jueves, 15 de diciembre de 2011

LOCURA DE AMOR

Un relato, como dirían algunos, un poco "moñas", pero cargado de intención y dramatismo. Es lo que se me ha ocurrido de improviso, pues os había dejado pendientes de la parte final de "La Enviada", que estoy retocando debidamente para ofrecéroslo en condiciones.

Espero que os guste. Es un tema muy diferente a lo que habéis leído hasta ahora, pero no deja de ser válido. ¡Y sin cortes!

Saludos.


LOCURA DE AMOR


            —Ya sé lo que te pasa… Quizá es que ya no me quieres −dijo mirándome fijamente a los ojos.

No pude más.
            A esas alturas era imposible empatizar con ella de manera racional o, al menos, de una manera más cuerda. Creí que en ese momento había perdido a Lucía, mirara por donde mirara. Hacía tiempo que ella, a causa de sus problemas e inseguridades, me había abandonado. Pensar justo lo contrario y desviar la vista hacia otro lado ya no tenía sentido. En ese momento sentí que era mejor actuar, o yo también caería con ella.
            −Quizá tengas razón –le solté de pronto.
            Entonces, ella dio un respingo y me miró con expresión asustada.
Pese a ello, vislumbré de nuevo una esperanzadora cordura en sus ojos.
            −¿Cómo?
            −Que ya no te quiero, que no tiene sentido lo nuestro. He querido pensar lo contrario, pero ya no puedo engañarme más ni engañarte a ti. Esto tiene que acabar de una vez.
            Lucía no replicó. Se levantó inmediatamente del sofá y fue derecha hacia el pasillo despacio, arrastrando sus pantuflas. La escuché detenerse en la puerta de nuestro cuarto. Desde allí continuaría hablándome, como solía hacer.
            −Pero mañana me querrás de verdad, ¿a qué sí, Raúl?
      −Seguro, mi vida –alcé la voz para que me oyera−. Seguro, te lo prometo.
      −¿Y cómo sabes que estás seguro de ello? ¿Quién te dice que mañana…?
            Hizo una pausa inesperada. A algunos metros de ella, sin tener campo visual directo de su triste figura, la imaginé cabizbaja elucubrando para sus adentros, fustigando la locura que asolaba su mente con tímida pero certera maestría.
Pocos segundos después, su apresurado caminar de arrastre y zozobra.
La cama pareció recibirla con inusitada alegría por los crujidos de los muelles del colchón.
            Todo sonaba distinto. Ilusorio o no, pero bien diferente.

            No esperé a la mañana para consultarle al doctor.
Serían alrededor de las once de la noche, quizá no una hora propicia para contactar con él, pero a buen seguro no hubiera podido conciliar el sueño si no hubiera realizado aquella llamada. La emoción me impidió acertar al principio con el número de la agenda, pero finalmente lo conseguí.

            −¿Hola?
            −¿Doctor Alcaraz?
            −Sí, soy yo. ¿Quién es?
            −Raúl, el marido de Lucía Asenjo.
            −Asenjo, Asenjo… ¡Lucía! ¡Ah, sí, sí! Perdón por no haberle reconocido antes. Me ha pillado frito en el sillón, ¿sabe?
            −Lo siento, doctor. Ya sé que no son horas, pero usted me aconsejó que lo llamara en cuanto viera algún atisbo de mejoría en mi mujer.
            −La terapia de choque, Raúl, no tiene otro misterio. Tarde o temprano resultaría. Una simple frase o comportamiento diferentes a las que ocasionaron el trauma y poco a poco la iremos sacando del bache.
            −Sí, es estupendo…
            −Bien, cuéntame, ¿qué ha sucedido? ¿Cómo has obrado el milagro?

Estaba a punto de contestar al doctor cuando escuché unos gritos en la calle a través de la ventana.
            Un terrible escalofrío sacudió todo mi cuerpo, recorriendo mi espina dorsal como un latigazo. El móvil se escurrió entre mis dedos agarrotados y se hizo pedazos contra el parqué. Sólo un mal presentimiento; Lucía.
            Corrí frenético y con el corazón desbocado hacia la ventana. Fui a sacar la cabeza hacia el exterior, pero se me olvidó descorrer del todo el cristal. Un lamentable golpe que no me dio tiempo siquiera a lamentar.
Miré directo unos treinta metros hacia abajo, con el corazón ya saliéndome por la boca, esperando encontrar su cuerpo inerte estampado contra la acera.
            Afortunadamente, allí no se encontraba Lucía.
Una señora mayor con una miniatura de perro había sido la causante de aquel alboroto, que desde el otro lado de la calle señalaba desesperada hacia más o menos mi dirección.
            Fue entonces cuando dirigí la vista hacia mi izquierda y la encontré aferrada de pie en la parte externa del balcón de nuestro dormitorio.
Lucía, completamente desnuda, desafiando al vacío.
            −¿Qué haces ahí? Anda, haz el favor de no hacer tonterías. Espera, que voy.
            −No, Raúl −gimió−. Tú mismo me has dicho que me quieres tanto que serías capaz de morir por mí.
            −Pero eso sólo es una manera de hablar, mi amor.
            −¿Ves? −gritó esa vez−, a eso me refiero yo, que no me quieres tanto como dices. Si me quisieras de verdad, te arrojarías sin dudar como voy a hacer yo.
            −Entonces, ¿prefieres que me tire yo por ti? ¿Eso es lo mucho que me quieres?
           
            Lucía hizo una de sus pausas reflexivas y agachó la cabeza con la mirada perdida hacia el abismo. De nuevo, sus delirios, sus fantasías. La locura que nos consumía a los dos.
            Pude ver cómo se estremecía todo su cuerpo y la línea de sus costillas aflorar de la carne. Encontrarla así, mostrando toda su descuidada figura y aterida de frío, me sobrecogió y me llenó de pena.
Ya no dijo nada más y se quedó ahí rígida e inerte como los restos de un despiece.
No vacilé ni un solo instante más y me lancé en carrera hasta el dormitorio.
            Tuve que sortear su pijama y las braguitas en el suelo antes de llegar al balcón junto a ella. Todavía seguía anclada en los barrotes. Lloriqueando como una chiquilla culpable. Abajo, en la calle, barullo de gente y algunos gritos ahogados.
Fui cauteloso por miedo a que mi presencia la alterase y se soltara, pero cuando la tuve a escasos centímetros, la agarré fuertemente de las manos.
            −Tranquila, mi amor, ya estoy aquí. ¿Ves cómo te quiero tanto que no permito que te tires abajo?
            −Pero nunca me querrás como yo te quiero.
            −¿Ah, sí? −Consigo alejar la mitad de su cuerpo del vacío. Sus pechos caídos, casi planos, apoyados ya sobre la barandilla. Oigo algunos aplausos−. ¿Quieres que me desnude entonces y nos tiremos los dos? ¿Quieres que nos matemos y así no darnos la oportunidad que estamos buscando?
            −¡No seas tonto, Raúl! Sólo dime de una vez por qué lo hiciste.
      −Que por qué hice el qué.
      −Que por qué me engañaste con otra, por qué me dejaste de querer−. Se resiste a echar una pierna dentro del balcón. Sigue la alegría y el jolgorio más abajo.
−Yo nunca hice tales cosas, mi vida. Sería incapaz de querer a otra persona que no fueras tú porque mi corazón sólo te pertenece a ti y a nadie más.
−Entonces, ¿por qué nunca consigo creerte? ¿Por qué me haces pensar que ya no me quieres?
Cuando tiene esos escasos momentos de lucidez, es difícil dar con la tecla, explicárselo sin que le resulte traumático.
      −Porque quizá me quieras tanto que no eres capaz de ver más allá de eso, y el miedo a perderme te esté confundiendo de esta manera. ¿Lo entiendes, Lucía? ¿Eres consciente de que este comportamiento te está haciendo mucho daño y que nos está alejando al uno del otro?

La fe que un día perdió fue retornando a su mente desequilibrada en forma de chispazos; pequeños atisbos de esperanza.
            Anonada, confusa terriblemente por hallarse en cueros en el balcón de su casa, fue abrazada casi de forma violenta por mí, su recién recuperado esposo. Ese que siempre le había sido fiel en obra pero que no lo sería jamás en sus pensamientos.
            Enseguida, conseguí que Lucía volviera a dedicarme una de sus afables medias sonrisas. Mientras, se escuchaban sirenas de emergencia en la lejanía. Eché un vistazo abajo y encontré un tumulto considerable de espectadores vitoreando una especie de victoria; un triunfo provisional a la locura.
            −Es hora de volver adentro, mi vida.
            −Ayúdame, Raúl. No sé lo que me está pasando, pero prométeme que me ayudarás a salir de esto, cueste lo que cueste.
            −No lo dudes nunca, cariño, ahora ya sé cómo hacerlo. Pero tú debes prometerme una cosa.
            −¿El qué, mi amor?
            −Que tú no dudarás nunca más de mi fidelidad.

            Ella no me aseguró nada, ni siquiera me contestó. Pero aquella expresión en sus ojos húmedos me confesó que, al menos, lo seguiría intentando.




D.R.G.

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