Este es uno de mis primeros relatos "largos" a los que tengo más cariño, no sólo por que fuera premiado en el certamen literario de la Comarca Ribera Baja del Ebro, sino porque está inspirado en mi pueblo e hilvanado gracias a los sentimientos que me evocan cada rincón y lugar del mismo.
Como siempre digo, que lo disfrutéis igual que disfruté yo escribiéndolo.
Salud(os), blogueros.
SANTA ÁGUEDICA
A Sara, por ser como es; mi pareja ideal y mayor apoyo.
A mis abuelos, Águeda y Ramón; simplemente, gracias por todo.
Nunca hubiera
imaginado que iba a volver a casa.
En todo este
tiempo lejos de Escatrón, el simple hecho de pensar en mi regreso me sobrecogía
de tal manera, que me hacía desear no volver nunca más.
Mi hija pequeña
por fin ha aprendido a conducir. Apenas me he movido del asiento en las interminables
curvas de Sástago. La última vez que me trajeron por aquí se me hizo eterno el
digerirlas. Cosas de aquel abandono forzado de mi hogar. Estas hijas mías, que
se empeñaron en llevarme a una residencia poco después de fallecer mi mujer. ¿Qué
derecho tenían ellas a elegir por mí, raptándome de mi casa y obligándome a
abandonar mi pueblo? Seguro que pensaron que esa era la mejor manera de quitarse
de encima al viejo para poder repartirse los cuatro huertos que poseía y la casa
en la que se criaron todas ellas. Como decía mi abuela materna: “Cría cuervos y
te sacarán los ojos”.
Mi nieta
María, la única de la familia que ha heredado mi pasión por las letras, ha
estado dándome la tabarra todo el viaje con el pueblo.
−Sí, cariño, ya he vuelto. Déjame tranquilo
con mis emociones, sólo te pido eso. Ah, y por favor, entrad al pueblo por el
camino de abajo. No me apetece pasar por delante de la cruz del poblado.
La silueta
recortada de la villa se presenta agazapada en el horizonte como un muñeco de
resorte a punto de saltarme encima.
Las casas
arracimadas en la ladera y San Javier, todavía en pie, resistiendo con orgullo a
los embistes del tiempo y a la pasividad de los que continúan desterrándolo al
abandono y al olvido. ¡Qué nudo en mi garganta! Ahí le siguen el campanario de
la iglesia parroquial, el camino de la izquierda hasta Rueda, con su torre
mudéjar y esa maravilla de noria restaurada, y, ¡ay!, cómo no, la joya de la
corona, mi balcón de la vida y de los recuerdos; la ermita de Santa Águeda allá
en lo alto del cabezo.
Siempre nos quedará Santa Águedica, ¿verdad,
Miguel?
….
Teníamos
diecisiete años cuando el frente llegó a las puertas del pueblo.
El sonido
indeterminado del fuego en mitad de la noche era lejano pero continuo. Cortinas
de humo aisladas en los montes, pasado el río. Y Santa Águedica, nuestra
atalaya. Todos los escatroneros pasábamos por allí durante el día; mirones
expectantes deseando que aquello que no acabábamos de entender pasara pronto de
largo y no nos estallara en las narices.
—¿Qué será de
nosotros, Ramón?—. La voz susurrante de mi buen amigo Miguel se armonizaba con
el viento junto a mi oído. Su brazo sobre mis hombros. A aquellas alturas, su
actitud ya era demasiado escandalosa como para pasar desapercibida.
—Puede que
tengamos que ir a la guerra. Estamos ya en la edad —le contestaba yo, apesadumbrado
e incómodo.
La guerra. En
la mente de unos adolescentes inexpertos y asustadizos que no habían salido apenas
del pueblo, aquella temida palabra no reconfortaba nada en absoluto. Nos
parecía no sé el qué. Como el cuento de la vieja. Debo confesar que cada vez
que escuchaba un obús estallando en la lejanía, me cagaba de miedo.
La guerra… No
estábamos hechos para ella, ni ella para nosotros.
—Pero iremos juntos, ¿verdad? Ramón, me moriría si a ti te pasara
algo. —Ahí estaba el bueno de Miguel, siempre atento y temeroso por mí.
—No nos pasará nada...
—Yo cuidaría
de ti y tú de mí, ¿te parece bien así?
—Claro. Para
eso estamos los amigos, ¿no?
El cariño que
Miguel sentía por mí ya venía de lejos, desde nuestra niñez, cuando apenas teníamos
cinco o seis años. Él, el único hijo del barbero del pueblo (el “cortapelos”,
le llamábamos con sorna) y yo, el hijo pequeño de ese hombre inaccesible que siempre
fue mi padre, un recadero del pueblo que subía una vez por semana a Zaragoza a
por los encargos de los señoritos y de los tenderos.
Formábamos una
cuadrilla de niños muy alegres; yo, Miguel, Sebitas, Mariano y Jorgito. Los
cinco solíamos jugar a menudo al fútbol y al escondite en las pequeñas eras
donde trillaban los mayores en Santa Águeda. Cuando nos cansábamos de darle patadas a aquellas vejigas de cerdo improvisadas como
balones, o simplemente nos apetecía cambiar de entretenimiento, yo siempre les
tenía un cuento preparado. Me los bajaba mi padre de Zaragoza.
Recuerdo muy
vívidamente cada vez que me daba uno de aquellos libros viejos. Me miraba con
esa media sonrisa suya, me removía el cabello y, por último, me decía: “Lee,
hijo, lee”. Y poco más. Era un hombre extraño, inexpresivo y muy encerrado en
sí mismo, pero cuando me hacía esos regalos era imposible que yo no pasara por
alto en sus ojos cierto brillo de orgullo paterno. Aquella era su única forma
de quererme y de preocuparse por mí. Por esa etapa de mi infancia, falto de
madre y de cariño, yo hubiera necesitado más sus consejos y abrazos, pero no
imaginaba entonces cuánto bien me harían, de igual forma, aquellos cuentos y
libros usados que con tanto amor me entregaba cada semana.
—¡Venga,
Ramón, léenos un cuento! —gritaban alborozados mis cuatro amiguitos con aquella
ansia atroz en sus rostros—. ¿Cuál te ha traído tu padre esta vez?
—No os pongáis
pesadicos, ¿eh? A ver, a ver…—Me encantaba desenvolver las tapas de los libros
despacio, recreándome en ello. Como el pirata que cava en el lugar exacto en el que sabe que se encuentra el tesoro. Aquel
gesto, junto con el énfasis y la imaginación que yo añadía por mi cuenta a cada
relato, transformaban sus caritas sucias y desdentadas en sonrisas perfectas
cargadas de magia e ilusión.
—Aquí pone “La
O-di-sea”, de un tal señor Home-ro. Parece una novela de aventuras. ¡Mirad qué
barco más grande sale en la portada!
La fresca
sombra del pórtico de Santa Águedica era sólo para nosotros. Los cuatro me
miraban embelesados y con los ojos bien abiertos a cada frase de cada libro que
recitaba. Miguel siempre se sentaba a mi lado para que yo oliera el bálsamo
prohibido que le gastaba a su padre, el “cortapelos”. Los mejores amigos,
siempre juntos.
….
Esta no es mi
casa.
Las brujas de
mis hijas se han cargado hasta el poyico de la entrada. ¡Qué poca vergüenza!
Aún parece que veo a las dos siendo unas mocosas jugando a saltar desde aquel
poyico. Y todas las charradas con el
tío Luis, el vecino, sentados en él cuando nos calentaba el apetecible sol del
mediodía. Hasta la última conversación con la abuela creo que se quedó justo allí.
Me paro justo
en el umbral de la puerta. En este momento echo más en falta su familiar apoyo.
No quiero ver más. Hay cosas por las que es mejor no volver a casa.
—Abuelo, ¿qué
te pasa? ¿Te encuentras bien? —María, siempre atenta de su abuelo. Es la única
que se preocupa realmente de mí. Como hacía Miguel.
—No, no es
nada, cariño. De verdad. Ya sabes que a veces me dan vértigos. Anda, acompáñame
ahora hasta allá arriba. Tengo ganas de que me de un poco el aire.
—¿Ahora
quieres que vayamos a tu Santa Águedica dichosa? Por lo menos espérate a que subamos
las maletas, ¿no?
—¡Pues no! No
puedo esperar tanto. Necesito ir ya. Oye, ¿sabes que eres igual de quisquillosa
que tu abuela?
—¡Ya estamos
con la abuela! Siempre que te viene en gana, todos somos igual que ella.
Al final, he
tenido que discutir fuerte con mi hija para que me dejara ir con María hasta
Santa Águedica. Ella se empeñaba en que entrara antes a la casa para que me
asombrara con las reformas que han estado haciendo durante mi ausencia, pero no
me ha dado la gana. Quedárosla toda para
vosotras y vuestros estupendos mariditos. Yo no os he hecho traerme aquí de
nuevo para eso.
Aahhh… Cómo me gusta inspirarlo, dejar
que inunde progresivamente mis fosas nasales. Desde que bajé del coche todavía
no me ha abandonado el mismo aroma a leña que antaño inundaba el lugar, ese que
es común a todos los pueblos y a los momentos entrañables. No me había dado
cuenta hasta ahora de lo mucho que lo extrañaba. En esa residencia de estirados
y fachas en la que me tienen recluido, sólo se huele a lejía, ambientador
barato y a culo de viejo.
Pasemos por el Arco de Santa Águeda. Bueno,
por lo menos mis paisanos aún lo conservan algo decente, aunque una manica de
pintura a la fachada tampoco le vendría nada mal.
Casi no hay gente
trasegando por las calles. Un desierto de pena, como aquel poema que le regalé a
Labordeta para que lo hiciera canción. Si el pobre José Antonio hubiera podido
pasar ahora por aquí, no hubiera tenido nada que rascarles a estas gentes, ni
del puchero ni del folclore.
No se ve ni un
alma. Sólo algún gato somnoliento y perdido haciendo algo de bulto. El pueblo
viejo es cada vez más viejo. ¡Con la vida que había por estas calles de abajo!
No quedará ninguno de mi quinta con los que tomar la solana en el banco y recordar
nuestras batallitas. O charrar de las
tontadas de los jóvenes de la tele. Ahora, la “juventud” del pueblo viejo rondará
más o menos los setenta. A lo que
llegamos…
—Mira, hija. Gírate. Ahí arriba, en lo
alto del arco. Tras esa cristalera sucia ponían antiguamente el busto de Santa
Águeda. Ahora ya no lo hacen porque nuestra patrona seguro que se echaría a
llorar cuando viera lo muerto que está el Barranco.
—Hala, abuelo, que no es para tanto… ¿Dónde tienen
a la Santa, entonces?
—En su ermita,
supongo. Aunque este cura último que debe estar, el sudamericano, a saber dónde
la tendrá expuesta…
Esos
charlatanes con sotana nunca han podido conmigo. Uno más modernillo que otro,
pero todos los curas son iguales. En fin, corramos un “estúpido” velo, que sino
le saldrá a mi nieta la vena “rojilla” y para rato tendremos caldo con su jerga
moderna y el rollo ese de los indignados…
¡Redios!, qué largo se me está haciendo
el camino. ¿Dónde estará ya mi fuelle escatronero? Será la falta de costumbre…
y la artritis. Bueno, y las noventa y una primaveras que soportan estas
maltrechas rodillas.
—No, hija, no vamos a ir hasta Santa Águedica
en coche porque no me sale de los cojones, que siempre he ido hasta allí
andando, aunque ahora me cueste una hora lo que hace unos años me costaba quince
minutos -Si ella portara encima toda la
carga que yo acarreo, le dolerían menos las piernas y la espalda, y el dolor
del pecho le abrasaría más que la falta de resuello−. Protesta, eso es,
protesta; en eso sois igualicas todas de la familia… Pero no eches el paso tan
largo ahora y deja que este triste anciano se coja de tu brazo, anda.
Un último
repecho antes de vislumbrar la majestuosidad de Santa Águedica.
Malditas canillas las mías, como decía mi abuelo cuando ya le pesaba el tiempo (él
nunca lo achacaba a la edad). Nunca he escalado una montaña, pero ahora
entiendo lo agotador y satisfactorio que es alcanzar una cima.
—¿Sabes qué, María? Me siento tan viejo y
ajado como las casas ruinosas de este barrio, testigos aún presentes de un
pasado viviendo en mí y manifestándose a golpes como dolorosas punzadas en el
alma…
—¡Me acabas de
matar, abuelo!
—No te rías
así, hija. ¡Un respeto! ¿Qué otra cosa podría salirle si no a un viejo poeta
chiflado como yo?
Vaya, todavía
sigue impresionándome su fachada. Se me ha congestionado el rostro y casi no
puedo articular palabra.
—¿Verdad que
esta ermita es preciosa, cielo? Venga, subamos hasta el pórtico…
Serán
chapuceros… ¡Sacrílegos! Se han
cargado los viejos escalones de arenisca y los han recubierto de cemento. ¡Con
las veces que los habré subido! No me imaginaba semejante puñalada trapera. Me
temo que no va a ser lo mismo andar de nuevo estos pasos. Tengo que reponerme un poco antes de seguir explicándole a María.
—Bueno, aquí era donde me pasaba largas
horas del día leyendo e imaginando otras vidas y otros mundos mejores. Mi mente
de niño despierto e inconformista sólo producía sueños. Este fue nuestro
refugio.
Ojalá pudieras acompañarnos ahora, Miguel. No
deberías haberte marchado aquel día.
….
A mi mejor
amigo le encantaba Lorca. Cuando ya éramos adolescentes, yo le esperaba en
Santa Águedica cada tarde, a su regreso de un duro día en el campo.
Los versos del
poeta andaluz ocultos bajo mi brazo. El “Romancero Gitano” en nuestro refugio
privado de la ermita.
—Un día te voy
a enseñar a leer —le decía muchas veces, cuando hacía alguna pausa en la
lectura—. Miguel, llevas tantos años dedicándote sólo a escuchar mis historias
y mis versos, que ya va siendo hora de que aprendas a hacerlo tú mismo.
Él casi
siempre me sonreía y evitaba una respuesta pero, en una ocasión, poco tiempo
antes de que discutiéramos, fue más allá.
—No, prefiero
escuchar los versos de tus labios —me contestó, mirándome fijamente a los ojos—.
Don Federico suena mejor si sale a través de ellos.
Y entonces,
alargó su mano y me acarició el pelo con lentitud y suavidad, como si se
recreara en ello. Nadie me había hecho eso antes; ni mi madre, ni mis hermanas
ni ninguna otra chica del pueblo. Pero lo peor no fue el gesto, sino la
reacción inesperada de mi cuerpo.
Avergonzado,
cerré el libro y le dejé solo en Santa Águedica.
Miguel seguía
siendo analfabeto cuando la guerra se lo llevó.
….
¡Malditos sean
los del consistorio! ¿Cómo se han atrevido a asfaltar el calvario de camino a
la ermita? Unos pinos raquíticos ocultan los pilares de las estaciones de la
crucifixión que yo de niño relataba a mi madre, a mis hermanas, a Miguel. Seguro
que ese cura latino tiene que ver algo también en esto. ¡A la mierda con tantas modernidades!
María sube
corriendo hacia uno de los pilares de piedra arenisca con su losa de cerámica pintada
y me saluda desde allí con el brazo.
—¡Yayo, yayo!
No puedo
creerlo. Desde que murió la abuela ya no me llamaba así. Rosita y yo éramos sus
yayos.
Mi nieta tiene
algo especial, se parece a mí cuando tenía su edad. Es joven, guapa, roja, ambiciosa
y además escribe muy bien. Puro nervio. Discutimos mucho entre los dos y nos
obcecamos por todo, pero en el fondo, intuyo que admira incondicionalmente a su
abuelo. Se comerá el mundo y su juventud no se romperá por un drama como el que
nos tocó a mi generación a su edad.
Santa
Águedica. Si hablaran estas viejas piedras de la ermita...
Hablarían de
Miguel, de cuentos y de versos. De Lorca. De sentimientos y de tortura. De
Miguel, los muros de Santa Águedica no hablarían de otra cosa que no fuese de
Miguel.
Siento haberte condenado, amigo mío. Nunca
quise herir tus sentimientos.
No me dí cuenta de lo que sentía por ti
hasta que no fue demasiado tarde. Eran tiempos difíciles, amargos. Miedos,
barreras y bombas. Si hubiéramos disfrutado entonces de la libertad que gozamos
ahora, quizá las cosas hubieran sido bien distintas.
Sé que no te importaría que le contara nuestra
historia a mi nieta porque ya he esperado demasiado tiempo para hacerlo. Si me estás
escuchando desde algún lugar, sabrás que no existe nadie más que pueda
comprenderme. Ahora más que nunca, necesito liberarme del insufrible dolor que oprime
mi pecho y de este sentimiento imperdurable de culpa que ha lastrado mi ánimo todo
este tiempo, impidiéndome caminar.
Querido amigo, allá donde estés, ¿me darás
las fuerzas que necesito?
….
—María, cariño, aquí, que nos da el sol.
Nos detenemos
bajo una de las estaciones que rodean el cabezo de Santa Águedica: “Jesús muere
en la cruz”. Un escalofrío sacude todo mi cuerpo. Qué irónica y cruel es la
vida.
—Eso es,
ayúdame a sentarme. Despacio… ¡Ay, que me vas a esganguillar! Hala, ahora mira
enfrente y disfruta del paisaje. Podría ser la última vez que vaya a admirarlo
contigo.
—Tenías razón,
yayo. ¡Esta vista es magnífica! No sé, tiene algo…
—Único. No
sólo mágico y especial, sino único. Algo que no se puede explicar por más que
tuvieras infinitas palabras a tu alcance. Nunca se cansarán tus ojos de este
maravilloso escenario, te lo garantizo. Y bien, dime, ¿qué ves justo ahí abajo?
—. Ella me mira extrañada.
—Si te refieres
al balcón del ayuntamiento, donde antes de nacer yo, leíste un pregón de las
fiestas… ¿Puede ser que lloraras? Me acuerdo que en las fotos parecías muy
emocionado…—. Me entran ganas de darle un capón, pero no sería capaz nunca de
tocarle un pelo a mi nieta.
—Vamos a ver, ceporra,
no quería que pensaras ahora en eso. Te estaba pidiendo que evocaras usando la
descripción, una herramienta muy útil para mostrar al lector aspectos del
escenario donde…
—¡Pare el
carro, señor poeta! No había pillado que se trataba de la clase magistral de
hoy. Bueno, pues veamos…
….
No puedo
evitar recordar en este momento la última vez que Miguel me traicionó. Mi mejor
amigo, conspirando contra mí a escondidas con su lengua ponzoñosa.
En nuestros
últimos años juntos, cuando ya nos había cambiado la voz y me creía todo un
galán de cine que no pasaba desapercibido entre las mozas del pueblo, Miguel siempre
se entrometía en mis relaciones de pareja y espantaba a todas mis novias sin
saber yo muy bien por qué. Encarnita, la panadera, fue el motivo de aquella
dolorosa discusión entre nosotros, la que a la postre lo significaría todo.
Sólo las cigarras nos replicaban en aquella calurosa noche de verano en Santa Águedica.
—¡Suéltame! Te
obsesionas demasiado con las mujeres. No hay ninguna que te merezca, Ramón. ¡Lo
hago por ti, de verdad!
—Pero, ¿qué
estás diciendo, insensato? ¿Por qué no puedo verme a solas con ninguna zagala,
eh? ¡Venga, explícate! Un traidor como tú no puede ser mi mejor amigo.
—¿Traidor?
Míranos, Ramón. Tú y yo siempre juntos. Culo y mierda desde críos. Yo no puedo
más, ¿sabes?
—¿Qué? Pero qué
narices estás diciendo. Al final, vas a conseguir que todo el mundo hable de
esto. Si hasta mi hermana me ha dicho que por el pueblo corren ya rumores sobre
nosotros.
—¿Sobre
nosotros? ¡Qué sorpresa! ¿Y qué crees que pueden decir sobre nosotros, eh?
Vamos, dilo…
—Pues…
¡mariconadas! ¡Eso! Y yo no soy maricón. Soy poeta y republicano… ¡y me gustan
las mujeres!
—¿Y Lorca qué,
camarada? ¿Ya no te acuerdas que siempre nos contabas que querías ser como Lorca?
No eres maricón porque tienes miedo a que te pillen los nacionales y te fusilen
como a él. ¡Lo que sí que eres es un cobarde!
De pronto,
aquellos sentimientos vuelven a mí con fuerza. Siento de nuevo la soberana impotencia.
La rabia. Las ganas de coger a Miguel del cuello y tirarle cabezo abajo.
Santa
Águedica se había acabado para nosotros.
….
—Estooo… ¡Muy bien, cariño!
Estaba en la
inopia y apenas he escuchado su descripción, pero confío en que habrá visto ante
sí un fabuloso edén que el ser humano jamás percibió. Eso significaría que
también ha heredado mis ojos y que ese primer premio juvenil de poesía que obtuvo
el mes pasado ya debería saberle a poco. Si se esfuerza y es constante, algún
día le llegará el éxito y seguro que lo saboreará mejor que yo. Porque ella no
tendrá a Miguel en cada una de sus obras, reflejado una y otra vez en diferentes
personajes para librarse poco a poco de su carga.
Ahora es el
momento idoneo. Ahora, que Santa Águedica y el recuerdo de Miguel se conjuran por
nosotros. Observo a mi nieta en silencio mientras sigue absorta con el paisaje.
—Cariño… Voy a
contarte una historia.
No tengo el
valor de mirarla. Ella sigue tan extasiada con la vista bucólica que parece no
escucharme. Espero unos segundos más.
—Por eso
estamos aquí realmente, ¿no? —Ese semblante fiero no me gusta nada. No deja de
mirar al frente–. Así que crees que la quimio va a salir mal y tienes que hacernos
traerte al pueblo para esto. ¡Joder! No puedo creer que estés tirando la toalla…
María se está
yendo por otros derroteros y no me deja ni siquiera que me explique. Su voz se
quiebra de pronto. En unos instantes, una sombra de pena cubrirá su cara y se
echará a llorar. Estará horrible cuando lo haga y la atmósfera mágica de confianza
que había creado para nosotros, desaparecerá.
….
Más de un
centenar de personas congregadas junto a la cruz del poblado.
Los jóvenes reclutados
del pueblo se encontraban allí listos para partir de inmediato al frente. Miguel
y Sebitas estaban entre ellos, uniformados y con sus petates preparados.
En general,
los rostros de aquellos inminentes soldados del ejército republicano eran un
auténtico drama, pero había que detenerse un segundo en el semblante del hijo
del “cortapelos” para comprender bien la situación.
Al menos, Miguel
no gimoteaba ni se abrazaba desconsolado a sus familiares y amigos como hacían otros,
pero era inevitable verle cabizbajo y tremendamente desorientado. De vez en
cuando, el pobre levantaba la cabeza y escrutaba entre la multitud porque, a
pesar de que apenas nos hablábamos desde aquella discusión, creo que siempre tuvo
la corazonada de que su mejor amigo acudiría finalmente a despedirse de él.
Yo, escondido mientras
entre mis paisanos como una alimaña asustada y huidiza, no dejaba de esquivar
su mirada furtiva a la vez que intentaba decidir qué era lo que debía hacer
antes que cesara la música de la banda del pueblo y algún miliciano diera la
orden definitiva de marchar.
—¡Hombre, Ramón!
¿Por qué te escondes?… ¿Es que le tienes miedo a la guerra?—. Era Mariano quien
me sorprendía por detrás echándome el brazo encima. Desde que había estallado
la guerra, el muy chaquetero se arrimaba más a los hijos de los señoritos, que
eran todos más fachas que la camisa de Franco—. Qué suerte que nos hayamos
librado de ir al frente con estos, ¿verdad? Pobrecicos… Sus familias no tienen
el mismo trato con los señores que el que tienen las nuestras —.Señalaba entonces
hacia Miguel y Sebitas con una sonrisa burlona—. ¡Tendrías que estar contento,
joder! ¿A qué viene esa cara de muerto?
—¡Ramón! ¡Eh,
Ramón!
Esa voz no
podía ser otra que la de Miguel. Giré mi vista hacia los reclutados. Estaba a
punto de formar filas y no hacía más que mirar con el brazo levantado hacia
dónde yo me encontraba. El corazón me latía furioso y salvaje. ¿Por qué se
marchaba a la guerra sin mí? ¿Acaso era yo la causa de su partida inminente?
Algo había
cambiado en mí desde nuestra acalorada conversación en Santa Águedica. Por
primera vez, había mirado en mi interior y aquello que me había revelado me
producía más temor que la guerra misma.
—¡Ah, ya veo! —exclamó
Mariano al ver a su antiguo amigo reclamando mi presencia—. O sea, que has
venido aquí realmente a despedirte de ese marica. ¡Y yo que creía que eras todo
un machote! Al final, va a resultar cierto eso que dicen por ahí de vosotros.
—¿De nosotros?
¿Y qué dicen pues de nosotros, si puede saberse…? —. El miedo y la confusión
que volvían titubeantes mis palabras, causaban mayor efecto en mí del que había
podido esperar. Estaba ya tan harto de esas malditas habladurías, de esas
palabras tan hirientes e impronunciables, tan asqueado de las bochornosas
burlas de desgraciados como Mariano…
—No querrás
que te lo diga aquí, delante de medio pueblo… —contestó el imbécil, sin dejar
de parecerle gracioso—. Vamos, a no ser que quieras que todo Escatrón sepa que
el Miguel y tú sois maricones y que os dais por el culo un día sin otro detrás
de la ermita. ¡A ver si os pensabais que nos tragaríamos la excusa de que estabas
enseñándole a leer a escondidas!
En ese
instante, la misma impotencia y rabia que casi hicieron que aquella noche
agarrara a Miguel del cuello y lo lanzara al vacío, se manifestaron
inmisericordes dentro de mí. No pude detener el odio y la furia que se desataron
en mi interior a partir de ese momento. Lo
siguiente que recuerdo fue mi puño hundido en la boca del estómago de Mariano,
al que pillé desprevenido y debí dejar un buen
rato sin respiración. Después, inevitablemente, volví a fijarme en Miguel, que
se encontraba ya formando y a punto de iniciar su éxodo irreversible del
pueblo.
Los músicos se
disponían a tocar su última partitura, cuando salí de entre el gentío y me
planté ante él. En la vida no me habré arrepentido más de otra cosa que no
fuese de aquello.
—¡Vete de aquí,
maricón! ¿Me has oído bien? ¡Maricón! —le grité con toda mi alma—. Ahora huye,
cobarde. Eres la vergüenza de este pueblo. ¡No queremos volver a verte nunca
más! ¿Me oyes? ¡Nunca!
….
—¿Eso le
gritaste, yayo? —. No pude haber sido más cruel, allí delante de todo el pueblo.
María piensa lo mismo que yo. Esta imagen repentina de su yayo Ramón se
encuentra a años luz del abuelo ideal. El vivo ejemplo del mito caído.
No hay
pañuelos que puedan enjugar más lágrimas de las que he derramado por Miguel a
lo largo de estos duros años. La chica es consciente de ello cuando me limpia
tiernamente las mejillas con la manga de su propia chaqueta.
Me quedo
observándola, preocupado, y entonces ella empieza a cabecear y sonreír. Con los
ojos empañados y la boca torcida, está extrañamente divertida.
—¿Sabe usted
qué, Don Ramón Rojas, célebre poeta premiado en decenas de certámenes y eventos
literarios, reconocido internacionalmente y muy querido en especial por su
bella y prometedora nieta, María López Rojas? —me suelta de repente, cogiéndome
de la mano. Cojones con la cría, no me esperaba esa verborrea feliz de sopetón.
Una carcajada
tremenda se escapa de mis adentros, y a continuación, no puedo evitar atraerla hacia
mí y abrazarla como nunca había hecho antes.
—Ardo en deseos de saber lo que tienes
que decirme, pequeña.
—Pues que tu
nieta está muy orgullosa de ti por haberme traído a este lugar tan especial
para contarme tu historia. ¿Por qué has esperado tanto tiempo a hacerlo?
Me encojo de
hombros. Casi enmudezco. ¿Cómo podría decírselo?
—Verás… —me parece que voy a atascarme. No es nada fácil—, porque, al
no estar ya la abuela, sólo tú podrías entenderme. Y luego se ha juntado
también lo otro y...
Esto no era
exactamente lo que pretendía. Los nervios me han traicionado. María hace una breve
pausa y suspira.
—Yayo, no te
vas a morir, ¿vale? Eres escatronero, aragonés y un cabezón redomado, y para
acabar contigo harían falta muchos cánceres, tantos, que es mejor ni nombrarlos.
—No puedo evitar que se me empañen los ojos. Es un bendito cielo, la muy jodida—.
Siento mi reacción de antes. Ahora ya lo sé todo. —No, hija, aún no sabes nada−. ¡Bueno, sólo prométeme que vas a ser
fuerte y que lucharás! Vamos a estar contigo en todo momento y no vamos a
permitir que te rindas, ¿te has enterado bien?
—Que sí, María,
que ya lo sé. Pero con mis años, no voy a soportar ese tratamiento. Os habéis
empeñado todas, pero me parece a mí que…
—¡Basta ya de
tonterías! —me interrumpe, tajante. La miro con sorpresa y ella sonríe al
percatarse de mi gesto. Esta nieta mía nunca dejará de sorprenderme. Parece que
lleva bastante bien lo de mi enfermedad, después de todo.
—Yo también
estoy muy orgulloso de ti, cariño. Y muy agradecido, no sabes cuánto.
—Dejemos el
tema, ¿vale? –continúa seria. Asiento con la cabeza y me acabo de secar los
lagrimales –. Ahora, por favor, no me dejes en vilo y acaba de contarme lo que le
pasó a Miguel.
….
Le esperé
mucho tiempo aquí, en Santa Águedica. Algo de mí se fue con él aquel día, que
acabó sembrándome de continuos remordimientos. A partir de entonces, me
convertí en una especie de alma en pena errando por el calvario, sentado sólo y
triste en el pórtico de la ermita.
Los pocos muchachos
que regresaron vivos de la guerra apenas me aportaron datos sobre el posible
paradero de Miguel. El Sebitas, que se echó al monte durante muchos años durante
la contienda para regresar años después hecho un cristo, me contó que Miguel y
unos cuantos más del pueblo fueron enviados a luchar en la batalla del Ebro.
Ninguno de ellos regresó.
—¡Espera,
Ramón! No te vayas aún, hombre.
—Ya me has
contado suficiente, amigo. Me he alegrado mucho de verte. Qué suerte que hayas
vuelto después de estos años.
—Es que tengo
que contarte algo más sobre Miguel.
—¿Ah, sí?
—Creo que, a
pesar de lo que le dijiste en la cruz cuando todos marchamos a la guerra, él no
te guardó rencor, ¿sabes?
—¿Cómo? Vamos
a ver, ¿qué estás diciendo?
—Mira, durante
los dos meses siguientes que seguí con él, no dejaba de repetir que desertaría
si viera que su vida corría peligro, con tal de volver al pueblo y pedirte
perdón por todo que te había hecho.
—No puede ser,
Sebas. ¿Estás seguro?
—¡Anda, déjalo
estar, Ramón! Ese pobre diablo seguro que se alistó para no hacerte más daño y
que fueras feliz. Agradéceselo allá donde esté. ¡Y no te culpes más, ostia! Él
no habría querido eso. Además, todos sabíamos… el aprecio especial que te
tenía. No hubiera sido nada bueno para ti, créeme.
Aquel
día, las noticias que trajo el Sebitas me desconcertaron, pero encontré en
ellas el consuelo suficiente para seguir adelante. A pesar de eso, mi herida
nunca se acabó de cerrar.
….
—Ostras, yayo. No sé qué decir. Estoy un
poco… confusa.
María se zafa
lentamente de nuestro abrazo. El transcurso de mi relato nos ha agotado a los
dos. Presiento que dentro de ella queda cierta desazón, como si hubiera alguna
parte de la historia que no acabara de entender. Cavila demasiado, como si
dudara por algo. Soy tremendamente consciente de ello. Mi nieta es demasiado
lista para que se le hubiera pasado por alto un hecho tan evidente.
—No sé… Igual
no te he entendido bien, pero es que hay algo que no me cuadra en todo esto—. Siento de pronto un leve escalofrío. María
ha debido notarlo.
—A ver, ¿qué
parte es la que no has entendido, hija? —le replico, incómodo—. No me apetece
tener que explicártelo todo de nuevo. Saca tus propias conclusiones pero no
intentes hurgarme en la herida.
—Vamos, a ver —explota—, tienes que
reconocerme que te has pegado toda la vida sufriendo inútilmente por algo. ¡No
es justo, de verdad! ¿Por qué has seguido siendo víctima durante tantos años?
—Para, María.
Por favor, no sigas más por ahí. Déjalo estar y vámonos ya para casa, que tu
madre ha dicho que volviéramos antes de comer.
—¿Por qué quieres
irte ahora? Me extraña mucho que no te sientas por fin aliviado. ¡Si es lo que
estabas deseando! Es que no entiendo por qué te has estado martirizando durante
setenta y pico años, si tú no sentías lo mismo que Miguel. Vamos, que si
hubieras estado también… pues eso, enamorado de él, lo entendería, pero si no…
Ya es
suficiente. No quiero seguir escuchándola más.
—Maldita sea,
no me retengas, María. Me duele todo, así que no tires de mí porque no tengo
las rodillas como para bailar jotas.
—Dime que no
sentías algo por él y nos iremos a casa, ¿de acuerdo? —me desafía—. Hasta que
no lo hagas, no pienso soltarte ni moverme del sitio. Aunque utilices la fuerza
e intentes salirte con la tuya, debes recordar que soy nieta tuya y que los
cojones no sólo los heredan los hombres.
Siento que mi
pecho va a estallar. Ni qué decir de todo el sudor que mana de mi frente. Estoy
abochornado. Humillado por la sapiencia y la cabezonería de mi nieta.
Qué diecinueve años tan bien puestos. No va
a parar hasta que lo confiese y me derrumbe como una torre de naipes. Es más
dura e impasible que yo. Mi adorada niña rebelde no se conforma sólo con medias
verdades.
Por un momento, te he visto en ella, camarada.
Reprochándome toda la verdad, como aquella noche en Santa Águedica. Y he vuelto
a avergonzarme de ello, lo siento. Debería haber medido antes las consecuencias
para que la tremenda bofetada que me tenía reservada la realidad no me hubiera
pillado desprevenido.
Tenías toda la puñetera razón y si ahora
estuvieras aquí y pudieras volver a escupírmela, la seguirías teniendo. Y no me
dolería en absoluto, porque eso es lo que fui, he sido y seré hasta el día en
que me muera; un estúpido cobarde.
—¡Ya está bien
de lloriquear! ¿Para esto has esperado tanto tiempo? ¿Por eso me has traído
aquí?
—No
necesito que ahora seas tan dura conmigo, María. Esto no era nada fácil para
mí.
Acabo de
decirlo y parece que mis últimas palabras hayan sido un bálsamo para los dos. Ahora
es ella quien afea su rostro cuando comienza a sollozar de nuevo. Yo tampoco
pretendía esto.
—Estoy bien, yayo, de verdad. Lo siento mucho. En serio, perdóname por
lo que te dicho. Lo que me pasa es no quiero verte sufrir, ¿sabes?
No hay otra cosa que me pida el cuerpo en este momento que abrazar a mi
nieta con orgullo. Ahora comprendo por qué ha valido la pena esperar tantos
años.
—Creo que ya ha llegado la hora de levantar el vuelo, hija —le susurro
al oído—. Esto ha debido parecerle algo irónico, a juzgar por esa mueca de
bobalicona que ha puesto—. No, maña, no creas que lo he dicho porque pensaba
tirarme abajo. Aunque sí que te hubiera tirado a ti si no me hubieras soltado
antes. ¡Menuda fuerza te gastas con lo escuchimizada
que pareces! En eso también eres igualica que tu abuela.
A duras penas
logra levantarme de nuevo. Sin embargo, no me duelen las canillas como antes.
Que me siga ahora, si se atreve. Tengo una
cosa más que mostrarle.
Creo que te lo debemos, Miguel.
....
Abuelo y nieta sentados en el pórtico de Santa Águedica.
Los versos del poeta andaluz, ocultos bajo mi brazo; el “Romancero
Gitano” en nuestro nuevo refugio privado de la ermita.
Ella no hace más que observarme expectante a cada movimiento que hago, a
cada carraspeo de mi voz.
—Yayo, no sé qué pretendes ahora, pero me estás poniendo cardiaca.
¿Qué esperará que haga, sino lo que más he extrañado
siempre?
Mis manos tantean temblorosas bajo mi chaqueta hasta dar con él. A pesar
del paso de los años, se había conservado bien en mi biblioteca. Suerte que
recordaba exactamente dónde estaba justo antes de venir al pueblo.
—¿Es eso lo
que creo que es? —me pregunta cuando lo coloco sobre mis piernas.
El tomo
descolorido. Sus bordes desgastados de tanto uso. Un extraño escalofrío recorre
mi cuello cuando me dispongo a abrir la tapa. Yo no soy quien debe hacerlo.
—Toma, María.
—¿Es para mí? —.No puedo definir su asombro. Debe sentirse algo así
como privilegiada. Alargo mi mano y le froto el cabello con toda la dulzura y
el cariño que puedo. Las siguientes palabras me salen solas.
—Ahora lee, hija. Lee…
Y ya nada más
le diré hasta que se canse de recitar.
Ahora me
siento tan feliz, tan liviano…
Tan libre que
siento patear de nuevo aquellas vejigas hinchadas de cerdo en las eras de allá
abajo; tan libre como cuando les leía cuentos y fábulas a mis amigos en este
mismo pórtico de Santa Águedica, o cuando le recitaba aquí a Miguel en la
intimidad aquellos versos de Lorca, nuestro genial poeta andaluz.
Lo único por lo que María debería estar realmente
orgullosa de mi, es porque la haya elegido a ella para revelarle mi tortuoso pasado.
Ojala tenga mucha suerte en esta vida que le queda por delante. Que lea, escriba
mucho y haga siempre lo que le dicte el corazón. Y que no deje que nadie le
haga sentir miedo de si misma.
No me equivocaba con ella, amigo mío. Mi
nieta era la única persona que podía entenderme, pues no tuve el valor
suficiente en su día para contárselo a su yaya Rosita, ni a nadie…
Ni siquiera a ti, querido Miguel.
D.R.G.
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