miércoles, 7 de marzo de 2012

El camino a Los Soticos


Debe ser por la impronta que me dejó el haber recibido el otro día el segundo premio del Jardiel Poncela...
Mi relato premiado, "Santa Aguedica", es un homenaje a mi pueblo y, como tal, está cargado de sentimientos hacia él. Por ello, me ha salido escribir ahora el que vais a leer a continuación.
Disfrutadlo y ya me contaréis.


Un saludo, amigos.



EL CAMINO A LOS SOTICOS


Antes de tomar el coche, tuve mis serias dudas. Habían sido muchos años −doce o quizá dieciséis− sin dejarme caer por el pueblo. El gesto arrugado en la cara de papá me animó a hacerlo.
            —Anda, no me dejes sólo en esto —me suplicó. Había que añadirle a su profundo pesar el hecho de que tenía miedo a conducir desde poco después de nacer yo, cuando mamá y él sufrieron aquel desafortunado accidente—. Venga, trae a la abuela y sube de una vez.
            Me entregó las llaves del coche sin mirarme a la cara. No le insistí esa vez para que hiciera el esfuerzo de sentarse al volante. Siempre ocultaba sus males y aflicciones bajo su eterna coraza; dejaba que le arañaran por dentro hasta que algún día cesara el dolor, sin importarle las secuelas que quedaban para él y el resto que le rodeábamos.
           
Hicimos el viaje en relativo silencio. Sólo hablamos cuando me dirigí a él en un par de ocasiones; una de ellas le pregunté por Los Soticos.
            —¿Queda muy lejos del pueblo?
            —¿El qué? —me respondió balbuceando.
            —Los Soticos, ¿qué va a ser?
            —¿No has estado nunca allí? —su incógnita sonó igual de violenta que perpleja.
            —¡Pues no! —la mueca de burla que puse era señal de que su actitud me incomodaba. Una mini discusión estaba en proceso.
            —Bajando al río —suspiró—, al lado de la desembocadura del Martín, un poco más abajo.
            —Vale. Gracias por tu esfuerzo.

Recordé al dedillo los 90 kilómetros que nos separaban del pueblo −la carretera, los desvíos, los meandros del Ebro, las interminables curvas del tramo final−, como si el tiempo no hubiera pasado y aquella ruta hacia mi juventud hubiera permanecido grabada en mi memoria.
            En cuanto el pueblo apareció majestuoso en la distancia, elevado sobre el altiplano, sentí un leve pinchazo en algún rincón de mi torso. Centenares de casas arracimadas sobre la ladera, la iglesia, las torres del convento. Un escalofrío erizó el vello de mi nuca. De inmediato, el niño que todavía habitaba en mí gritó alborozado en mi cabeza: “¡Mira, papá! ¡El pueblo, el pueblo!”. Miré de soslayo a mi padre. Parecía haber encogido sobre el asiento.
            —¿Entramos por el camino de abajo? —reaccioné una vez pasado el puente del río. No pude evitar dirigir la mirada hacia la Central Termoeléctrica. Cuánto se había transformado.
            —Pues claro…
            Cuando pasamos bajo la ermita, creí ver a la abuela esperándome junto a uno de los pilares del calvario, con el brazo en alto. Fue sólo un instante. No me estremecí, casi agradecí su bienvenida.

Aparcamos donde siempre, en el cantón. Papá bajó enseguida del coche.      
            —Baja a la casa y abre todas las puertas y ventanas. No te olvides de sacar a la abuela.
            —¿Y tú? —me estaba quitando el cinturón.
            Se dirigía hacia el pajar cuando balbuceó algo. Sacaba unas llaves y el paquete de tabaco del bolsillo de su chaqueta.
            Cabeceé resignado y abrí la puerta de atrás del coche. Miré la pequeña caja de metal.
            Abuela…Va a ser como tú querías.

Caminé cantón abajo hacia el Barranquillo, nuestra calle. La abuela me cogía de la mano. Se la veía radiante e inusitadamente feliz. Con su bata vieja de andar cocinando y sus canas mal teñidas, era la alegría de la calle cada vez que su nieto mayor llegaba al pueblo.
            La fachada trasera de la casa estaba agrietada y se habían desprendido grandes trozos de yeso y cal; al menos, eso me pareció antes de tirar del brazo de la abuela para advertirle de la amenazante ruina. Luego, al volver la vista de nuevo hacia la casa, la fachada lucía perfecta y lisa, el tendedor estaba repleto de ropa del campo del abuelo y la cal brillante como recién rociada lo cubría todo. Hasta el marco de las ventanas desprendían un peculiar olor a barniz que llegaba hasta nosotros.         
            Estaba en casa.
            —¡Yaya! Para, escucha.
            Ella sonrió. Era el eco de los cascos de aquella vieja mula subiendo la calle, a la vuelta de la esquina. Los chirridos de los ejes del carro anunciaban la llegada del Avelino, nuestro vecino.
            —¡Anda, tira! —mi abuela palmeó mi espalda, animándome. Sólo era cuestión de mirarle a los ojos. Sabía mejor que nadie que me encantaba subir en aquel carro.
            —¡Hombre, galán! —aquel hombre pequeño y encorvado, ancho de espaldas y escaso de pelo, tiraba del ronzal de su bestia calle arriba. Haría su parada en la puerta de su casa, descargaría allí toda la herramienta y hortaliza que traía de la huerta y torcería por el cantón para dejar encerrado el carro en su cochera. —¡Sooo!—. Cuando nos vio, detuvo un momento la mula. Ésta relinchó aliviada, eran muchos los metros cuesta arriba que llevaba recorridos. —Ya era hora que bajaras por aquí. Con lo contenta que se pone tu abuela cuando vienes. ¡Casi la oía chillar desde el río! —la abuela y él rieron casi a la par—. Venga, sube arriba que sé que lo estás deseando.
            Sentí una extraña desazón.
            —Ahora no puede ser, Avelino. Vamos a dar un paseo hasta Los Soticos —le conté apesadumbrado.
            —Pues tú te lo pierdes, zagal —el hombre le dio un tirón fuerte al ronzal y la mula echó de nuevo a andar con su paso lento y cansino. —Ya no habrá una próxima vez, ¿sabes? —dijo nada más superarnos. Miré en ese momento a mi abuela, me sentía mal por haberle enojado. Ella se encogió de hombros y tiró de mi brazo sin más.
            Los cascos de la mula sonaban lejanos cuando me acordé de Miguelín. El gesto de enojo en el rostro de su abuelo justo antes de enfilar calle arriba me recordó vagamente a aquella vez que le insulté delante de todas las vecinas. Era una noche de verano, la gente tomaba la fresca a ambos lados de la calle y yo ya estaba harto de su actitud.
            Eché un vistazo a la puerta de su casa y le encontré sentado en el zaguán esperando a su abuelo y la mula. Cuando me vio pegó un salto y se puso de pie, chasqueando el suelo con sus sandalias. Llevaba el pelo repeinado y una camiseta de tirantes, como yo. Desde niños, siempre fuimos los mejores amigos de la cuadrilla.
            —¿Vamos a jugar? —era imposible decirle que no cuando te miraba con esos ojos grandes y marrones. Ya no me acordaba de lo graciosos que estábamos con esos pantalones ceñidos de táctel.
            —Me voy, tengo prisa —le contesté rápido y firme. Agaché la cabeza, todavía estaba dolido. Entonces fui yo quien tiró del brazo de la abuela.

Acabamos de abandonar la calle y ya pude ver el Arco del Barranco. Era uno de los antiguos portales de entrada a la villa, ahora dedicado a su patrona. Mis amigos jugaban a fútbol en la replaceta que formaban las casas al otro lado. Me paré en seco. No quería volver a escuchar sus burlas.
            —Abuela, no quiero pasar por ahí.
            El Tío Juan subía por la pequeña acera lentamente, arrastrando sus muletas. Volvía seguro del Hogar del Jubilado. Por más que se calaba la boina, no podía ocultar esa cascada de gruesas arrugas que se descolgaban de su rostro. Descubrir su presencia me hizo recordar las veces que corría a ayudarle a subir la cuesta. Con una de las muletas iba siguiendo el bordillo de las aceras para no salirse del camino. El Tío Juan perdió la visión poco después de que mis padres tuvieran el accidente y mi madre subiera al cielo.
            Solté la mano de mi abuela casi por instinto y me encaminé apresurado hacia él.
            —Pero, ¿tú quién eres? —me dijo con aquella voz ronca y tenue cuando le agarré del brazo.
            —A ver si me reconoces si te digo esto —le indiqué a la vez que le guiaba correctamente—: “Estate quieto, Juanico, no te muevas que saldrás mal en el dibujo”.
            Durante unos instantes, el viejo pareció dilucidar arrugando el ceño hasta que una sonrisa arqueó las comisuras atrofiadas de sus labios.
            —¡Ah, pillín! Si eres el nieto de la Aguedica —soltó después de echarse un buen par de carcajadas—. Ahora me acuerdo de cuando nos retratabas en tu libreta a mí y a mi hermana.
            —Me alegro mucho de verte, Juan. No he querido entrar a saludar a la María porque la última vez me despachó de malas maneras, la entretuve demasiado dibujándola mientras estaba haciendo la comida y se le quemaron las patatas.
            —¿Ah, sí? —se extrañó— No me acuerdo de eso…
            —Igual ya te habías marchado.
            —¿Adonde?
            En ese momento escuché la llamada de mi abuela. Giré el cuello y la encontré observándonos bajo la sombra del Arco. Su voz desaprobadora comenzó a resonar en mi cabeza.
            —Me he alegrado mucho de verte, Juan… Debo irme ya.
            Me zafé lentamente de su brazo y le dejé marchar sólo por la acera.
            El Tío Juan se despidió de mí unos metros más arriba. Me quedé observándole fijamente a la chepa hasta que escuché sus risas a mi espalda. Me estaban esperando en la replaceta. Cuando me giré, la abuela seguía el camino cuesta abajo, sin mí.

A pocos pasos del Arco, aquellos niños crueles que jugaban al balón al otro lado desaparecieron. Había perdido de vista a la abuela. Bajo la sombra fresca del Arco, Miguelín me esperaba fumando. Había pegado un buen estirón, llevaba el pelo más largo y ya le crecía la barba. Era todo un galán.
            —Ven, Javi —me susurró oculto entre las sombras. Apenas veía su rostro, sólo el humo del tabaco que exhalaba por la boca. Su voz ya no sonaba como un armónico timbre— Acércate, vamos. Tengo algo que enseñarte.
            Ya sabía lo que era. Me mordí el labio y apreté los puños. El corazón me latía desbocado. Sin necesidad de mirarle recordé aquel gesto y las desconcertantes palabras que le procedieron;
            —¿Tú crees que la tengo grande?
            Cerré los ojos y aceleré el paso. Casi había conseguido sortear el Arco, cuando aquellos niños que antes reían y jugaban a la pelota aparecieron al otro lado cerrándome el paso con sus bicicletas. Acabé odiándoles a todos.
            Una terrible corriente eléctrica me sacudió desde los pies a la cabeza. Aunque me temblaban las piernas, sólo podía echar a correr Barranco abajo para evitar sus golpes y escupitajos. Ya no recordaba ese desagradable nudo en la garganta que tantas veces me hizo romper a llorar.
            Corrí y corrí con los ojos cerrados, deseando desvanecerme y aparecer de una vez en Los Soticos.
            —¡Abuela, abuela! ¿Dónde estás?
            —Estoy contigo, cariño.

Abrí los ojos. Estaba sólo, gimoteando asustado en medio de la replaceta del Barranco.
            Abrazaba la caja metálica de la abuela contra mi pecho. Todo alrededor apenas había cambiado de como yo lo recordaba. Lo único que me chocó fue la ausencia de sonido humano; antaño se respiraba más vida. Una anciana con un colorido pañuelo en la cabeza apareció por una de las calles aledañas con una bolsa de plástico de la que asomaban dos barras de pan. Me estudió con detenimiento hasta que desapareció bajo el Arco.
            Me restregué los ojos con una mano. Ya no estaban Miguelín ni los otros rondándome. Tampoco bajaba mi padre con el paso acelerado por el Barranquillo para acompañarme hasta Los Soticos. No extrañé a ninguno de ellos.

Habían adecentado el pavimento del tramo que conducía hasta el río. El trino de los pájaros me acompañó hasta que crucé al antiguo puente ferroviario.
            Estaba dejando el pueblo atrás y me sentía bastante liberado. Respiraba aire fresco, el cielo estaba despejado y pronto avistaría la ribera con los chopos y los tamarices. Casi echaba en falta el aroma a azufre que provenía de aquellas grandes bancadas de desecho de la central que amontonaban a escasos metros del lecho del río. Era un fastidio hundirse en ellas y tener que descalzarse rápidamente para descargar aquel polvo oxidado de la zapatilla.
            —¡Javi, Javi!
            Era la abuela, llamándome desde el azud. El ruido que producía la corriente del Ebro al precipitarse por la pequeña cascada ocultaba sus gritos. Acaricié la caja. Creí notar una leve sacudida en su interior. Quizá fueron mis manos temblorosas por los nervios.
            —¡Espérame, abuela! ¡No vayas tan rápido, que me perderé!

Seguí la ribera del río, pisando sobre la hierba y evitando el tarquín de la orilla. Tras una amplia y frondosa concentración de tamarices se hallaba la desembocadura del río Martín, un pequeño caudal que se incorporaba modestamente al cauce del Ebro.
            Tuve que sortear algunas ramas para llegar a la pequeña pasarela que sorteaba al afluente. Detrás de ella seguía un camino de tierra que atravesaba varias parcelas y campos, algunos abandonados hacía décadas. Los Soticos debía ser uno de ellos. De nuevo había perdido de vista a mi abuela y sólo podía fiarme de mi instinto.
            —¿Me prometes que lo haréis cuando me vaya?
            —¿El qué, abuela? —las lágrimas se derramaban tímidamente de mis ojos. Le quedaban pocas horas de vida. Me estremecía verla con la máscara de oxígeno y el gotero de morfina.
            —Que me llevaréis a Los Soticos —apenas podía escucharla—. Esparcid mis cenizas por todo el campo —un goterón rebosaba de sus ojeras inflamadas. Los párpados le pesaban cada vez más. —El campo de mi padre…

Había una niña apostada al lado de una pequeña caseta derruida. Detrás de ella se extendía un terreno considerable cubierto de maleza y salpicado de antiguos frutales de troncos ajados y ramas desnutridas. Una estrecha acequia al borde del camino impedía el acceso. Sentí el impulso de acercarme hasta allí, me picaba una extraña curiosidad.
            La cría estaba graciosa contoneando sus caderas. No dejaba de observarme sonriendo mientras me acercaba a ella. Me llamó la atención su vestido, parecía antiguo y lleno de tierra; sus largos tirabuzones negros con lacitos hicieron que viniera a mi memoria una vieja foto de época.
            —¡Hola! ¿Queda muy lejos Los Soticos, pequeña?
            La niña se echó a reír en un tono alegre y pícaro que me sonó muy familiar; luego, emprendió una curiosa carrera que le llevó a adentrarse en aquel terreno.
            —¡Oye! Pero, ¿dónde vas?
              Una extraña fuerza hizo que me echara a correr tras ella. Salté la acequia sin dificultad y caí sobre un ribazo lleno de hierba. La niña alcanzó el centro del campo en un abrir y cerrar de ojos. Podía escuchar desde mi posición como seguía riendo a carcajada limpia.
            Eché a andar a trompicones sorteando el matorral y las piedras que habían invadido el terreno. Los nervios y la excitación que me sofocaban en ese momento me impedían sentir el calor y las vibraciones que emitía la caja conforme me acercaba a la niña. No dejaba de observarla; poco tardó en comenzar a dar vueltas y vueltas alrededor de sí misma, canturreando con los brazos en alto.
            Estaba a punto de llegar junto a ella, cuando una fuerte corriente de aire azotó el campo, obligándome a taparme la cara. Entonces, noté cómo el metal caliente quemaba mi mano y solté la caja aullando de dolor.
            Me asusté. La caja había caído sobre un matojo de hierba pero no estaba seguro de si se había entreabierto. Me estremecí sólo de pensar en tocar las cenizas con la mano.
            Escuché la hierba crujir detrás de mí, alguien se acercaba. No sé porqué intuí que era él.
            —Déjame que lo haga yo.
            Papá recogió la caja despacio. Parecía indemne y ya no quemaba.
            —Vuelve a casa y espera a que regrese.
            Su voz sonó cálida y apaciguada. No me atreví a discutirle.

Abandoné el terreno cabizbajo. La vieja moto campera del abuelo yacía sobre el ribazo, junto a la acequia. Mi padre era el único que podía arrancarla.
            Antes de dejar atrás Los Soticos no pude evitar mirar de nuevo hacia aquella caseta. Creí ver a mi abuela durante un segundo, apoyada en el muro y levantando el brazo.
                        




D.R.G.

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