Un nudo de rabia y angustia se
atasca en la garganta de la mujer. Está histérica. Le gustaría gritar y
liberarse de tanta presión pero sabe que no sería capaz. No podría articular
palabra alguna. La bruja caerá como un pesado fardo en menos de nada y Paula
necesita que su mamá la recoja del suelo y la tranquilice.
Crujidos lentos en el piso
superior. El ogro está maquinando su estrategia vencedora con total parsimonia,
sabedor de que tiene la cazuela encendida, el agua a punto de ebullición y los
ingredientes frescos esperando.
Que
se joda la puta, piensa. Y Susi que se joda también. A su mujer le quedaban dos
telediarios. Sería una pena no tener a nadie con quien joder, pero era mucho
mejor una buena reserva de comida para varios meses que un coño apestoso.
Siempre podría satisfacerse él mismo. Y tenía a David. A él no le haría nada de
eso, no sería capaz. Alguien debía continuar su legado y no quería estar solo
hasta que llegara su hora. Los dos se las arreglarían genial. Lo jodido sería
explicarle al crío que había que comerse a su madre, pero al final tendría que
aceptarlo por cojones. “Hay que tirar
p’alante, chico. Siempre p’alante”.
La degollaría ahí mismo. Le
clavaría la madera hasta el fondo de la garganta. La bruja quería quedarse con
su Paula. Ahora apenas respira. Ni se mueve. Pesa demasiado, la agota. Paula no
deja de llorar. Seguro que tiene el rostro enrojecido y está muerta de miedo.
Se dañará su pequeña garganta, se quedará sin respiración y…
La
mujer se dobla sobre sus rodillas acompañando a Susana hacia el suelo. Un hilo
de saliva de ella se le queda pegado a la cara. Siente un débil halito de vida
acariciar su mejilla. Debería sentir lástima por ella, ayudarla; quizá la
necesite ahí arriba. Con la madera sanguinolenta en una mano y la linterna en
la otra, se mueve en dirección hacia su pequeña. La cadena da lo justo para
llegar hasta el rincón. Quita los sucios cartones y la ilumina con la linterna.
En ese preciso instante, la niña enmudece. La luz. A su madre le parece un
ángel; hermosa, pura, inocente. Los nervios y la presión acumulada hacen que
rompa a llorar. Su pequeña. Deja la madera y la linterna en el suelo, se limpia
la mano en el pantalón y se agacha sobre ella. Lo hace rápido, echa en falta la
luz. Le pasa una mano bajo su cabecita sudada y la levanta con la otra. Está
temblando. Paula sacude sus bracitos cuando siente el rostro húmedo de su madre
sobre ella.
—Ya
estás con mami, mi vida.
Antes de recoger la linterna, pasa la mano por la carita de su bebé. Ni
una sola lágrima. Después, retrocede con ella en brazos y vuelve hasta la
bruja. Dirige la linterna hacia su cuello. La herida sólo es superficial, aún rezuma
algo de sangre. Entonces, Susana se gira sobre sí misma y se coloca de costado
frente a ellas, con los ojos entreabiertos. Con la boca abierta de par en par.
Observándolas fijamente.
—No
piensas renunciar a ella, ¿verdad? —La mujer traga saliva. Paula se remueve inquieta
entre los brazos de su madre.
Se oyen nuevos crujidos, más de
la cuenta. Y también voces, susurros. La mujer se pone en guardia. Espera.
Empuña de nuevo su arma improvisada en la mano derecha y dirige el haz
tembloroso con la izquierda hacia lo alto de las escaleras. Los crujidos cesan.
Distingue la voz atenuada del ogro. Luego, los pasos descendiendo peldaño a
peldaño. Suaves, ligeros. Pronto, la mujer puede ver unas piernas más pequeñas
de lo normal y unas manitas. “¡Qué
cabrón…!” Aprieta los dientes. No deja de apuntar con la linterna. El
visitante se arrodilla a mitad del tramo de escaleras y se deja ver. Cierra los
ojos deslumbrado por la luz.
—¿Dónde
está tu padre? —le inquiere ella nerviosa.
El
niño está pálido y ojeroso. Parece un muerto en vida. El flequillo castaño se
descuelga sucio y apegotonado sobre su frente. Lleva la misma ropa de siempre;
el suéter rojo con letras bordadas apenas legibles por la mugre y los
pantalones de pana de algún color que antaño se parecía al beige.
—¿Qué
tal está mi madre? —pronuncia con un tenue hilo de voz.
Durante
unos segundos, se hace el silencio.
—Hijo…
Susana
lo rompe cuando sale de su ensimismamiento. Arrullar a Irene entre sus brazos
era el mejor regalo que le podían hacer. Tenerla pegada a su cara, sentirla
viva. Poder despedirse de aquel mundo salvaje y cruel de la mejor de las
formas.
—Baja
aquí, David —reacciona la mujer de la linterna—. Ven con tu madre. Te necesita.
El
niño se da media vuelta y agacha la cabeza.
—No
puedo… No me deja.
El
ogro. ¿Qué estará preparando allí arriba? No debe estar en la casa, deduce,
pues no habría dejado bajar a David solo.
—Tu
padre… ¿Está en el cobertizo?
Despacio,
el niño introduce la mano en uno de los bolsillos laterales de su suéter y saca
algo pequeño. Sin mirar a la luz, arroja el diminuto objeto al sótano, vuelve
rápido a erguirse y echa a correr escaleras arriba.
—¡La comida está lista,
puta! —grita sollozando mientras se aleja.
CONTINUARÁ...
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