domingo, 27 de mayo de 2012

EL SÓTANO - Entrantes


Entrantes

            —Vamos, puta. Ha llegado tu hora.
            El haz de la linterna apunta a la mujer y al bulto que lleva aferrado al pecho. El ogro se ha parado en mitad de las escaleras y la observa ansioso. La mano que sujeta el bate tiembla.
La mujer es deslumbrada y baja la vista. De forma mecánica, refugia la manta arrebujada bajo los brazos.
            —Tranquila, mi niña —susurra ella—. Todo va a salir bien.
            —Acércate despacio y dame a la cría. Más vale que lo hagas por las buenas, o bajaré y lo haremos por las malas.
            Se hace un incómodo silencio, interrumpido solo por los crujidos de la madera en el piso superior y los ladridos lejanos. Ella siente que las sienes van a reventarle de un momento a otro. —¿No me has oído, zorra? ¡He dicho que me la des!
            —Como bajes, la mato… —masculla.
            Los crujidos se vuelven más sonoros y rápidos. Susana aparece de pronto en la parte alta de las escaleras.
            —¡Dile que no le vamos a hacer nada! —le grita a su marido, con la voz entrecortada. La mujer puede oírlo perfectamente desde abajo.
            —¡Cállate, joder! —le recrimina el ogro volviéndose hacia arriba.
            Paula comienza a lloriquear como un gato ronco. Su madre siente un latigazo frío en la espalda. Traga saliva. Quiere dar unos pasos adelante pero la cadena que lleva atada al tobillo se lo impide.
            —¿Por qué no bajas tú misma a buscarla? —increpa la mujer en voz alta —. Sé que la deseas como si fuera tuya, no soy tonta. Me contaste una vez lo de tu hija y en este maldito agujero se oyen todas vuestras conversaciones.
            Lo ha soltado todo de carrerilla, sin vacilar. Respira aliviada, pero sólo por el momento; el juego ha comenzado. Ahora debe ser la otra la que mueva ficha.
            —Espera, Jorge —le pide Susana al ogro. Su voz está perdiendo fuelle, como si le costara respirar —. Deja que baje yo. La niña…
        —¿Estás loca? No me fío de ella. —El ogro hace una pausa. Está sudando a mares y resopla nervioso. Siente que algo se le está escapando de las manos, pero desea acabar cuando antes. Se vuelve hacia la mujer del sótano y la enfoca mejor con su linterna. Entonces ella arrulla a su manta y hace como si meciera a su bebé. Él la mira a los ojos y ella le devuelve la mirada. Es fría y penetrante. El ogro siente un escalofrío repentino. Vacila. Los llantos del bebé son cada vez más fuertes ahí abajo. Resuenan por todas partes, como si le recriminaran lo que va a hacer —. ¡A la mierda, está bien! —rezonga—. Baja y coge a esa maldita cría. Yo te iluminaré con la linterna, ¡vamos!
            La mujer sonríe. Susana también, a pesar de la presión que le oprime el pecho. El berrinche de Paula crece por momentos y lo inunda todo. La niña no está cumpliendo su papel, pero al menos, piensa la madre, las cosas marchan como deben.
            —Calma, tesoro… —pronuncia Susana con voz queda mientras desciende los últimos peldaños—. No llores más. Yo te voy a cuidar muy bien.
            Algo parecido al rencor y aderezado con odio estalla en el interior de la mujer del sótano cuando Susana está a pocos pasos de ella. El marido de esta no deja de deslumbrarla con la linterna y apenas puede ver su rostro. “Acércate, desgraciada. Sólo un poco más. Ven a por tu hijita. Ven…”
            Susana alarga sus manos temblorosas hacia el bulto que le ofrece la mujer. No recordaba esa sensación desde hacía siglos; mariposas en el estómago, cosquilleos indescriptibles. Irene, de nuevo en sus brazos. El ogro tenía a su hijo, y ella dispondría de su propia criatura y entretenimiento. Cuando está a punto de rozar la manta que cobija al bebé, Susana descubre el engaño. El llanto del bebé no procede de ahí, sino de algún punto detrás de su verdadera madre.
            No puede hacer nada cuando la mujer desenrolla en un abrir y cerrar de ojos aquella vieja manta y le muestra su contenido real; una tabla gruesa de madera astillada sólo por un lado que la mujer había arrancado con saña de algún rodapiés.
            —¡Imbécil! —escupe esta con rabia antes de agarrar a Susana de un brazo y ponerla de espaldas a ella, con el lado astillado de la madera pegado a su cuello.
         —¡Pero qué haces!—exclama perplejo el ogro sin dejar de apuntarla con su linterna —¡Suéltala ahora mismo, puta!
            Apenas echa el pie en el siguiente peldaño de madera, la mujer enseguida despotrica contra él.
            —¡No te muevas de ahí! Como des otro paso más, me la cargo, ¿me oyes?
            Tres corazones latiendo con total frenesí retumban en la angustiosa oscuridad. De fondo, los gemidos de desaprobación de la pequeña Paula, clamando pronto un desenlace.
            Entre estupefacción e ira, el ogro duda qué hacer. Si por él fuera, bajaría ahí abajo, cogería a esa zorra de los pelos y le arrancaría la lengua. La lengua humana cocida era un sabroso manjar. Aquella la masticaría bien. Le encantaba deleitarse con ello. Le excitaba. Luego se tiraba a Susana por detrás y purgaba así su vicio más oculto. Pero, en este momento, la cosa no pinta para erecciones ni manjares culinarios. Justo ahora, su mujer está a punto de desfallecerse en brazos de la loca o de ser degollada, mientras él se pierde en divagaciones sin sentido. Tiene que hacer algo, y ya. Aprieta los dientes. Quiere decir algo, pero se ha quedado mudo de impotencia.
            —Dame la linterna —sigue imponiendo la mujer—. Baja hasta el último escalón y déjala rodar hasta mí. Y no intentes nada o le corto el pescuezo, ¿entiendes?
            Susana está al borde del llanto. Apenas puede ventilar y siente cómo le abandonan las fuerzas. Las astillas de la madera son como finas sierras que le aguijonean la piel. Aunque pudiera reaccionar con fuerza, en décimas de segundo un chorro incesante de sangre decoraría su vieja camisa y perdería así la oportunidad de compartir una nueva vida al lado de su Irene.
            —No lo hagas… Por favor… —balbucea—. Déjanosla y… te juro que… podrás irte.
           —¡Eso nunca! —reacciona la otra encolerizada. Tensa su brazo y el filo serrado rasga ligeramente la piel de Susana, que gime más preocupada por el futuro del bebé que por el dolor.
            El ogro desciende los peldaños despacio, sin dejar de enfocar con la linterna a las dos mujeres. Muy lista, la hija de puta. Se lo ha currado bien. No sabe cómo va a hacerlo, pero debe impedir que se salga con la suya. En cuanto se descuide un solo instante, caerá encima de ella y entonces…
            —Déjala rodar. Venga, no pierdas tiempo. Mándala hacia mí.
            Apenas les separan tres metros. El ogro se arrodilla lentamente y deposita la linterna en el suelo. “Los tiene bien puestos, sí señor”. Sonríe antes de empujarla con los dedos.
            —Chica lista… —masculla con recelo—. Veremos si lo consigues.
           La mujer quiere replicarle, pero contiene su orgullo en el último momento. Bastante tiene con impedir que el corazón se le escape por la boca. No debe malgastar saliva con el asesino. Aparentar frialdad, entereza; no debe descuidar esa premisa. Susana, mientras, se deja empujar por ella. La linterna llega hasta sus pies despacio, mostrando siempre su halo luminoso blanco.
            La mujer nota en ese preciso instante algo caliente escurriéndose entre sus dedos. Ha debido apretar la madera más de la cuenta. No le importa. La bruja no hace más que resoplar y sudar como si estuviera en una sauna. Si se desmaya, su plan se irá a la mierda y estará perdida. Ella y Paula serán pasto de los caníbales.
            —No la cagues ahora, Susi —le susurra al oído—. ¿Puedes agacharte a recogerla, preciosa?
            El cuello le escuece horrores cuando ella separa la madera de su piel. Harían buena pareja los dos, piensa antes de comenzar a doblarse. El ogro y la ogra. Como en aquella película de dibujos hechos por ordenador que vio cuando era una cría y el mundo no se iba aún al garete. Inspira hondo y se pone en cuclillas.
            Toca la linterna con los dedos. Está caliente. Qué suerte que todavía duren las pilas. Eran las últimas que les quedaban.
            —Vamos, dámela.
            No hace más que erguirse un poco y ella ya se la arrebata de las manos. Susana nota entonces su tembleque.
            —Vamos a morir todos… —se lamenta en voz alta—. Nadie saldría… herido si…
           —No te molestes, Susi —espeta el ogro desde la más siniestra oscuridad. Entonces, su rostro recibe de lleno el fogonazo de la linterna—. La “terminator” tiene un plan maestro para salvar el mundo.
            —Vete a tomar por el culo —recibe por respuesta. Le ha salido del alma. Está bien así; no conviene mostrar debilidad—. Pero antes, lánzame también las llaves del candado. Te prometo que no le pasará nada a tu mujer…
            Entonces, nota el peso cada vez mayor del cuerpo de Susana. Y su respiración más tenue. En cuestión de segundos, podría acabar todo.
            —¡Las llaves, joder! —le ordena súbitamente al ogro—. ¡Venga, que no tengo todo el día!
            Paula aumenta su cadencia de gemidos. Su llanto ya es penetrante, desquicia. Haría revolverse en sus camas a todo un vecindario entero.
         —Ahora te jodes y esperas, puta. —El ogro arrastra sus palabras como si fuera borracho. Con chulería. La mujer ve cómo este se vuelve hacia las escaleras y comienza a subir despacio, recreándose en ello. Apunta el haz a su cara y le ve sonreír. Relamiéndose. Cuando está en lo alto de las escaleras y sólo puede verle las piernas, le oye canturrear:
            —¿Dónde están las llaves? Matarile, matarile…




D.R.G.



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