Entrantes
—Vamos,
puta. Ha llegado tu hora.
El
haz de la linterna apunta a la mujer y al bulto que lleva aferrado al pecho. El
ogro se ha parado en mitad de las escaleras y la observa ansioso. La mano que
sujeta el bate tiembla.
La mujer es deslumbrada y baja la
vista. De forma mecánica, refugia la manta arrebujada bajo los brazos.
—Tranquila,
mi niña —susurra ella—. Todo va a salir bien.
—Acércate
despacio y dame a la cría. Más vale que lo hagas por las buenas, o bajaré y lo
haremos por las malas.
Se
hace un incómodo silencio, interrumpido solo por los crujidos de la madera en
el piso superior y los ladridos lejanos. Ella siente que las sienes van a reventarle
de un momento a otro. —¿No me has oído, zorra? ¡He dicho que me la des!
—Como
bajes, la mato… —masculla.
Los
crujidos se vuelven más sonoros y rápidos. Susana aparece de pronto en la parte
alta de las escaleras.
—¡Dile
que no le vamos a hacer nada! —le grita a su marido, con la voz entrecortada.
La mujer puede oírlo perfectamente desde abajo.
—¡Cállate,
joder! —le recrimina el ogro volviéndose hacia arriba.
Paula
comienza a lloriquear como un gato ronco. Su madre siente un latigazo frío en
la espalda. Traga saliva. Quiere dar unos pasos adelante pero la cadena que
lleva atada al tobillo se lo impide.
—¿Por
qué no bajas tú misma a buscarla? —increpa la mujer en voz alta —. Sé que la
deseas como si fuera tuya, no soy tonta. Me contaste una vez lo de tu hija y en
este maldito agujero se oyen todas vuestras conversaciones.
Lo
ha soltado todo de carrerilla, sin vacilar. Respira aliviada, pero sólo por el
momento; el juego ha comenzado. Ahora debe ser la otra la que mueva ficha.
—Espera,
Jorge —le pide Susana al ogro. Su voz está perdiendo fuelle, como si le costara
respirar —. Deja que baje yo. La niña…
—¿Estás
loca? No me fío de ella. —El ogro hace una pausa. Está sudando a mares y
resopla nervioso. Siente que algo se le está escapando de las manos, pero desea
acabar cuando antes. Se vuelve hacia la mujer del sótano y la enfoca mejor con
su linterna. Entonces ella arrulla a su manta y hace como si meciera a su bebé.
Él la mira a los ojos y ella le devuelve la mirada. Es fría y penetrante. El
ogro siente un escalofrío repentino. Vacila. Los llantos del bebé son cada vez
más fuertes ahí abajo. Resuenan por todas partes, como si le recriminaran lo
que va a hacer —. ¡A la mierda, está bien! —rezonga—. Baja y coge a esa maldita
cría. Yo te iluminaré con la linterna, ¡vamos!
La
mujer sonríe. Susana también, a pesar de la presión que le oprime el pecho. El
berrinche de Paula crece por momentos y lo inunda todo. La niña no está
cumpliendo su papel, pero al menos, piensa la madre, las cosas marchan como
deben.
—Calma,
tesoro… —pronuncia Susana con voz queda mientras desciende los últimos
peldaños—. No llores más. Yo te voy a cuidar muy bien.
Algo
parecido al rencor y aderezado con odio estalla en el interior de la mujer del
sótano cuando Susana está a pocos pasos de ella. El marido de esta no deja de
deslumbrarla con la linterna y apenas puede ver su rostro. “Acércate, desgraciada. Sólo un poco más. Ven a por tu hijita. Ven…”
Susana
alarga sus manos temblorosas hacia el bulto que le ofrece la mujer. No
recordaba esa sensación desde hacía siglos; mariposas en el estómago,
cosquilleos indescriptibles. Irene, de nuevo en sus brazos. El ogro tenía a su
hijo, y ella dispondría de su propia criatura y entretenimiento. Cuando está a
punto de rozar la manta que cobija al bebé, Susana descubre el engaño. El
llanto del bebé no procede de ahí, sino de algún punto detrás de su verdadera
madre.
No
puede hacer nada cuando la mujer desenrolla en un abrir y cerrar de ojos aquella
vieja manta y le muestra su contenido real; una tabla gruesa de madera
astillada sólo por un lado que la mujer había arrancado con saña de algún
rodapiés.
—¡Imbécil!
—escupe esta con rabia antes de agarrar a Susana de un brazo y ponerla de
espaldas a ella, con el lado astillado de la madera pegado a su cuello.
—¡Pero
qué haces!—exclama perplejo el ogro sin dejar de apuntarla con su linterna
—¡Suéltala ahora mismo, puta!
Apenas
echa el pie en el siguiente peldaño de madera, la mujer enseguida despotrica
contra él.
—¡No
te muevas de ahí! Como des otro paso más, me la cargo, ¿me oyes?
Tres
corazones latiendo con total frenesí retumban en la angustiosa oscuridad. De
fondo, los gemidos de desaprobación de la pequeña Paula, clamando pronto un
desenlace.
Entre
estupefacción e ira, el ogro duda qué hacer. Si por él fuera, bajaría ahí
abajo, cogería a esa zorra de los pelos y le arrancaría la lengua. La lengua
humana cocida era un sabroso manjar. Aquella la masticaría bien. Le encantaba
deleitarse con ello. Le excitaba. Luego se tiraba a Susana por detrás y purgaba
así su vicio más oculto. Pero, en este momento, la cosa no pinta para
erecciones ni manjares culinarios. Justo ahora, su mujer está a punto de
desfallecerse en brazos de la loca o de ser degollada, mientras él se pierde en
divagaciones sin sentido. Tiene que hacer algo, y ya. Aprieta los dientes.
Quiere decir algo, pero se ha quedado mudo de impotencia.
—Dame
la linterna —sigue imponiendo la mujer—. Baja hasta el último escalón y déjala
rodar hasta mí. Y no intentes nada o le corto el pescuezo, ¿entiendes?
Susana
está al borde del llanto. Apenas puede ventilar y siente cómo le abandonan las
fuerzas. Las astillas de la madera son como finas sierras que le aguijonean la
piel. Aunque pudiera reaccionar con fuerza, en décimas de segundo un chorro
incesante de sangre decoraría su vieja camisa y perdería así la oportunidad de
compartir una nueva vida al lado de su Irene.
—No
lo hagas… Por favor… —balbucea—. Déjanosla y… te juro que… podrás irte.
—¡Eso
nunca! —reacciona la otra encolerizada. Tensa su brazo y el filo serrado rasga
ligeramente la piel de Susana, que gime más preocupada por el futuro del bebé
que por el dolor.
El
ogro desciende los peldaños despacio, sin dejar de enfocar con la linterna a
las dos mujeres. Muy lista, la hija de puta. Se lo ha currado bien. No sabe
cómo va a hacerlo, pero debe impedir que se salga con la suya. En cuanto se
descuide un solo instante, caerá encima de ella y entonces…
—Déjala
rodar. Venga, no pierdas tiempo. Mándala hacia mí.
Apenas
les separan tres metros. El ogro se arrodilla lentamente y deposita la linterna
en el suelo. “Los tiene bien puestos, sí
señor”. Sonríe antes de empujarla con los dedos.
—Chica
lista… —masculla con recelo—. Veremos si lo consigues.
La
mujer quiere replicarle, pero contiene su orgullo en el último momento. Bastante
tiene con impedir que el corazón se le escape por la boca. No debe malgastar
saliva con el asesino. Aparentar frialdad, entereza; no debe descuidar esa
premisa. Susana, mientras, se deja empujar por ella. La linterna llega hasta
sus pies despacio, mostrando siempre su halo luminoso blanco.
La
mujer nota en ese preciso instante algo caliente escurriéndose entre sus dedos.
Ha debido apretar la madera más de la cuenta. No le importa. La bruja no hace
más que resoplar y sudar como si estuviera en una sauna. Si se desmaya, su plan
se irá a la mierda y estará perdida. Ella y Paula serán pasto de los caníbales.
—No
la cagues ahora, Susi —le susurra al oído—. ¿Puedes agacharte a recogerla,
preciosa?
El
cuello le escuece horrores cuando ella separa la madera de su piel. Harían
buena pareja los dos, piensa antes de comenzar a doblarse. El ogro y la ogra.
Como en aquella película de dibujos hechos por ordenador que vio cuando era una
cría y el mundo no se iba aún al garete. Inspira hondo y se pone en cuclillas.
Toca
la linterna con los dedos. Está caliente. Qué suerte que todavía duren las
pilas. Eran las últimas que les quedaban.
—Vamos,
dámela.
No
hace más que erguirse un poco y ella ya se la arrebata de las manos. Susana
nota entonces su tembleque.
—Vamos
a morir todos… —se lamenta en voz alta—. Nadie saldría… herido si…
—No
te molestes, Susi —espeta el ogro desde la más siniestra oscuridad. Entonces,
su rostro recibe de lleno el fogonazo de la linterna—. La “terminator” tiene un
plan maestro para salvar el mundo.
—Vete
a tomar por el culo —recibe por respuesta. Le ha salido del alma. Está bien
así; no conviene mostrar debilidad—. Pero antes, lánzame también las llaves del
candado. Te prometo que no le pasará nada a tu mujer…
Entonces,
nota el peso cada vez mayor del cuerpo de Susana. Y su respiración más tenue.
En cuestión de segundos, podría acabar todo.
—¡Las
llaves, joder! —le ordena súbitamente al ogro—. ¡Venga, que no tengo todo el
día!
Paula
aumenta su cadencia de gemidos. Su llanto ya es penetrante, desquicia. Haría
revolverse en sus camas a todo un vecindario entero.
—Ahora
te jodes y esperas, puta. —El ogro arrastra sus palabras como si fuera
borracho. Con chulería. La mujer ve cómo este se vuelve hacia las escaleras y
comienza a subir despacio, recreándose en ello. Apunta el haz a su cara y le ve
sonreír. Relamiéndose. Cuando está en lo alto de las escaleras y sólo puede
verle las piernas, le oye canturrear:
—¿Dónde
están las llaves? Matarile, matarile…
D.R.G.
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