domingo, 20 de mayo de 2012

EL SÓTANO - Entremeses


Entremeses




Toma, mi vida. Cierra los ojos, eso es. Qué bendición que no puedas comprender todavía lo que te rodea. Si te viera tu padre…
            Paula chupa con ansia mi pezón mientras intento contener las lágrimas. Tiene sólo tres días de vida, pero no es tonta. Sabe que tiene que alimentarse todo lo que pueda para hacerse fuerte lo antes posible. Instinto de supervivencia. Lo va a necesitar si salimos de aquí.
            Les oigo ahí arriba. Llevan discutiendo un buen rato. Él lo quiere hacer, pero a ella le ha brotado una pequeña flor en ese tiesto yermo que es su corazón. Se ha echado atrás, no sé si por Paula, por mí o por las dos, pero el chulo insiste en hacerlo ya. Al principio eran gritos, luego golpes en los muebles, en las puertas, en las paredes; después gritos, golpes y los lamentos de ella. Pequeños intervalos de silencio, crujir de pasos apresurados sobre la madera, puertas que se cierran con violencia. Y a lo lejos, incesantes, repulsivos, los ladridos de ese maldito chucho y los sofocos del niño, encerrado como siempre en su cuarto.
            Come todo lo que puedas, mi niña. Aprovecha ahora, que tienes a tu mami velando por ti. Dentro de unos momentos quizá nos separen para siempre. No quiero que seamos sus siguientes platos, así que tú y yo vamos a ser una. Por tu padre y por ese grandísimo cabrón que debe haber allá en lo alto.


            —Tendría que habérmela cargado antes. —El hombre deambula nervioso alrededor de la mesa de la cocina. Mira con ojos encendidos a su mujer, que está sentada en una silla, apoyada con los codos en la mesa y cubriéndose la cabeza con las manos—. Te empeñaste en mantenerla viva porque… ¡mierda! Somos muchas bocas ya y tenemos al chaval, ¿pa qué otro más?
            —Es una niña, ¡maldita sea! —reacciona ella, dando un manotazo brusco en la mesa —. He soñado con esa criatura tantas veces, Jorge… —dice tras tomar aire y sosegarse—. Es igualita que Irene. Mi pequeña… —Su rostro se afea y cierra los ojos.
            —¡A Irene se la llevaron las fiebres! —Jorge se detiene y se inclina al lado de ella, espetándole en la cara —. No necesitamos una sustituta, ¿lo entiendes? No hay más comida. —Agarra el mentón de su mujer con sus dedos gordos y sucios y gira la cara de ella hacia la suya—.¡No-Hay-Co-Mi-Da! ¡Métetelo bien en esa jodida cabeza de una vez, Susi!
            El nudo en su garganta da paso al odio, a esa repugnancia creciente y diaria hacia su marido. Desde hace algunos meses ya no es Jorge, sino el ogro que les da de comer. Sólo por eso se cree en el derecho de forzarla cuando le viene en gana y de decir siempre lo que hay que hacer. Susana aprieta los labios y frunce contrariada el ceño. Siente esa presión el pecho por la falta de oxígeno, lo normal cuando se pone nerviosa y no puede ventilar bien. Es especialista en retener la pena cuando le emborrona la vista y dejar que la humedad se deslice en una sola gota, en vez de en un paño de lágrimas. Todo por Jorge, para que no la vea triste y la golpee después para hacerla llorar de verdad. “Es la puta mierda de vida que nos ha tocado, así que hay que tirar p’alante como sea…”. Es lo que decía cada vez que iba a matar a alguien para alimentarles. Y el vecino no era nada de fiar, le aseguró el ogro aquella primera vez. Susi nunca podría olvidarlo.


Chisss… Tranquila, cariño; traga y no pienses en ello. Concéntrate. Pronto habrá que actuar. Tenemos que honrar la memoria de tu padre. Se sacrificó por nosotras y nos alimentó con su propia carne para que tuviéramos una oportunidad, para que vinieras a este mundo y yo pudiera estrecharte entre mis brazos como había soñado. ¿Acaso no es maravilloso? Tú y yo juntas contra este mundo de mierda. Mientras haya vida, habrá esperanza, decía tu papá. Cuando tus ojos vean la luz ahí fuera, verás que ya no quedan animales con los que alimentarnos ni crecen apenas plantas que nos sirvan de sustento.             La Tierra está enferma, agoniza, y nosotros con ella. Por eso los pocos seres de dos patas que quedamos… No, mi niña, humanos no. Desde que nos comemos los unos a los otros, hemos perdido la condición que nos diferenciaba de las bestias. Ahora, no somos ni mejores ni peores que ellas; somos la única especie que queda.
            Chis… Calla. Te acostumbrarás pronto. Eso me decía siempre tu padre. Alguien tenía que darnos de comer, por eso la familia feliz nos encerró aquí abajo. Los muy desgraciados nos engañaron cuando llegamos moribundos a su puerta. Él nos prometió cobijo y alimento y un nuevo futuro para los tres, pero… Desde el principio, me dí cuenta de que los ojos de ella hablaban sin querer, que detrás de esa atmósfera perfecta de cordialidad y esperanza se escondía algo salvaje, irracional. Tu padre no quiso verlo y yo me dejé arrastrar. Todos los días comíamos carne, carne con patatas y verduras estropeadas del huerto; pedazos de vete tú a saber quién con miradas huidizas y sonrisas falsas de postre. Cuando nos quisimos dar cuenta… Cuando nos quisimos dar cuenta, ya estábamos perdidos.


Ha salido al porche. Casi destroza antes la alacena y el cristal de la puerta, pero es lo habitual en sus ataques de ira. Un respiro, a fin de cuentas, para Susana, que rompe en llanto con la cabeza sobre la mesa. David está en su cuarto, castigado por haber sido malo y cruel con sus padres al no querer almorzar los últimos pedazos de la reserva. No deja de gimotear. Jorge no quería darse cuenta de que el niño no estaba bien. Ella se negó en rotundo, pero él se empeñó en que estuviera presente su hijo cuando preparaba el cuerpo del hombre. David acababa de cumplir cinco años y ahora apenas hablaba. “Tiene que aprender a hacerlo”, decía el ogro, “nunca se sabe cuándo será tu último día, así que es mejor que aprenda pronto para cuando yo no esté”.
            Susana sólo cocinaba, siempre y cuando le quedara resuello para estar algún tiempo en pie; los inconvenientes del asma y de no tener inhaladores ni medicamentos disponibles para ella, al menos, en cientos de kilómetros a la redonda. A Susana no le gustaban los gritos, le horrorizaban. Sin embargo, el ogro lo hacía siempre fuera, en el cobertizo, con las puertas abiertas. Le daba igual que alguien que deambulara cerca los oyera y se acercara a husmear. Otro que caería en la cazuela, sonreía el ogro con satisfacción.
            El hombre que trocearon se llamaba Paúl. Era un buen hombre; alto, apuesto... Se ofreció por su mujer y su hija. Por eso, Jorge lo racionó en más pedazos de lo habitual, no sólo por precaución, sino por orgullo. Quería masticarlo todas las veces que le fuera posible. Susana ya no lo soportaba más. A veces, desearía tener el valor para huir de allí con su hijo y abandonar al ogro en su guarida. Pero ahora no; Irene había vuelto con ellos y no podía dejar que el ogro la devorara. A la mujer sí, pero a ella no. Cuando dio a luz, no se enteraron hasta que oyeron el llanto desgarrado del bebé. Ella ni siquiera dejó que se acercaran. Juró que le aplastaría el cráneo si lo hacían. ¿Qué clase de madre, en su sano juicio, podría decir esas cosas? Irene sería para Susana, lo merecía más que ella. Volverían a ser los cuatro de siempre. Todo marcharía bien entonces.
            Jorge vuelve, le oye silbar ahí fuera. Rocko no deja de ladrar en el porche. Susana debe secarse el rostro y reponerse. Por su niña, haría lo que fuera.


Tengo un plan. Todo saldrá bien, mi amor. Sobretodo, no llores. Guarda tus fuerzas para el camino. Será largo y duro, pero nunca estaremos solas. Papá velará siempre por nosotras.
            Otra vez los gritos. Están discutiendo de nuevo, pero ella parece que se impone esta vez.
            Ya viene. Oigo los pasos. Va a abrir la puerta. Prometo que él no te tocará, cielo. Antes lo mato.



D.R.G.

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