viernes, 25 de noviembre de 2011

LA ENVIADA (1ª Parte)

Si queréis leer algo interesante para este fín de semana, aquí os dejo el comienzo de uno de mis últimos relatos. Abrid boca, porque promete ser algo diferente. Mágico, enigmático... Ponedle vosotros mismos los adjetivos que queráis. ¡Gracias por estar ahí y aventuraros en mis historias! Saludos.


LA ENVIADA


Apenas les separaban cinco millas del poblado navajo, pero aquel día el camino era más largo de lo normal para el sheriff Brannigan. Ante la petición formal del reverendo, no le había quedado más remedio que emprender la travesía hasta allí. No quería disgustarle más de la cuenta. Él y el padre Smith eran los líderes de su comunidad y, últimamente, las relaciones entre ambos no eran muy cordiales. De hecho, el sheriff no había acompañado a su mujer a la iglesia el pasado domingo y, para los fieles de County Valley, la ausencia de un familiar en el sermón dominical sólo podía justificarse por enfermedad o, en el peor de los casos, por falta de fe; algo de lo que no andaba muy sobrado Brannigan, sobretodo desde que su única hija, Margaret, había quedado inválida por esa nueva enfermedad infantil llamada poliomielitis.

La extraña expedición de hombres a caballo que atravesaba el desierto divisó el poblado navajo al atardecer, cuando el sol ya se escondía tras las montañas y las negras nubes de aquel otoño inusual en Arizona se mostraban más amenazantes.
−A partir de aquí, estad atentos –anunció el sheriff a su tropa–. Usted, Reverendo, ocupe el último lugar hasta que lleguemos ante el jefe de los navajo.
El anciano reverendo Smith se encogió en su montura y frunció el ceño murmurando algo incomprensible, mientras el ayudante del sheriff y su séquito se posicionaban delante de él.
Una vez estuvieron cerca de los topi y se encontraron con los primeros indios, los jinetes anduvieron con cautela y esperaron las reacciones de los salvajes con las manos hábiles cerca de sus revólveres. Sin embargo, los navajo se mostraron extrañamente tranquilos, indiferentes ante su presencia. Decenas de ellos; hombres, mujeres y niños, salieron de sus tiendas con una especie de parsimonia ceremonial debidamente ensayada, y se colocaron en fila antes de echar a andar cuesta arriba hasta el hogan del Gran Jefe, como si quisieran mostrarles de esa manera el camino a seguir.
Tanto Brannigan como su ayudante, el joven Bill Morrison, quedaron estupefactos ante lo que estaban presenciando. Nunca habían visto una actitud igual en aquellos que solían ser bastante hostiles y violentos con los hombres blancos, a los que, a la mínima de cambio, atacaban y les arrancaban la cabellera antes de degollarles.
−¿Qué demonios pretenden? –le preguntó Morrison con cierto temor−. Esto no es normal, jefe. Seguro que han tramado algo.
El sheriff no tardó mucho en responderle. Sólo tuvo que observar los rostros ceñudos de los navajo y echar mano a su rodilla derecha.
−Tranquilo, chico. Aquí no va a correr hoy la sangre. Yo ya lo hubiera sabido. Vamos, no te detengas hasta allá arriba. Avisa al reverendo cuando llegue el momento.

Los jinetes desmontaron justo enfrente de la tienda más alejada y suntuosa del poblado. En cuanto puso el pie derecho en el suelo, el sheriff Brannigan sintió una punzada aguda en su rodilla. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia, pero aquel dolor repentino no era presagio de agua, sino de algo más. Brannigan lo sabía por experiencia. Solía ocurrirle cuando se avecinaba alguna desgracia; en su caso, robos a caravanas, llegada de forajidos al pueblo o algún duelo ilegal dentro de su jurisdicción. Aquella coz que le había propinado su anterior yegua y que le había dejado renqueante de su rodilla, no había sido del todo una reprimenda del Todopoderoso, sino más bien un regalo. Eso solía decirle a menudo el Padre Smith tras sus sermones. Igual que respecto a Margaret, cuando le aconsejaba que rezara mucho por ella, pues más temprano que tarde, el Señor la curaría de su mal y la niña volvería a caminar.
−¿Ya puedo acercarme a usted, Jefe Brannigan?
−Antes me llamaba por mi nombre de pila, Reverendo. No me diga ahora que mi rebeldía es el motivo de su distanciamiento.
−¿Distanciamiento, dices? –respondió el padre Smith, intentando disimular su visible descontento−. ¿Desde cuándo hace que tú te distanciaste de Dios?
            El sheriff apretó los labios y respiró con fuerza, reprimiendo su contestación interior. Su nivel de odio estaba a cientos de millas de su imperceptible gotita de religiosidad.
            −Dejemos ese asunto para otra ocasión, Padre Smith. No he empujado a estos hombres a jugarse sus vidas y la de sus familias sólo para escuchar uno más de sus sermones–. Le mantuvo la mirada durante un instante y después se giró con brusquedad hacia la tienda del Gran Jefe de los navajo−. Ese es el hogan del jefe Pluma de Sierra. Ahí es donde deben esconder a esa niña que usted dice−. Brannigan echó un vistazo alrededor. La tribu se había concentrado alrededor de la vivienda, dejando libre tan sólo un pasillo hasta la entrada −. Ahora sígame despacio y no se deje intimidar por esta chusma. Los chicos sabrán hacer su trabajo si las cosas se ponen feas.
            −Bueno, sólo le pido al Señor que no salga nadie malparado.
            El reverendo, embutido en su sotana negra, sacó la biblia que llevaba en su montura y siguió cauteloso al sheriff. Prefirió no mirar en derredor para no encontrarse con las miradas toscas de los indios, que seguían aparentando mansedumbre ante su visita.
            Un indio joven, con el pecho desnudo y ataviado con las pinturas, plumas y abalorios de los guerreros, les recibió a la entraba del gran hogan. Su pose y actitud reverenciales sorprendieron a los dos hombres.
            −¡Saludos, jefes blancos! Pequeña Diosa y el Gran Jefe Pluma de Sierra os están esperando dentro.
            −¿Cómo es posible? –dijo Smith a Brannigan–. Nadie sabía que íbamos a venir, ¿no?
            −Así es, Reverendo, y eso no me gusta nada –contestó el sheriff, pensando en el dolor cada vez más acuciante de su rodilla.
            El propio indio les movió la cortina de la entrada e hizo el gesto para que entraran. Luego, cuando los hombres se postraron y fueron engullidos por el hogan, el indio también se agachó y entró detrás de ellos.

Una densa cortina de humo invadía toda la tienda. El olor a incienso y hierbas aromáticas penetró rápidamente en las fosas nasales de Brannigan y Smith antes de que volvieran a erguirse. El reverendo, aturdido por los aromas y con los ojos irritados por la extraña humareda, tuvo que agarrar el cinturón del sheriff para poder guiarse en el camino. Casi chocó con él cuando éste paró en seco y se echó a un lado.
 El ritual que presenciaron ambos en ese momento fue tan difuso y enigmático que creyeron estar soñando. Un viejo chamán de rostro huesudo se hallaba sentado en un rincón, fumando en una enorme pipa ornamental de madera del tamaño de un hombre estirado, que apoyaba en el suelo y de la que surgía la espesa neblina que lo cubría todo; en el centro de la tienda, sentado sobre mantas y pieles de búfalo, un indio de pelo negro como el tizón, con la cabeza decorada con plumas y forrado con mantas de pelo, les observaba serio e impasible.
            Conforme sus ojos se acostumbraron a tan vaporoso escenario, pudieron distinguirla a ella, acurrucada al lado del Gran Jefe como una niña refugiada bajo los brazos de su padre. Era una hermosa niña blanca medio desnuda, de corta edad, con el pelo tan rubio que casi parecía blanco, y unos enormes ojos azules que hablaban por sí solos. En su rostro, níveo y limpio, esculpido casi sin ángulos, asomaba una madurez imposible, un gesto inhumano que apresaba a todo aquel que se atrevía a mirarla.

Brannigan se quitó el sombrero enseguida, en señal de respeto, y fue el primero en tomar asiento alrededor del círculo en el que se encontraban, seguido por el reverendo Smith y el guerrero navajo. Mientras esperaban a que Pluma de Sierra comenzara a hablar, tanto el sheriff como el reverendo no pudieron apartar su mirada de la pequeña, que observaba a ambos sonriendo con un simple arqueo de sus labios. De aquel cuerpo diminuto de apenas cuarenta pulgadas, parecía emanar una corriente invisible de energía que les hacía estremecer.
−Ahí la tiene, Reverendo. No imaginaba que fuera tan pequeña. Andará por los cuatro o cinco años, como mucho. Pero esa mirada… me desconcierta. No corresponde con su edad.
−¡Santa Madre! –exclamó el Padre Smith–. Debe ser por estos efluvios paganos, porque me parece estar viendo un ángel…
−Vaya despacio, Padre. Aún no sabemos nada de ella.
            Un estruendoso sonido de cascabeles les interrumpió. El chamán profirió una serie de cánticos y el Jefe Pluma de Sierra comenzó a hablar en su lengua nativa, dirigiéndose hacia ellos a la vez que señalaba a la niña.
            −El Gran Jefe dice que los espíritus de Pequeña Diosa la advirtieron de vuestra llegada −traducía simultáneamente el indio guerrero−, que en el día de hoy, justo antes de su gran viaje, llegarían hombres blancos a nuestro pueblo para intentar llevarse a Pequeña Diosa con ellos.
            Cuando Pluma de Sierra hizo una pausa, el Reverendo Smith aprovechó la ocasión para hablar;
            −Vamos a ver, Pluma de… en fín, Gran Jefe de los navajos. No queremos llevarnos necesariamente a la niña. Sólo hemos venido a comprobar si los milagros y las extraordinarias curaciones que supuestamente realiza son de verdad obra de Dios. Ahora bien, no estaría de más también que nos explicaras de dónde ha salido entonces esta criatura. ¿Desde cuándo la mantenéis aquí retenida? ¿Dónde están sus verdaderos padres?
            −Tanto si esas estúpidas habladurías son ciertas como si no −añadió el sheriff con voz altiva, dedicándole una mirada recriminatoria a Smith−, vuestra tribu es sospechosa del asesinato de los padres de esta niña, a la que tenéis secuestrada y con la que podríais estar realizando vuestros rituales sagrados, aprovechándoos de la ignorancia de todas las pobres gentes del valle. Si no fuera así, ¿cómo explicaríais la presencia de esta niña aquí, viviendo entre vosotros?
            Pluma de Sierra mantenía el mismo rictus inerte con el que les había recibido mientras los dos hombres le hablaban. Cuando estos acabaron, se giró hacia la niña y ella asintió con la cabeza sonriendo, dándole una especie de aprobación. El Gran Jefe se dirigió de nuevo a los dos hombres y volvió a hablar, esta vez en tono más solemne.
            −Hace muchas lunas −contaba el guerrero−, tras las últimas nieves, cuando las enfermedades que trajeron los hombres blancos y las malas cosechas se llevaron a casi toda nuestra gente, los guerreros de la tribu danzaron alrededor de la hoguera para conjurar a los buenos espíritus. El hechicero, cantando en medio del fuego, invocaba a los seres sagrados para que nos enviaran a uno de los suyos. La luz del que llegase sería capaz de destruir la oscuridad que devoraba a nuestro pueblo, y su sabiduría nos conduciría con esperanza hacia un horizonte lleno de paz, lluvias y soles...
            −Me estoy cansando de tanta cháchara, Reverendo –masculló el sheriff−. Este animal no sólo ha hecho oídos sordos a nuestras preguntas, sino que tampoco confesará lo que les hicieron a los padres de esta niña. Sólo quieren drogarnos con las hierbas para engañarnos como a los demás… ¿Reverendo? ¿Padre Smith?
            La impavidez y relajación que se marcaban en las facciones del Reverendo no evidenciaban otro estado que no fuera un trance. El sudor manaba de su cabello de manera profusa y caía a chorretones por sus pómulos hasta acabar colgando de su barbilla. Pero lo más impactante para el sheriff fue la visión de sus ojos, desorbitados en extremo.


CONTINUARÁ... 



No hay comentarios:

Publicar un comentario