sábado, 21 de abril de 2012

EL ESPEJO INDIO




No me sorprendió la pataleta de Lorién cuando vino a verme el otro día a mi habitación.
            —¡Pero yo te digo que alguien me mira!
      —Y yo te digo que como no dejes de decir tonterías, te daré una zurra —Le pasé una mano entre los muslos y palpé su pijama. Al menos, esa vez estaba seco.
            —Le oigo respirar… —se subió despacio a la cama, intentando colarse entre las sábanas—. Y me dice cosas en sueños.
            —Te veo venir —le advertí malhumorada.
            Lorién es un buen niño. ¿Qué otra cosa puede decir una madre de su hijo? Sólo estamos pasando una mala racha. Una muy mala. Yo hago todo lo que puedo pero, a veces, eso no es suficiente.
        —Creo que es… —me susurró incómodo. Le cobijé rápido bajo las sábanas y no pude evitar abrazarle. Temblaba.
            Estuvo a punto de decirlo. Me lo había insinuado dos días antes, pero como se había llevado una buena tunda en el culo, no se atrevió. Dejé que el niño se durmiera sobre mi pecho y luego me levanté despacio, con cuidado para no despertarlo. Sentí un escalofrío cuando bajé de la cama por el otro lado.         Debía ser fuerte. Por Lorién, por mí y… por Manu.
            El agua fría del lavabo no servía para aplacar mi sollozo. Mi propia imagen en el espejo del baño me asustaba. Necesitaba un tinte de pelo urgente, esas canas me envejecían cientos de años, y esas ojeras… Qué aberración. No podía hundirme.
            Un recuerdo me asaltó justo en ese instante. Me ví de pronto reflejada ante el espejo con unos cinco o seis años. Comprendí a mi madre cuando dice que el niño ha heredado mi carita de ángel. Esos tirabuzones me sentaban estupendos. Y ese trajecito de flores… ¡Me encantaba! Pero, ¿por qué estaba llorando entonces? Sólo recordaba un berrinche así en mi infancia cuando... ¡Ah, viene papá! Me abraza por detrás sonriente. Qué joven y qué guapo. Le echo de menos.
“¿Por qué lloras, mi vida?”.
“Naranjito. Es por Naranjito”.
“No puedes olvidarlo, ¿eh?”.
“No... Cantaba tan bien…”
“Mira, cariño; a veces, cuando nuestras mascotas… y nuestros seres queridos se van para siempre, es posible que sigamos sintiendo su presencia”.
“¿Ah, sí?”
“¡Claro! Nunca se van del todo. Siempre permanecen en nuestros recuerdos”.
“Pero, ¡no es eso! Yo le oigo cantar. Y lo siento dándome con su piquito en el pelo para despertarme por las mañanas…”
“¡Ay, hija! Mira que eres… Está bien, te contaré un secreto. Déjame primero que lo busque, a ver si te puede ayudar”.
            Me vestí tan rápido como pude y salí corriendo de casa. Ni siquiera desayuné. Era domingo y había mercadillo en la plaza del pueblo. Allí encontraría sin duda lo que con tanta ansia se me había ocurrido buscar. Debía acabar con eso de una vez, ya no podía soportarlo.

            —¿Pero qué es esto?
            Su mezcla de asombro y enfado era bien visible. Le había prometido un regalo si se tomaba todo el desayuno. Se extrañó; nunca recibía sorpresas así y menos por beberse un zumo y zamparse un tazón de leche con cereales.
            Me senté junto a él en la mesa. Ambos mirábamos el espejo con desigual interés. El marco de madera presentaba unos relieves hechos toscamente; más que una obra de arte, parecía el trabajo descuidado de un hippie. La pequeña raja que circundaba la esquina superior derecha del cristal se me había antojado antes de envolverlo, con la idea de que así pareciera más antiguo.
            No me resultó difícil hallarlo. Tenía visto el puesto de un chatarrero ambulante que acudía todos los domingos al mercadillo. Entre candelabros, enchufes viejos y todo tipo de antiguallas, visualicé un espejo de mano de madera como el que andaba buscando. No era ni mucho menos parecido a aquel que me regaló mi padre, pero cumpliría igualmente su cometido.
            —Vale. Ya sé que igual no es lo que estabas pensando, pero si me dejas que te cuente su secreto, comprenderás el motivo.
   —¿Un secreto? —farfulló Lorién—. ¿Qué secreto puede tener un espejo?
           —Es un antiguo espejo indio —le dije, intentando poner énfasis en mis palabras. Esperé su reacción; desconcertado y asombrado, por supuesto. Tal y como esperaba. —Me lo regaló tu abuelo cuando yo tenía más o menos tu edad.
            Lorién no dejaba de recorrer el marco con sus pequeños dedos. Me hacía gracia ver el reflejo de su cara bobalicona en el cristal.
            —¿Y para qué sirve? —se atrevió a decir.
            Inspiré hondo. Llegados a ese punto, debía estar realmente segura de lo que iba a decirle, o mejor dicho, inventarme para que se dejara al fin de tonterías.
           —Dices que has sentido últimamente que alguien te persigue, ¿no? —Lo solté rápido—. Bueno, que sientes la… presencia de algo invisible a tu alrededor —. Tragué saliva y esperé su contestación.
            No me gustaba tocar ese tema y quizá lo adorné demasiado. El niño había cerrado la boca y fruncido el ceño. No parecía dispuesto a replicar nada, así que decidí contarle la historia de Naranjito. Obviamente, omití algunos datos para que no jugaran en mi contra. Lorién seguía muy atento mi extraño discurso.
            —¿Estás segura de lo que dices? —me interrumpió.
         —¡Por supuesto! —Estuve rápida para arrebatarle el espejo y colocarlo frente a mí—. Observa. Cuando sientas esa presencia cerca, sólo tienes que poner el cristal en dirección hacia ella. Si crees que está delante, así. —Le dí la vuelta al espejo hacia Lorién y fruncí el ceño—. Si piensas que está justo detrás de ti lo pones sobre tu hombro y ¡zas! —Teatralizado era más efectivo, lo sabía por experiencia—. Y así atraparás a esa cosa que te ronda dentro del espejo y podrás averiguar su verdadera identidad.
            Tendí el espejo hacia Lorién. El gesto que me dedicaba cuando lo recibía de nuevo entre sus manos era todo un poema.
            —¿Tú atrapaste aquí a Naranjito? —me soltó de pronto con un extraño brillo en sus ojos—. ¿Lo volviste a ver dentro del espejo?
            Un súbito escalofrío me sacudió. Recordé enseguida aquella reacción que tuve de niña cuando creí que había apresado a mi periquito. Me tiré varios minutos gritándole sin sentido a mi propio reflejo.
            —Estuvo un tiempo ahí, claro —le respondí con fingido convencimiento.
            —¿Y se fue?
         —Digamos que… se cansó de estar siempre metido en el espejo sin poder volar y un día le dí permiso para que se fuera —¡perfecto! Era una mamá embustera pero profesional—. Llega un momento en el que hay que dejar que se marchen. Sería muy injusto y cruel mantenerlos siempre presos —clavé mi mirada en él—, ¿no te parece?
            Lorién se convenció sin muchas ganas y se marchó de la mesa con el espejo. Cuando se alejaba de mí, el desasosiego me invadió. El nudo en la garganta, el recuerdo de Manuel. No habían pasado ni tres meses. Me sentía horriblemente mal por engañar así a mi hijo, pero era la única solución. Como mi padre hizo conmigo. Así pude olvidar a ese maldito pájaro.
            Sucedió esa noche. Acababa de dejarle acostado. Lorién se tapó con el espejo aferrado al pecho y una sonrisa en los labios.
            —No hace falta que te lo metas a la cama. Déjatelo en la mesilla.
            —¡No! —reaccionó molesto—. A veces viene en sueños, tengo que estar preparado.
            No dije nada; simplemente le dí un beso en la mejilla y apagué su lamparita. Después marché hacia mi habitación arrastrando los pies con paso lento, cabeceando confusa por el pasillo. Me acabé arrepintiendo de aquello demasiado tarde, cuando el frío y la pena me arropaban en mi lado de la cama. Desde que faltaba Manu, me resultaba casi imposible pasar de mitad del colchón.
            No conseguía dormir, siempre en duermevela. “Mañana le contaré la verdad y arrojaré ese puto espejo a la basura”, me repetía incesantemente, quizá para librarme de culpa y poder conciliar el sueño. Parecía sencillo. Justo.
            Escuché un clic en algún momento. Un hilo de luminosidad en el pasillo.
            —¡Mamá! —Su tono de voz parecía preocupado.
            —¿Qué ocurre, cariño? —pronuncié lo justo para que me oyera.
                  —¡Ya lo tengo! ¡Lo he atrapado!
            Hubo silencio por mi parte. Mucho. Y miedo, también tuve mucho miedo; tanto que no pude moverme de mi posición.
            —Mu… ¡Muy bien, cariño! —se me trababa la lengua.
            —¡Corre, mamá! ¡Ven!
Me enfadé injustamente. Fue inevitable.
—¡Corre, ven! Vamos a verle juntos… ¡Corre! ¿Por qué no me contestas?
Apretaba con fuerza los dientes. Estrujaba la almohada. Deseaba con todas mis fuerzas que cerrara la boca de una maldita vez.
—¡¡¡Mamá!!!
Levanté la cabeza de la almohada y exploté.
—¡No vas a ver a tu padre en ese espejo! ¿Me oyes? ¡Nunca más lo volverás a ver!
            Mi voz se quebró en ese instante. El cristal del espejo indio también.
De pronto, sentí el peso en el colchón detrás de mí. Los músculos de mi cuello se destensaron y una sensación de paz me inundó. Una lágrima comenzó a escurrirse por mi mejilla. Sobrecogida, dejé que aquel susurro acariciara mi pelo hasta que la lágrima se detuvo sobre mis labios. Jamás sabré si fue una sugestión mía o si realmente él acudió a su antiguo lecho para despedirse de mí. Lo único que sé decir de aquella experiencia es que cesó tan repentinamente como había empezado y que ya no se ha vuelto a repetir.
            Cuando llegué corriendo al cuarto de Lorién, deshecha por el llanto, casi me clavé los restos del espejo en la planta del pie. Nunca olvidaré su rostro antes de abrazarnos. Pese a estar bañado en lágrimas, una sonrisa colgaba de su pelo alborotado como si fuera un columpio.


 D.R.G.

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