viernes, 2 de diciembre de 2011

Segunda parte de "LA ENVIADA". El enigma de Pequeña Diosa.


¿Qué secreto ocultan los indios navajo? ¿Serán capaces el sheriff Brannigan y el Reverendo Smith de resolver el enigma de Pequeña Diosa? Algo extraordinario está a punto de suceder en el interior del hogan del Gran Jefe, solo que ellos aún no lo saben...



LA ENVIADA (2ª parte)

“Tened cuidado de esos hombres, pues son peligrosos e ignorantes. Su falsa Historia está escrita con la sangre de quienes podrían recordar y de quienes buscan la verdad”. (Antiguo proverbio navajo).


           −Me estoy cansando de tanta cháchara, Reverendo –masculló el sheriff−. Este animal no sólo ha hecho oídos sordos a nuestras preguntas, sino que tampoco confesará lo que les hicieron a los padres de esta niña. Sólo quieren drogarnos con las hierbas para engañarnos como a los demás… ¿Reverendo? ¿Padre Smith?
            La impavidez y relajación que se marcaban en las facciones del Reverendo no evidenciaban otro estado que no fuera un trance. El sudor manaba de su cabello de manera profusa y caía a chorretones por sus pómulos hasta acabar colgando de su barbilla. Pero lo más impactante para el sheriff fue la visión de sus ojos, desorbitados en extremo.
            −… Entonces, la Estrella Azul nos trajo a la Enviada. Los seres sagrados fueron bondadosos y enviaron a Pequeña Diosa para guiarnos y ofrecernos su poderosa ayuda… −narraba el traductor.
            Brannigan estaba tan atónito frente a la transformación del reverendo que apenas prestaba atención al relato del navajo. Fue entonces cuando su rodilla ardió y comenzó a latir violentamente como un corazón desbocado. La sensación era indescriptible, pero Brannigan no pudo gritar ni gemir lastimado. Sólo pudo reaccionar cuando escuchó su nombre sonando dentro de su cabeza. Era ella la que lo llamaba con voz dulce. Se giró y encontró a la niña erguida, con los pies juntos en una posición casi ingrávida, rodeada de luz. Su pequeño cuerpo era todo energía, brillante y pura, donde sólo se veían sus enormes ojos azules llenos de estrellas.
            −Sé por qué has venido hasta aquí, Jeremiah –le dijo sin hablar, reverberando por todo su cráneo−. En realidad no le sigues a él, ni buscas las mismas respuestas que el resto.
            −¿Cómo lo haces? –pensó Brannigan, desconcertado−. ¿Cómo te has metido dentro de mi cabeza?
            −Yo no soy quien crees que soy, ni tampoco pertenezco a nadie. Ellos me llaman Pequeña Diosa, pero, en realidad, no tengo nombre.
            El Reverendo se había levantado sin que Brannigan se diera cuenta, y bailaba como los indios alrededor de aquel ser de luz, envuelto en la bruma mágica del chamán. El hechicero y los otros indios habían desaparecido. Parecía como si se hubieran evaporado a otro lugar o, quizá, nunca hubieran existido.
            −Ven a bailar con nosotros, Jeremiah –seguía hablándole la niña, con esa sonrisa eterna marcada en su rostro -. No tengas miedo, ven. Levántate y nunca más te dolerá.
            Su pequeña mano radiante se extendió hacia él mientras el reverendo no cesaba en su danza.
            “Una alucinación; sólo puede ser una maldita alucinación”, se decía el aturdido sheriff. Le echaba la culpa a las hierbas y al peyote, pero bien sabía en su interior que había algo más que se escapaba a su entendimiento y que sólo los navajos y el reverendo habían podido experimentar.
            Cuando el fulgor que cubría a la niña se encontraba en su máximo apogeo, en la niebla mágica comenzó a dibujarse una figura que parecía humana. Brannigan casi pegó un grito de asombro cuando descubrió que aquello que se materializaba ante sus maravillados ojos era su hija Margaret. Tan real y auténtica que no le cabía ninguna duda de que fuera ella. Pero lo más sorprendente fue que no estaba postrada en cama ni se quejaba del dolor de sus extremidades. Sólo bailaba. Margaret sonreía con inusitada felicidad y danzaba; se movía como una estrella de ballet grácil y esbelta, refulgiendo en el aire.
            −Por ella estas aquí, Jefe Brannigan –volvió a escucharla−. Cuando los hombres perdéis vuestra fe, sólo os queda desear lo imposible. A esto lo llamáis “milagro”. ¿No es lo que más ansiabas?
            Brannigan no dejaba de contemplar ensimismado a su hija, que seguía revoloteando hermosa y risueña junto al reverendo, ajena a todo.
            −Margaret… ¡Hija! Soy papá, ¿no me ves? Estoy aquí, ¡mírame! −. Quiso levantarse y alargar la mano hacia ella, pero un nuevo y terrible pálpito en su rodilla se lo impidió−. ¡Por Dios! ¡Déjame levantarme, muchacha! Quiero bailar con mi hija. ¡Quiero bailar!
            Un destello colosal le cegó durante unos instantes. Cuando recuperó algo de su visión, descubrió a la criatura elevándose sin perder un mínimo atisbo de su luminosidad y energía, ni siquiera su enigmática sonrisa. Margaret la seguía en su ascenso bailando, dejando una estela de brillos y luces destellantes a cada giro artístico de su cuerpo.
            −Margaret ha decidido bailar por ti, Jeremiah. Ahora ella es feliz.
            El reverendo cesó entonces su frenético baile y se arrodilló bajo el halo que dejaban ellas en su vuelo. El Padre Smith volvía a ser él mismo, rezando fervorosamente con la biblia entre sus manos.
            −¡Hija, no! ¡No te vayas! –gritó Brannigan, aferrando con una mano su torturada rodilla y con la otra, su viejo revólver desenfundado−. Pequeña Diosa, seas lo que seas, no te tengo ningún miedo. Como quieras llevarte a mi hija, ¡te juro que dispararé!
            En ese mismo instante, el Padre Smith se lanzó enloquecido sobre Brannigan e intentó arrebatarle el arma.
           
CONTINUARÁ...
 


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