Daniel hunde su mano en
la arena. Millones de granos de roca, sal y otros minerales se compactan entre
sus dedos y la palma. Justo después, en cuanto levanta la mano unos
centímetros, abre los dedos y siente el roce de elementos deslizarse entre
ellos. No puede percibir el siseo que producen, pero lo intuye. El rugido
interminable de las olas precipitándose hacia la costa le impide escuchar nada.
Mira entonces a la orilla. Está plagada de algas rojas
arrastradas por la corriente. Parecen las mismas entrañas del océano, puestas
al sol frente a sus ojos. ¡Si ella le escuchara decir eso! Los turistas de piel
lechosa no lo saben, y los niños que llevan con ellos se divierten pateando
pedazos enormes de pimientos rojos.
Daniel no puede evitar sonreírse. Se imagina en ese
momento a Irene trajinando en la cocina con el cuchillo y los pimientos de
piquillo, y a él entrando sigilosamente por detrás y soltándole con cariñosa
malicia lo de las algas, los pimientos y las entrañas. Entonces se esfuma su
sonrisa. Como no, los dientes de ella y el cuchillo pugnarían por el premio al
objeto más contundente y brillante, y a él no le quedaría otra que agachar las
orejas y huir con el rabo entre las piernas.
El mar. Está picado. El cielo, gris, como no puede ser de
otra forma en Puerto de la Cruz, anuncia visos continuos de una tormenta que
nunca acaba de estallar. Sin embargo, el sol está siempre ahí, oculto,
agazapado entre las nubes, calentando desde un segundo plano. Daniel lo sabe,
aunque la agradable brisa marina que refresca su piel lo camufle. También sabe
que Irene está a su lado, los dos sentados en la arena dejando que el malsano
aire peninsular que acaban de dejar atrás deje paso a vientos nuevos de calma.
Vuelve a hundir la mano en la arena -¿cuántas veces lo
habrá hecho ya?-, esta vez observa esas diminutas motas verdosas que aparecen
salteadas entre los granos de roca; “obsidiana”, se dice. Está por todas
partes, es el mineral más comerciado de la isla. Quizá si juntara muchos de
ellos, piensa, o escarbara un poco más, se toparía con un pedrusco de esos que
refulgen apetitosos en los escaparates de las tiendas, de esos que mujeres como
Irene codician como si fueran un tesoro. Si lograra encontrar uno de esos,
quizá ella le valoraría más. Duda unos segundos y después abre sus dedos,
dejando escurrir la arena.
—¿Verdad que es maravilloso? —dice ella de pronto.
Daniel, sorprendido por el silencio roto, gira el cuello
hacia la que podía haber sido su mujer. Ella ni siquiera le está mirando, sólo
entrecierra los ojos en dirección al mar, con una extraña mueca torcida en la
boca que no acaba de formar una sonrisa. Él hace un mohín y agacha la cabeza.
Vuelve a hundir su mano en la arena.
—Te digo que esto está muy bien –insiste ella, girándose
molesta hacia el que podía haber sido su marido—. Por una vez, tendré que darte
la razón.
—¿La razón de qué? —pronuncia Daniel sin mirarla,
levantando su mano llena de granos de roca y obsidiana.
—Que nos iba a venir bien esto, el viaje. Nos hacía falta
después de echarlo todo atrás, ¿verdad?
Daniel deja caer la arena de golpe, como si de repente
los diminutos granos de roca y obsidiana se hubieran tornado finos y cortantes,
y levanta entonces la vista hacia el mar. Parece bastante más picado que hace
unos instantes. Una ola inmensa parece formarse a cientos de metros de la
playa, enormes borbotones blancos de espuma que vienen hacia ellos surgidos de
la nada, dispuestos a llevarse por delante toneladas de arena y obsidiana,
pimientos rojos y voces en grito. Daniel traga saliva mientras vuelve a hundir la
mano en la arena. No le hace falta ver cómo se forma la ola gigante, la oye
rugir mientras sus ojos permanecen fijos en sus dedos.
—Irene, yo…
—Te quiero.
Justo en ese instante, cuando la ola rompe con estruendo
en la orilla, escuchan los gritos de los niños. Los dos miran ansiosos para ver
qué ocurre. La ola sólo ha sido un desagradable revolcón para los críos y la
diversión más absoluta para los padres. Pero eso no es lo que más llama la
atención de Daniel cuando se retira el agua espumosa de la orilla.
—He dicho que te quiero —insiste ella con voz temblorosa.
Daniel deja de nuevo que la arena se deslice entre sus
dedos. Despacio, como si se resistiera a dejarla marchar, como si temiera que
se fueran para siempre los resquicios del bendito mineral que albergaba.
—Maldita sea, Irene. —Daniel suelta una carcajada antes
de deshacerse en llanto—. Los pimientos, los pimientos rojos… Se los ha llevado
el mar.
D.R.G.
Por fin algo romanticón.qué lástima que acabe tan mal...algún día acabarán bien?
ResponderEliminarHubiera sido muy lógico acabar de buenas. Y ya me conoces... XD
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