No me sorprendió la pataleta de Lorién
cuando vino a verme el otro día a mi habitación.
—¡Pero
yo te digo que alguien me mira!
—Y yo te digo que como no dejes de decir
tonterías, te daré una zurra —Le pasé una mano entre los muslos y palpé su
pijama. Al menos, esa vez estaba seco.
—Le
oigo respirar… —se subió despacio a la cama, intentando colarse entre las
sábanas—. Y me dice cosas en sueños.
—Te
veo venir —le advertí malhumorada.
Lorién
es un buen niño. ¿Qué otra cosa puede decir una madre de su hijo? Sólo estamos
pasando una mala racha. Una muy mala. Yo hago todo lo que puedo pero, a veces,
eso no es suficiente.
—Creo
que es… —me susurró incómodo. Le cobijé rápido bajo las sábanas y no pude
evitar abrazarle. Temblaba.
Estuvo
a punto de decirlo. Me lo había insinuado dos días antes, pero como se había
llevado una buena tunda en el culo, no se atrevió. Dejé que el niño se durmiera
sobre mi pecho y luego me levanté despacio, con cuidado para no despertarlo.
Sentí un escalofrío cuando bajé de la cama por el otro lado. Debía ser fuerte. Por Lorién, por mí y…
por Manu.
El
agua fría del lavabo no servía para aplacar mi sollozo. Mi propia imagen en el
espejo del baño me asustaba. Necesitaba un tinte de pelo urgente, esas canas me
envejecían cientos de años, y esas ojeras… Qué aberración. No podía hundirme.
Un
recuerdo me asaltó justo en ese instante. Me ví de pronto reflejada ante el
espejo con unos cinco o seis años. Comprendí a mi madre cuando dice que el niño
ha heredado mi carita de ángel. Esos tirabuzones me sentaban estupendos. Y ese
trajecito de flores… ¡Me encantaba! Pero, ¿por qué estaba llorando entonces? Sólo
recordaba un berrinche así en mi infancia cuando... ¡Ah, viene papá! Me abraza
por detrás sonriente. Qué joven y qué guapo. Le echo de menos.
“¿Por qué lloras, mi vida?”.
“Naranjito. Es por Naranjito”.
“No puedes olvidarlo, ¿eh?”.
“No... Cantaba tan bien…”
“Mira, cariño; a veces, cuando
nuestras mascotas… y nuestros seres queridos se van para siempre, es posible
que sigamos sintiendo su presencia”.
“¿Ah, sí?”
“¡Claro! Nunca se van del todo. Siempre
permanecen en nuestros recuerdos”.
“Pero, ¡no es eso! Yo le oigo
cantar. Y lo siento dándome con su piquito en el pelo para despertarme por las
mañanas…”
“¡Ay, hija! Mira que eres… Está
bien, te contaré un secreto. Déjame primero que lo busque, a ver si te puede
ayudar”.
Me
vestí tan rápido como pude y salí corriendo de casa. Ni siquiera desayuné.
Era domingo y había mercadillo en la plaza del pueblo. Allí encontraría sin
duda lo que con tanta ansia se me había ocurrido buscar. Debía acabar con eso
de una vez, ya no podía soportarlo.
—¿Pero
qué es esto?
Su
mezcla de asombro y enfado era bien visible. Le había prometido un regalo si se
tomaba todo el desayuno. Se extrañó; nunca recibía sorpresas así y menos por
beberse un zumo y zamparse un tazón de leche con cereales.
Me
senté junto a él en la mesa. Ambos mirábamos el espejo con desigual interés. El
marco de madera presentaba unos relieves hechos toscamente; más que una obra de
arte, parecía el trabajo descuidado de un hippie. La pequeña raja que
circundaba la esquina superior derecha del cristal se me había antojado antes
de envolverlo, con la idea de que así pareciera más antiguo.
No
me resultó difícil hallarlo. Tenía visto el puesto de un chatarrero ambulante
que acudía todos los domingos al mercadillo. Entre candelabros, enchufes viejos
y todo tipo de antiguallas, visualicé un espejo de mano de madera como el que
andaba buscando. No era ni mucho menos parecido a aquel que me regaló mi padre,
pero cumpliría igualmente su cometido.
—Vale.
Ya sé que igual no es lo que estabas pensando, pero si me dejas que te cuente
su secreto, comprenderás el motivo.
—¿Un secreto? —farfulló Lorién—. ¿Qué secreto
puede tener un espejo?
—Es
un antiguo espejo indio —le dije, intentando poner énfasis en mis palabras.
Esperé su reacción; desconcertado y asombrado, por supuesto. Tal y como
esperaba. —Me lo regaló tu abuelo cuando yo tenía más o menos tu edad.
Lorién
no dejaba de recorrer el marco con sus pequeños dedos. Me hacía gracia ver el
reflejo de su cara bobalicona en el cristal.
—¿Y
para qué sirve? —se atrevió a decir.
Inspiré
hondo. Llegados a ese punto, debía estar realmente segura de lo que iba a
decirle, o mejor dicho, inventarme para que se dejara al fin de tonterías.
—Dices
que has sentido últimamente que alguien te persigue, ¿no? —Lo solté rápido—. Bueno,
que sientes la… presencia de algo invisible a tu alrededor —. Tragué saliva y
esperé su contestación.
No
me gustaba tocar ese tema y quizá lo adorné demasiado. El niño había cerrado la
boca y fruncido el ceño. No parecía dispuesto a replicar nada, así que decidí
contarle la historia de Naranjito. Obviamente, omití algunos datos para que no
jugaran en mi contra. Lorién seguía muy atento mi extraño discurso.
—¿Estás
segura de lo que dices? —me interrumpió.
—¡Por
supuesto! —Estuve rápida para arrebatarle el espejo y colocarlo frente a mí—.
Observa. Cuando sientas esa presencia cerca, sólo tienes que poner el cristal
en dirección hacia ella. Si crees que está delante, así. —Le dí la vuelta al
espejo hacia Lorién y fruncí el ceño—. Si piensas que está justo detrás de ti
lo pones sobre tu hombro y ¡zas! —Teatralizado era más efectivo, lo sabía por
experiencia—. Y así atraparás a esa cosa que te ronda dentro del espejo y
podrás averiguar su verdadera identidad.
Tendí
el espejo hacia Lorién. El gesto que me dedicaba cuando lo recibía de nuevo
entre sus manos era todo un poema.
—¿Tú
atrapaste aquí a Naranjito? —me soltó de pronto con un extraño brillo en sus
ojos—. ¿Lo volviste a ver dentro del espejo?
Un
súbito escalofrío me sacudió. Recordé enseguida aquella reacción que tuve de
niña cuando creí que había apresado a mi periquito. Me tiré varios minutos gritándole
sin sentido a mi propio reflejo.
—Estuvo
un tiempo ahí, claro —le respondí con fingido convencimiento.
—¿Y
se fue?
—Digamos
que… se cansó de estar siempre metido en el espejo sin poder volar y un día le
dí permiso para que se fuera —¡perfecto! Era una mamá embustera pero
profesional—. Llega un momento en el que hay que dejar que se marchen. Sería
muy injusto y cruel mantenerlos siempre presos —clavé mi mirada en él—, ¿no te
parece?
Lorién
se convenció sin muchas ganas y se marchó de la mesa con el espejo. Cuando se
alejaba de mí, el desasosiego me invadió. El nudo en la garganta, el recuerdo
de Manuel. No habían pasado ni tres meses. Me sentía horriblemente mal por
engañar así a mi hijo, pero era la única solución. Como mi padre hizo conmigo.
Así pude olvidar a ese maldito pájaro.
Sucedió
esa noche. Acababa de dejarle acostado. Lorién se tapó con el espejo aferrado
al pecho y una sonrisa en los labios.
—No
hace falta que te lo metas a la cama. Déjatelo en la mesilla.
—¡No!
—reaccionó molesto—. A veces viene en sueños, tengo que estar preparado.
No
dije nada; simplemente le dí un beso en la mejilla y apagué su lamparita.
Después marché hacia mi habitación arrastrando los pies con paso lento, cabeceando
confusa por el pasillo. Me acabé arrepintiendo de aquello demasiado tarde,
cuando el frío y la pena me arropaban en mi lado de la cama. Desde que faltaba
Manu, me resultaba casi imposible pasar de mitad del colchón.
No conseguía
dormir, siempre en duermevela. “Mañana le
contaré la verdad y arrojaré ese puto espejo a la basura”, me repetía
incesantemente, quizá para librarme de culpa y poder conciliar el sueño.
Parecía sencillo. Justo.
Escuché
un clic en algún momento. Un hilo de luminosidad en el pasillo.
—¡Mamá!
—Su tono de voz parecía preocupado.
—¿Qué
ocurre, cariño? —pronuncié lo justo para que me oyera.
—¡Ya
lo tengo! ¡Lo he atrapado!
Hubo
silencio por mi parte. Mucho. Y miedo, también tuve mucho miedo; tanto que no
pude moverme de mi posición.
—Mu…
¡Muy bien, cariño! —se me trababa la lengua.
—¡Corre,
mamá! ¡Ven!
Me enfadé
injustamente. Fue inevitable.
—¡Corre, ven!
Vamos a verle juntos… ¡Corre! ¿Por qué no me contestas?
Apretaba con fuerza los dientes.
Estrujaba la almohada. Deseaba con todas mis fuerzas que cerrara la boca de una
maldita vez.
—¡¡¡Mamá!!!
Levanté la cabeza de la almohada y exploté.
—¡No vas a
ver a tu padre en ese espejo! ¿Me oyes? ¡Nunca más lo volverás a ver!
Mi
voz se quebró en ese instante. El cristal del espejo indio también.
De pronto, sentí el peso en el
colchón detrás de mí. Los músculos de mi cuello se destensaron y una sensación
de paz me inundó. Una lágrima comenzó a escurrirse por mi mejilla. Sobrecogida,
dejé que aquel susurro acariciara mi pelo hasta que la lágrima se detuvo sobre
mis labios. Jamás sabré si fue una sugestión mía o si realmente él acudió a su
antiguo lecho para despedirse de mí. Lo único que sé decir de aquella experiencia
es que cesó tan repentinamente como había empezado y que ya no se ha vuelto a
repetir.
Cuando
llegué corriendo al cuarto de Lorién, deshecha por el llanto, casi me clavé los
restos del espejo en la planta del pie. Nunca olvidaré su rostro antes de
abrazarnos. Pese a estar bañado en lágrimas, una sonrisa colgaba de su pelo
alborotado como si fuera un columpio.
D.R.G.
No hay comentarios:
Publicar un comentario