viernes, 13 de enero de 2012

EL QUINTO

¡Saludos, blogueros! 
Feliz año, lo primero de todo. Espero que hayáis pasado unos días estupendos y entrañables, en familía y amigos, y sobretodo, estéis preparados para afrontar este difícil año que empezamos (Joder, ya me parezco al Rey, pronto diré aquello de: "me llena de orgullo y satisfacción..."). Por ello, nada mejor que encararlo con buenas dosis de humor, como las que os ofrezco en este relato. ¡Disfrutadlo!


EL QUINTO

    —¡Ay, María! −era Antonio, apareciendo de súbito por la puerta.
    —¿Pero qué cara es esa? Parece que has visto un muerto, chico.
    María trajinaba en la cocina con el delantal puesto, removiendo algo de carne en una sartén. El soponcio y la desesperación que trajo su marido a casa apenas la sobresaltó.
    —¿Un muerto, dices? ¡Pa muerto yo, que me va a dar algo como no aparezca!
    —¿El qué? −ella hizo una pausa, fingiendo interés−. No me digas que has vuelto a perder las llaves…
    —¡Pero qué llaves ni qué leches! ¿Es que no sabes qué día es hoy?
    —¿Te crees que soy tonta? Me imagino que ya te habrán ingresado la paga de Navidad, ¿no?
    —En eso estaba yo pensando, ¡mira tú! —. Antonio atravesó raudo la cocina, pasó al lado de su mujer, la esquivó pese a que ella le estaba ofreciendo los labios y se perdió en el pasillo.
    A pesar del desplante, María sonrió. Le había costado horrores controlar sus nervios y disimular la risa. Su marido era tan despistado que se volvería loco rebuscando por todas partes lo que fuera, maldeciría en distintas lenguas muertas antes de hacerlo y la traumatizaría mientras en el intento. Pero esa vez era diferente. La ama de la casa tenía la sartén cogida por el mango, nunca mejor dicho.
    —¡Maríaaa! −sonó un bramido desde alguna parte de la casa.
    —¡Quééééé! −en la distancia, ruidos de cacharros cayendo con estrépito al suelo—. ¿Pero qué haces?
    —¡Cagüentodoloquesemenea! −fue escuchando María cada vez más cerca. Enseguida volvió a aparecer Antonio en la cocina, con los labios apretados y unos pedazos de porcelana esmaltada en la mano.
    —¡La madre que te parió! −lamentó ella, dejando caer con rabia la sartén sobre el fuego—. ¡Ese era el último plato sano del ajuar!
    —¿No me digas? −contestó él, abriendo el cubo de la basura−. Si no dejaras las cosas en medio cuando limpias…
    —¡Será posible…! Ha ido a hablar Don Ordenado.
    —¡Sí, ese soy yo! El que había dejado el décimo de lotería dentro de la ensaladera del puto ajuar.
    −¡Acabáramos! Todo este maldito revuelo por ese décimo. Pues vaya, chico, ni que nos hubiera tocado…
    —Eso quisiera comprobar yo de una vez. Que vengo del bar todo nervioso porque han dicho allí que ha tocado uno de los premios en la administración del barrio.
    —¡No jodas! ¿El Gordo?
    —Ojalá! Pero me parece que no, que ha sido un cuarto o un quinto, no lo sé. Como coincidía en algunos números con el que compramos en la administración, he venido cagando leches para ver si es el nuestro.
    —¡Madre mía, qué ilusión! −María seguía al dedillo su papel tal y como había pensado—. ¿Y cuánto nos habría tocado entonces?
    —Pues no sé exactamente pero… —Antonio elucubraba frunciendo el ceño y con los brazos en jarra—. Creo que alrededor de un millón.
    —¿De euros?
    —¡Anda, flipada! ¡De pesetas!
    —Perdona, ¡eh!, que yo aún no me aclaro bien con el cambio —se había molestado con la reacción de su marido, pero decidió no darle importancia y seguir con el juego—. Me figuro que lo habrás encontrado ya, ¿no?
    —¡Que no, joder! —Antonio no dejaba de moverse de un lado a otro de la cocina pensativo—. Ayúdame a buscarlo, anda, que estoy histérico perdío.
    Ya no sabía dónde meterse. María iba a explotar de la risa en cualquier momento. Él salió raudo de la cocina y volvió al salón. Ella lo siguió intentando contenerse y pegada a sus talones como si fuera su sombra.
    —¡Dónde lo habrás metido! —lo provocaba.
    —¡Estaba aquí donde te he dicho! —señaló a la librería modular justo donde se encontraba la ensaladera. Estaba vacía—. Seguro que tú lo cambiaste a vete tú a saber dónde.
    —¡Ya estamos echando la paja al ojo ajeno! Qué majo eres. En vez de guardar las cosas importantes donde deben estar, siempre las vas escondiendo por ahí y luego, “¡ay, que no las encuentro!”
    —Pero si sabes que todos los años dejo los décimos en el mismo sitio, mujer —intentó justificarse—. A ver qué ha pasado con éste ahora.
    —¿Y estás seguro que ha tocado de verdad? ¿No te habrán tomado el pelo como aquella vez? ¿Te acuerdas?
    —¡Anda, calla! —se sonrojó.
    —Tus amigotes del bar te hicieron creer que te habían tocado los Euromillones.
    —¡Que te calles y busques mejor, joder! —sus intentos de escurrir el bulto lo acaloraron y sus carrillos se tornaron rojos como tomates.
    —¡Ay, que me da la risa! A veces eres más simple que el mecanismo de un boli —Tantos nervios y emoción contenidos hizo que María se desinflara de pronto. A lo mejor, pensó, estaba alargando demasiado la broma.
    —Pa reirme estoy yo… —cabeceó Antonio, irritado—. ¿Puedes parar ya? No me hace ni puta gracia, ¿eh?
    —Que sí, tonto −logró calmarse y después lo miró con ojos llorosos. Pese a que era un desastre y un bobo, no podría nunca dejar de quererlo—. Anda, ven aquí, desastrecillo mío… —, y lo abrazó con pasión.
    —Pero, ¿qué haces? ¿Ahora te pones cachonda?
    —Venga, vamos a aprovechar ahora, que no ha llegado aún el chico del cole.
    —¡Que no! —se resistió intentando separarse de ella—. Que hay que encontrar el décimo, y luego a celebrar el premio. ¡Seguro que ya está todo el barrio en la puerta de la administración celebrándolo! Y las cámaras de televisión.
    —¡Ay, chico! Mira que eres soso. Para una vez que estoy más caliente que un horno… —se apartó de él con un gesto de hastío y suspiró. Ya se cansaba de la broma—. Anda, mete la mano aquí —añadió, señalando el bolsillo del delantal.
    —¿Para qué? ¿Qué escondes ahí? —Intrigado, estiró la mano hacia ella.
    —Espera, aún no… Dime, si nos ha tocado la lotería, ¿dónde gastaremos el dinero?
    Antonio empezaba a mosquearse. Desde que había llegado a casa, su mujer estaba muy rara. Primero se había enfadado con él, luego se había descojonado y, finalmente, había caído en un celo súbito y pasmoso. Ni durante el periodo ella actuaba así de extraño.
    —¿Y ahora a qué viene eso?
    —Necesito saber en qué habías pensado gastártelo. ¿Tan difícil es eso?
    —Bueno, para eso no hace falta discurrir mucho. Yo había pensado que nos podíamos cambiar de coche. Este ya tiene unos años.
    —¡Pues va a ser que no! —reaccionó enojada, pues esperaba una contestación parecida—. Yo quiero hacer un crucero de lujo por el mediterráneo.
    —¡Seguro! Y yo ir en cohete a la Luna, ¡nos ha jodido!
    —Eres… eres lo peor —masculló sin poder aguantarse—. Anda, toma, que lo estropeas todo.
    Con enfado y desgana, María introdujo su mano en el bolsillo de su delantal y sacó un pequeño papel impreso. Antonio no pudo dar crédito cuando lo vio.
    —¡Mecagüen…! Lo tenías tú todo el tiempo, ¡serás guarra!
    —¡Eso por despistado! Que siempre andas igual. Para otra vez seguro que espabilas.
    —¡Qué retorcida eres! Hala, dámelo.
    Ella se lo apartó justo cuando estiró la mano hacia él.
    —Que sepas que se hará el crucero o si no te quedarás sin sexo durante todo el 2012. ¡Y esta vez no es coña!
    —¡Vaaaleee! —asumió resignado—. Tú ganas, pero dámelo ya y vámonos pa la administración —cuando se disponía a coger el décimo, se detuvo—. ¿No los oyes?
    —Sí, lelo, sí. Llevo rato oyendo claxon de coches y gritos en la calle. Como si hubiera caído el quinto premio en el barrio…
    —Con que ya lo sabías, ¿eh? —la miró a la cara sonriendo y, por un instante, le entraron ganas de besarla—. Qué perraca eres.
    —Es lo que tiene estar en casa de ERE y poder ver el sorteo en directo, ¡listo!
    —Oye, ¿y si dejamos el crucero para 2013? —dejó caer de pronto mientras le arrebataba el cupón con una mano y con la otra la atraía hacia él—. Mira que este año están los precios de los autos por los suelos y hay que aprovechar…
    —¡Vete por ahí!
    Antonio la calló con un beso en los labios y ella lo agarró del trasero. Lo suyo hubiera sido, como colofón final, que luego se hubieran arrimado y dejado llevar por las hormonas hasta acabar desnudos haciéndolo en el mismo suelo (o contra la librería modular), pero entonces él comenzó a olisquear algo raro y se sobresaltó.
    —Oye, Mari, ¿no hueles eso?
    —¿El qué? Yo no huelo a nada, y eso que tengo mejor olfato que… Ostras, sí… ¡Mierda, la sartén!
    No les hizo falta llegar hasta la cocina para contemplar el desastre; una densa humareda negra comenzaba a invadir el pasillo y extenderse por toda la casa.
    —¡Dios mío, Antonio! ¡Que nos quedamos sin el crucero! —lamentó María cuando entró a la cocina.
    —¡Mi coche nuevo! —maldijo el otro sollozando, a la vez que abría la ventana que daba a la calle con el décimo en la mano. Ella, mientras, sin percatarse de la imprudencia de su marido, había abierto el cajón donde guardaba los paños, los había sacado y se disponía a remojarlos bajo el grifo.
    —¡Mierda! ¡No!
    —¿Qué pasa, qué pasa? —chillaba frenética sin mirarlo. Toda su atención se centraba entonces en arrojar los paños húmedos sobre el fuego y no dejar que el humo la asfixiara.
    Pasados unos segundos había conseguido extinguir las llamas y, tosiendo profusamente, se volvió para buscar a Antonio. La fuerte corriente de aire que entraba por la ventana hacía que el humo no saliera al exterior y lo concentrara más aún dentro. Lo encontró asomado a la calle, con la mirada perdida y las manos sobre la cabeza.  

—A tomar por culo los seis mil euros —pronunció con voz queda.
   
   

D.R.G.

2 comentarios:

  1. Concentrada y en un sinvivir he leído "El quinto". Al acabar uno cree conocer a sus protagonistas como si se les hubiese sometido a un auténtico test de personalidad. Me ha gustado mucho!!!!

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