mundo nos mira.




D.R.G.