jueves, 9 de febrero de 2012

EL EFECTO DEL BROMURO: Club de Citas

Hola, amigos. 
¿Qué tal esta vez un poco de novela negra aderezada con mi toque personal?
Esta es la historia de un joven policía que decide montar su propio operativo para cazar a un pederasta... ¿os parece atractivo el argumento? Pues esperad a comprobar las vicisitudes a las que deberá enfrentarse nuestro amigo para colgarse alguna medalla.

Ahí va entonces. ¡Que disfrutéis!


 EL EFECTO DEL BROMURO: Club de Citas.

El local estaba hasta las trancas. Su tremendo aliento a nicotina, alcohol y perfume barato llegaba hasta la calle.
    El amigo de los niños ya estaba dentro. Finalmente, tras muchas conversaciones en el chat, había logrado citarme allí con ese engendro depravado. Miré el reloj, habían pasado diez minutos de lo convenido. Perfecto, si el pederasta había sido puntual, ya estaría comenzando a ponerse nervioso.
    Antes de introducirme en el antro, tuve que enseñarles a los dos gorilas de la entrada un buen plátano para que no estropearan el operativo. Un simple vistazo a mis credenciales y se abrieron más de piernas que las chicas de club. Entré.
    Los espejos del recibidor parecían escupir mi reflejo; “Menudo chuloputas”. Sonreí. Me costaba reconocerme con tanta gomina, las gafas de mosca, la americana celeste y los vaqueros ajustados que me aprisionaban el escroto. Cada paso que daba sentía como si me estuvieran retorciendo los huevos, pero reconozco que quedaba bien realzada mi modesta virilidad. “Suerte, maestro”, me dije. Lo hacía siempre que estaba a punto de saltar al ruedo. En todos los fregaos, sabía la hora exacta a la que entraba en la plaza, pero no cómo y cuándo saldría de ella.
    Una espesa cortina de humo me recibió en cuanto empujé la doble puerta que daba al interior, impidiendo mi visión. Buen momento para quitarme esas gafas aberrantes y guardarlas en la chaqueta. Apostada a un lado, acechante, me esperaba ya la primera muñequita. Jovencita del Este, 18-20 años, ojos azules, curvas peligrosas; un bellezón, de acuerdo, pero también una molesta lapa. Enseguida me echó mano al paquete, iba directa al grano, la muy zorra. Entre lo apretado que iba, sumado a aquella caricia lasciva, sólo me faltaba que el pequeño soldadito se pusiera firme y tuviera que subir a algún cuartucho de arriba a darle lo suyo a la rumana. Sacarle la placa o la verga para que me dejara en paz no eran buenas ideas, podría alertar al gordo si nos veía, así que tuve que deslizar un billete rápidamente bajo el picardías de la muchacha.
    —En otra ocasión, preciosa —le susurré al oído, mientras sacaba los dedos de sus bragas. Esencia de Loewe y un buen depilado íntimo, ¡qué lástima!
    “Debo centrarme en la faena”, me repetía a mi mismo, cada vez que evitaba los abrazos y las caricias melosas de las furcias que me asaltaron inmediatamente después. Entre tanto magreo, me limité a echar vistazos rápidos hacia la barra para ver si localizaba pronto al tipo. Chicas jóvenes de todas nacionalidades departían animosas conversaciones e intercambiaban risas y afectos varios en todas las mesas de la sala. Los lascivos varones que las ocupaban, de diversas razas y estratos sociales, se lo pasaban en grande arrimando la cebolleta y besuqueándolas. Creo que ellas casi podían escuchar, pese al repetitivo estruendo musical, el tintineo alegre en los bolsillos de sus clientes. Algunos de ellos exhibían orgullosos sus anillos de casados, como si se jactaran de ello. Obviamente, mi presa no se encontraba entre esa chusma.
    Tuve que acercarme más, evitando nuevamente a las tías −¡joder, cómo se notaba la crisis!− para descartar que el ciber-engendro no estuviera rondando por allí. Un greñudo que apestaba a whisky como para vomitarle encima, se levantó de pronto de una de las mesas por las que pasaba hacia el escenario y me golpeó la pierna con el respaldo de su silla. Incapaz de disculparse debido a la mierda que llevaba, se limitó a escupirme su apestoso aliento e insinuarme que le había impedido el paso. Los supuestos colegas que le circundaban dejaron inmediatamente el rollo cachondo que llevaban con las muchachas y me clavaron sus miradas asesinas. Una de las chicas que estaba con ellos me conocía, se llamaba Valeria y era de confianza. Al instante, se quedó mirándome, expectante, mientras sus amiguitas lerdas agachaban la cabeza. La cosa pintaba fea, aquella panda de moteros gays buscaba gresca.
    —¡Eh, pedazo de marica! —me gritó un calvorota con barbas de chivo—. Acabas de molestar a nuestro hermano. ¿Por qué no te disculpas?
    Aquello sonó más a amenaza que a educada recomendación. Me hubiera gustado estamparles la placa en sus narices para que se hicieran caquita, pero si no quería llamar demasiado la atención, tenía que bajarme irremisiblemente los pantalones.
    —¡Eh, chicos! —les tranquilicé sonriendo—. No nos llevemos mal por un simple malentendido. ¡Que corra el whisky a mi salud!
    Valeria se levantó en ese momento a abrazar al gilipollas causante del follón. Era demasiado consciente que podía liarse parda en cualquier momento si aquello se desmadraba. Le dijo algo al gorila en el oído y luego deslizó la mano despacio por su entrepierna. El otro cerró los ojos, complacido, antes de estampar su hocico peludo en los labios carnosos de la muchacha. “Te debo una, cariño”, le dije sin hablar, asintiendo. Ella me guiñó un ojo mientras el Bigfoot le metía la lengua hasta el garganchón.
    Seguí mi camino hasta la barra, dejando atrás mis sentimientos y las asquerosas risotadas de esos cerdos, que no dejaban de soltarme improperios y de reclamar sus putas botellas. “Os las metería por el culo, a ver si os hacían vacío”, pensé mientras me reconcomía por dentro. El tiempo pasaba, mi cita con el tarugo pervertido se estaba demorando más de la cuenta, y no sabía aún si él había llegado antes y me había visto escurrir el bulto con los macarras. Mantuve la calma y de nuevo caminé vista al frente. Mi objetivo debía encontrarse allí delante, en la atestada barra del club.
    No había un puto hueco en el que reposar el ojete. Personajes de amplio espectro copaban cualquier espacio que se prestase. Un par de metrosexuales con cara de gilipollas cuchicheaban algo mientras intentaba colarme a su lado, mientras una marimacho bien entrada en la cuarentena no dejaba de piropear a una de las camareras a mi izquierda. El mostrador estaba pegajoso; había empapado las mangas de mi mejor americana, pero me preocupaba más visualizar al sujeto en la inmensa L que dibujaba la barra, que lamentarme por el sablazo de la lavandería.
    —¡Eh, nena! —le grité a la Nancy rubia del otro lado del mostrador—. Ponles unos güisquis a los gorilas de esa mesa. —Señalé con el pulgar hacia atrás. La pava se acercó contoneando sus bonitas caderas. Esos melones no eran naturales, seguro. Me repugnaron sus labios recauchutados, igual pensó que las iba a mamar de puta madre antes de meterse el bótox. Por el gesto que hizo con el hocico, creo que se me notaba demasiado la aprensión—. Pero sólo una ronda, ¿eh? Y de la marca más barata.
    —Oye, chulito, ¿eres homooo? —La tortillera de mi izquierda me sorprendió soltándome esa mierda en la jeta, arrollándome con el cuerpo. Apestaba a ron—. Si quieres, podíamos ir a mi pisitooo —siguió balbuceando—. Tengo unos buenos juguetitos, ¿sabesss…?
    No me podía estar pasando a mí. En 14 años de servicio no había tenido una nochecita tan hijaputa. Y eso que me habían pinchado, disparado, apaleado… ¡Joder, sólo faltaba que toda esa panda de frikis me diera por el culo! Si tuviera que elegir de entre todos mis trabajos aquel que me había puesto las pelotas más gordas que dos melones de Villaconejos, sin duda éste se llevaba el premio. No recuerdo muy bien lo que le contesté a aquella viciosa sin acera, pero sí lo bonita que quedó mi chaqueta después de que me vertiera toda su copa por encima. Iba a cagarme en ese momento en todos los muertos de la bollera, cuando le vi meterse en los lavabos del fondo, justo al lado del pasillo de las cabinas.
    Era enorme y gordo pero se movía rápido, balanceándose hacia los lados. Bermudas desgastadas, pelo largo recogido en coleta, gorra roja… Sólo quedaba comprobar que en el torso de su camiseta apareciera un dibujo animado o personaje de ficción. Sí, en aquel tarugo se daba la conjunción perfecta, “Pedófilo y Friki”; aún así, la experiencia me decía que no debía fiarme. No estaba seguro si todo que tenía de grande también lo tendría de tonto. El pájaro estaba en la jaula. Las necesidades físicas le llamaban, ya fuera por micción, excreción o purga. Quizá alguna de las chicas le había calentado y se había encerrado a pelársela como un mono. Tampoco sería extraño que los niños no fueran su único motivo de excitación, y que el simple roce con una mujer madura le trajera a la memoria su insuperable complejo de Edipo. El caso es que no podía abordarle dentro, tenía que esperarle como habíamos acordado.
    La bollera se había alejado farfullando. Aún disponía de tiempo y margen de maniobra, pero de todas formas introduje mi mano en el bolsillo seco de la chaqueta y pulsé el botón del localizador para avisar inmediatamente a mi apoyo.
    —Cuando se ilumine la lucecita, estad preparados. En ese caso, tendré contacto visual con el pedófilo —les había dicho a los chicos antes de entrar al local—. Más vale que no os estéis comiendo la polla en ese momento o el Jefe se enfadará mucho, ¿entendido?
    —¿Qué Jefe? —me había contestado González, el bocas—. Si todo este operativo lo has montado tú. ¡Menudo marronazo! ¿A quién se le ocurre montar guardia a las cuatro de la mañana en el parking de una whiskería? Y encima, vestido de maricón.
    Me hervía la sangre al acordarme de ese capullo, pero no podía despistarme. No aparté la mirada de la puerta del retrete en ningún momento. Esos pocos segundos se me hicieron interminables. Todo a mi alrededor parecía moverse a cámara lenta; era como si estuviera sumergido inmóvil en el fondo de una piscina. El ruido se distorsionaba, los latidos de mi corazón se disparaban y sentía mis oídos a punto de estallar por la presión. Estaba a punto de ahogarme en mi piscina imaginaria cuando se abrió la puerta del retrete y respiré profundamente. Al fin pude verle de arriba abajo; allí estaba el dilatado causante de mi incursión al paraíso sexual del distrito, vistiendo una camiseta de “Bob Esponja” que aprisionaba sus flácidos pechos y una descomunal barriga que no podía albergar otra cosa que no fueran trillizos.


D.R.G.


2 comentarios:

  1. Un ambiente muy bien conseguido. Puro cine negro.
    Por cierto, ¿dónde está ese club? Lo digo por quedar a tomar unas cervecitas

    ResponderEliminar
  2. Por suerte o desgracia, no he pisado antro parecido en mi vida, pero créeme que, de existir un tugurio así, ¡ni se me ocurriría pisarlo! Jajajaa!!! Un abrazo, tocayo. Próximo encuentro en Huesca.

    ResponderEliminar