domingo, 29 de abril de 2012

DESAHOGO




Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos. Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente sobre un helado. Puedo verlo en los rostros de la gente cuando ando por la calle; “¡Eh, cuidado con ese puto gordo! Vigilad no os aplaste”. Yo soy el gordo de los chistes, ese al que es más fácil saltarle que darle la vuelta. El gordo de cuando se abre el telón y se le ve zampándose una tarta de nata repleta de velas, se le prende la ropa y la grasa, se cierra el telón y te preguntan: “¿Cuál es el título de la película? Ni puta idea, ¿eh? ¡El Goloso en Llamas! ¿En qué estabas pensando, tía?
Pues sí, chica; ese hijo bastardo de Moby Dick soy yo. Ese que un día olvidó su nombre de carné por sus grasientos motes. Uno que nunca se ha comido una puta rosca ni el Domingo de Pascua. Eso te hace  gracia, ¿eh, zorra? Lástima que no puedas sonreir para descojonarnos juntos. Si supiera que no ibas a gritar, te quitaría el pañuelo de la boca. Ya me la has querido jugar antes y no te voy a permitir más intentos. Calladita estás más guapa.
     Sí, soy gordo. ¿No lo habías notado? El día que entré en ese jodido antro y todas os partisteis el culo de mi oronda presencia, sentí que el mundo se me venía encima. ¡Sólo quería un poco de cariño, joder! Eso que hace tantos años me negaste. ¿No dicen que en un puticlub todo espécimen triunfa y que no faltan chonis para sobarte la entrepierna? Pues no, tenías que partirme de nuevo el corazón, robarme la ilusión y menguar mi hombría. ¡Pues ya la has visto y sentido! ¿Acaso creías que no me la iba a encontrar bajo estas lorzas sudorosas? ¿Por qué esta iba a ser diferente, eh? Es lo mismo que te meten en el cuerpo una y otra vez todos los putos días. Y lo seguirá siendo hasta que dejes de ser princesa o el chulo que manda te salte los pocos dientes que te quedan.
    Durante la adolescencia siempre imaginaba cómo sería nuestra primera vez. La chica más guapa del insti. Te llamábamos Bea, ¿recuerdas? Me robaste el corazón en 4º de EGB. Antes eras morena, tenías unos ojos verdes que me volvían loco y a los 11 años ya gastabas unos melones respingones que atraían hasta la atención del profesorado. Seguro que eso ya te ponía. Tus primeros dedos, no te hagas la tonta. Yo entonces comenzaba a parecerme al muñeco de Michelín. Me comía las del pulpo; todos se cebaban conmigo porque sólo sabía tragar y llorar. Me zurraban dentro y fuera de casa, ¿cómo sino iba a devorar con tanta ansia? Comer era lo mejor, lo más sabroso y gratificante que me pasó de crío. ¿Puedes entender eso?
     Estaba hablando de ti, no desvíes la conversación. ¿De veras sigues recordando tu verdadero nombre? Con las ostias que te han dado ya no sabrás ni en qué día vives. Me enamoraste perdidamente, no dejaba de pensar en tus ojos y en tus melones, ni paraba de manchar las gayumbos por las noches cuando tu linda imagen acudía a mi cabeza. Un buen día te deslicé una nota dentro de tu mochila y… ¡Ni siquiera apareciste por el parque! ¿Quieres que siga refrescando tu memoria? ¡Vamos, contesta! O vuelvo a ser malo… Así, eso es; moviendo la cabeza. Tienes cicatrices por todas partes, pero creo que te quedan muchos embistes todavía. Al día siguiente, en el recreo, me señalaste con el dedo partiéndote el culo ante sus amiguitas y atrayendo a mis queridos gamberros; “bullying”, le dicen ahora. Está de moda ponerle nombrecitos anglosajones a las cosas. Lo tuyo sería “putying”. ¿No te hace gracia? ¡Me parto! Yo sería el “fatty” y tú la “putty”. ¡Eh, eso ha estado cojonudo!
     Gordo, misógino y onanista. Mis amigos −sí, aunque te parezca mentira, haberlos, haylos−, me llaman “Onan el Bárbaro”. Demasiado complicado para tu neurona lisiada, ¿verdad? Sólo quería volver a verte después de tanto tiempo. Aún sentía algo por ti, ¿sabes? Si de paso, con unos cuantos billetes y una botella de cava, decidías brindar conmigo por los viejos tiempos… ¡Hey! Se trataba de echar un polvo de una maldita vez, penetrarte de verdad. ¿Sabes cuantas “dollys” con tu nombre han decorado el fondo de mi armario en la última década? Estoy malgastado mi mísera pensión en parches, tía. Entiéndelo y déjate de falsas lagrimitas.
    Hubiera preferido no haberte desparramado encima mis ciento cincuenta kilos de sebo ni haber afeado tu piel de látex con tantos mordiscos, pero era el precio a pagar por tu doble ofensa. Y perdona por la falta de precaución; entraba también dentro de mis honorarios. Los tuyos los pacté con tu chulo, ese esmirriado con aliento a polla que te está malcriando.
    Creo que ya es hora de que te quite ese trapo de la boca, no sirve para nada. ¡Ahhh! Me muero de hambre, me has hecho sudar a lo bestia. Hoy te he dado bien de lo tuyo, ¿eh, preciosa? Sé que te gusta igual que a mi, así que no te quedes mirándome con la boca abierta, que pareces boba.

D.R.G.


 


sábado, 21 de abril de 2012

EL ESPEJO INDIO




No me sorprendió la pataleta de Lorién cuando vino a verme el otro día a mi habitación.
            —¡Pero yo te digo que alguien me mira!
      —Y yo te digo que como no dejes de decir tonterías, te daré una zurra —Le pasé una mano entre los muslos y palpé su pijama. Al menos, esa vez estaba seco.
            —Le oigo respirar… —se subió despacio a la cama, intentando colarse entre las sábanas—. Y me dice cosas en sueños.
            —Te veo venir —le advertí malhumorada.
            Lorién es un buen niño. ¿Qué otra cosa puede decir una madre de su hijo? Sólo estamos pasando una mala racha. Una muy mala. Yo hago todo lo que puedo pero, a veces, eso no es suficiente.
        —Creo que es… —me susurró incómodo. Le cobijé rápido bajo las sábanas y no pude evitar abrazarle. Temblaba.
            Estuvo a punto de decirlo. Me lo había insinuado dos días antes, pero como se había llevado una buena tunda en el culo, no se atrevió. Dejé que el niño se durmiera sobre mi pecho y luego me levanté despacio, con cuidado para no despertarlo. Sentí un escalofrío cuando bajé de la cama por el otro lado.         Debía ser fuerte. Por Lorién, por mí y… por Manu.
            El agua fría del lavabo no servía para aplacar mi sollozo. Mi propia imagen en el espejo del baño me asustaba. Necesitaba un tinte de pelo urgente, esas canas me envejecían cientos de años, y esas ojeras… Qué aberración. No podía hundirme.
            Un recuerdo me asaltó justo en ese instante. Me ví de pronto reflejada ante el espejo con unos cinco o seis años. Comprendí a mi madre cuando dice que el niño ha heredado mi carita de ángel. Esos tirabuzones me sentaban estupendos. Y ese trajecito de flores… ¡Me encantaba! Pero, ¿por qué estaba llorando entonces? Sólo recordaba un berrinche así en mi infancia cuando... ¡Ah, viene papá! Me abraza por detrás sonriente. Qué joven y qué guapo. Le echo de menos.
“¿Por qué lloras, mi vida?”.
“Naranjito. Es por Naranjito”.
“No puedes olvidarlo, ¿eh?”.
“No... Cantaba tan bien…”
“Mira, cariño; a veces, cuando nuestras mascotas… y nuestros seres queridos se van para siempre, es posible que sigamos sintiendo su presencia”.
“¿Ah, sí?”
“¡Claro! Nunca se van del todo. Siempre permanecen en nuestros recuerdos”.
“Pero, ¡no es eso! Yo le oigo cantar. Y lo siento dándome con su piquito en el pelo para despertarme por las mañanas…”
“¡Ay, hija! Mira que eres… Está bien, te contaré un secreto. Déjame primero que lo busque, a ver si te puede ayudar”.
            Me vestí tan rápido como pude y salí corriendo de casa. Ni siquiera desayuné. Era domingo y había mercadillo en la plaza del pueblo. Allí encontraría sin duda lo que con tanta ansia se me había ocurrido buscar. Debía acabar con eso de una vez, ya no podía soportarlo.

            —¿Pero qué es esto?
            Su mezcla de asombro y enfado era bien visible. Le había prometido un regalo si se tomaba todo el desayuno. Se extrañó; nunca recibía sorpresas así y menos por beberse un zumo y zamparse un tazón de leche con cereales.
            Me senté junto a él en la mesa. Ambos mirábamos el espejo con desigual interés. El marco de madera presentaba unos relieves hechos toscamente; más que una obra de arte, parecía el trabajo descuidado de un hippie. La pequeña raja que circundaba la esquina superior derecha del cristal se me había antojado antes de envolverlo, con la idea de que así pareciera más antiguo.
            No me resultó difícil hallarlo. Tenía visto el puesto de un chatarrero ambulante que acudía todos los domingos al mercadillo. Entre candelabros, enchufes viejos y todo tipo de antiguallas, visualicé un espejo de mano de madera como el que andaba buscando. No era ni mucho menos parecido a aquel que me regaló mi padre, pero cumpliría igualmente su cometido.
            —Vale. Ya sé que igual no es lo que estabas pensando, pero si me dejas que te cuente su secreto, comprenderás el motivo.
   —¿Un secreto? —farfulló Lorién—. ¿Qué secreto puede tener un espejo?
           —Es un antiguo espejo indio —le dije, intentando poner énfasis en mis palabras. Esperé su reacción; desconcertado y asombrado, por supuesto. Tal y como esperaba. —Me lo regaló tu abuelo cuando yo tenía más o menos tu edad.
            Lorién no dejaba de recorrer el marco con sus pequeños dedos. Me hacía gracia ver el reflejo de su cara bobalicona en el cristal.
            —¿Y para qué sirve? —se atrevió a decir.
            Inspiré hondo. Llegados a ese punto, debía estar realmente segura de lo que iba a decirle, o mejor dicho, inventarme para que se dejara al fin de tonterías.
           —Dices que has sentido últimamente que alguien te persigue, ¿no? —Lo solté rápido—. Bueno, que sientes la… presencia de algo invisible a tu alrededor —. Tragué saliva y esperé su contestación.
            No me gustaba tocar ese tema y quizá lo adorné demasiado. El niño había cerrado la boca y fruncido el ceño. No parecía dispuesto a replicar nada, así que decidí contarle la historia de Naranjito. Obviamente, omití algunos datos para que no jugaran en mi contra. Lorién seguía muy atento mi extraño discurso.
            —¿Estás segura de lo que dices? —me interrumpió.
         —¡Por supuesto! —Estuve rápida para arrebatarle el espejo y colocarlo frente a mí—. Observa. Cuando sientas esa presencia cerca, sólo tienes que poner el cristal en dirección hacia ella. Si crees que está delante, así. —Le dí la vuelta al espejo hacia Lorién y fruncí el ceño—. Si piensas que está justo detrás de ti lo pones sobre tu hombro y ¡zas! —Teatralizado era más efectivo, lo sabía por experiencia—. Y así atraparás a esa cosa que te ronda dentro del espejo y podrás averiguar su verdadera identidad.
            Tendí el espejo hacia Lorién. El gesto que me dedicaba cuando lo recibía de nuevo entre sus manos era todo un poema.
            —¿Tú atrapaste aquí a Naranjito? —me soltó de pronto con un extraño brillo en sus ojos—. ¿Lo volviste a ver dentro del espejo?
            Un súbito escalofrío me sacudió. Recordé enseguida aquella reacción que tuve de niña cuando creí que había apresado a mi periquito. Me tiré varios minutos gritándole sin sentido a mi propio reflejo.
            —Estuvo un tiempo ahí, claro —le respondí con fingido convencimiento.
            —¿Y se fue?
         —Digamos que… se cansó de estar siempre metido en el espejo sin poder volar y un día le dí permiso para que se fuera —¡perfecto! Era una mamá embustera pero profesional—. Llega un momento en el que hay que dejar que se marchen. Sería muy injusto y cruel mantenerlos siempre presos —clavé mi mirada en él—, ¿no te parece?
            Lorién se convenció sin muchas ganas y se marchó de la mesa con el espejo. Cuando se alejaba de mí, el desasosiego me invadió. El nudo en la garganta, el recuerdo de Manuel. No habían pasado ni tres meses. Me sentía horriblemente mal por engañar así a mi hijo, pero era la única solución. Como mi padre hizo conmigo. Así pude olvidar a ese maldito pájaro.
            Sucedió esa noche. Acababa de dejarle acostado. Lorién se tapó con el espejo aferrado al pecho y una sonrisa en los labios.
            —No hace falta que te lo metas a la cama. Déjatelo en la mesilla.
            —¡No! —reaccionó molesto—. A veces viene en sueños, tengo que estar preparado.
            No dije nada; simplemente le dí un beso en la mejilla y apagué su lamparita. Después marché hacia mi habitación arrastrando los pies con paso lento, cabeceando confusa por el pasillo. Me acabé arrepintiendo de aquello demasiado tarde, cuando el frío y la pena me arropaban en mi lado de la cama. Desde que faltaba Manu, me resultaba casi imposible pasar de mitad del colchón.
            No conseguía dormir, siempre en duermevela. “Mañana le contaré la verdad y arrojaré ese puto espejo a la basura”, me repetía incesantemente, quizá para librarme de culpa y poder conciliar el sueño. Parecía sencillo. Justo.
            Escuché un clic en algún momento. Un hilo de luminosidad en el pasillo.
            —¡Mamá! —Su tono de voz parecía preocupado.
            —¿Qué ocurre, cariño? —pronuncié lo justo para que me oyera.
                  —¡Ya lo tengo! ¡Lo he atrapado!
            Hubo silencio por mi parte. Mucho. Y miedo, también tuve mucho miedo; tanto que no pude moverme de mi posición.
            —Mu… ¡Muy bien, cariño! —se me trababa la lengua.
            —¡Corre, mamá! ¡Ven!
Me enfadé injustamente. Fue inevitable.
—¡Corre, ven! Vamos a verle juntos… ¡Corre! ¿Por qué no me contestas?
Apretaba con fuerza los dientes. Estrujaba la almohada. Deseaba con todas mis fuerzas que cerrara la boca de una maldita vez.
—¡¡¡Mamá!!!
Levanté la cabeza de la almohada y exploté.
—¡No vas a ver a tu padre en ese espejo! ¿Me oyes? ¡Nunca más lo volverás a ver!
            Mi voz se quebró en ese instante. El cristal del espejo indio también.
De pronto, sentí el peso en el colchón detrás de mí. Los músculos de mi cuello se destensaron y una sensación de paz me inundó. Una lágrima comenzó a escurrirse por mi mejilla. Sobrecogida, dejé que aquel susurro acariciara mi pelo hasta que la lágrima se detuvo sobre mis labios. Jamás sabré si fue una sugestión mía o si realmente él acudió a su antiguo lecho para despedirse de mí. Lo único que sé decir de aquella experiencia es que cesó tan repentinamente como había empezado y que ya no se ha vuelto a repetir.
            Cuando llegué corriendo al cuarto de Lorién, deshecha por el llanto, casi me clavé los restos del espejo en la planta del pie. Nunca olvidaré su rostro antes de abrazarnos. Pese a estar bañado en lágrimas, una sonrisa colgaba de su pelo alborotado como si fuera un columpio.


 D.R.G.

lunes, 16 de abril de 2012

VUELO




Sueño que puedo volar.

El tejado de enfrente no está lejos.

Lo hago así; concentro todas mis energías, cierro con fuerza las manos y los párpados y comienzo a elevarme.

Puedo conseguirlo, lo sé.

Al principio floto. Despacio. Es maravilloso experimentar, aún de forma onírica, esa sensación de ingravidez. Me reconforta ver los rostros incrédulos de la gente que aparece en mis sueños cuando comienzo a despegar.

Esos de ahí abajo no saben lo que dicen. ¡Envidiosos! Seguro que aún no habéis aprendido a volar.

No sólo ya he aumentado la altura de la levitación con la práctica, sino que además puedo desplazarme en el aire. No muy alto todavía, pero al menos lo hago a mi antojo. Es increíble. Cuando despierto, me siento capaz de todo. Puedo volar, o flotar, que es sólo el comienzo, simplemente con constancia y dedicación.

Sólo tengo que cerrar las manos, así. El viento no debe ser un problema, ya controlo el vuelo. Concéntrate. No oigas los gritos. Las sirenas. Los golpes en la puerta.

Ya no sé distinguir entre sueño y realidad. Me es indiferente. Gracias a mis sueños, llevo un tiempo consiguiendo lo que ansío, que no son grandes metas, pero sí algunos peldaños. Por eso, no tengo miedo a caer.

Debo ignorarles, me desconcentran. El despegue. Cerrar los ojos. Eso es.

Sólo quiero volar.


D.R.G.


jueves, 5 de abril de 2012

La broma del abuelo



LA BROMA DEL ABUELO

Pero, ¿qué haces ahí, abuelo? ¿Por qué me has dejado sola en medio de tanta gente, con lo bien que estaríamos todos juntos en tu casa como cada domingo? Con los primos, jugando al escondite, a las cartas y a los trabalenguas. Algún día dejarás de hacerme rabiar cuando me equivoco al recitarlos. Nunca te detienes hasta hacerme llorar, mientras ríes hasta hartarte. Lo bueno es que luego acabas dándome la propina para marchar con los primos al cine o a gastarnos el dinero en chucherías.
Con las cartas nos sueles engañar y hacer trampas, sobretodo a los primos, a los que les quitas las habas poco a poco sin que se den cuenta para pasármelas con cuidado por debajo de la mesa. Es que sólo tengo una nieta, un “chorrín”, te disculpas cuando nos pillan. ¿Y cuándo te tiras algún pedo y le echas la culpa a otro? A papá eso lo cabrea mucho. “Ha cantado un grillo”, dices. Los primos y yo no paramos de reír con tus ocurrencias.
¿Ya no te acuerdas de eso, abuelo? Todos dicen que te has ido al cielo, que allí se está mucho mejor, pero yo te veo ahí tumbado con los brazos cruzados. Tienes que aburrirte un montón detrás de esta cristalera haciéndote el dormido. Seguro que cuando te canses de jugar, abrirás los ojos y nos dirás: “¡Buh!”, un susto, y te echarás a reír como siempre.
            Mis padres y los tíos no me hacen caso; sólo quiero entrar ahí a tirar de tu pelo blanco. Se lo he dicho a mamá y a tía Fany, pero están demasiado ocupadas en discutir sobre los campos y en qué hacer con la abuela. Les ha dado a todos por vestir de negro; por una vez se han puesto de acuerdo en algo.
Los primos no quieren jugar conmigo ni me quieren ayudar a abrir la puerta de tu cuarto. No me escuchan siquiera, parecen mudos. Anda, levántate y diles algo. Están apalancados en los sofás, muy serios y repeinados, con la ropa de domingo. Igual si tuviéramos las habas y les dejáramos unas cuantas de ventaja, se espabilaban y se pondrían a jugar con nosotros.
            Tío Luis no para de gritarle a tía Fany y mamá se ha echado a llorar. Papá y el resto han salido fuera, muy enfadados. Decían que no se podía discutir en un momento así, con tu cuerpo todavía caliente. No sé por qué han dicho eso, si ni siquiera han entrado a tocarte para saberlo. La abuela se ha dormido en el sofá. También ha llorado mucho, estará cansada, pero con tanto grito seguro que no tardará en despertarse.    Venga, abuelo, para ya. No quiero que sigas más con la broma. Cuando te canses y decidas levantarte, quiero que mandes callar a todos con ese vozarrón tuyo, el que ponías cuando te cabreabas y hacías temblar la casa entera. Ni la abuela, con todo el genio que tiene, se canteaba.
            Dime, ¿no recuerdas cuando íbamos al pantano a pescar truchas? Me montabas en tu cuatro latas a escondidas, sin decírselo a mis padres, y subíamos por esos caminos de cabras hasta llegar a la presa. ¡Qué broncas nos caían cada vez que aparecíamos por casa llenos de barro y abones de mosquito! Pero a ti te daba igual, decías que te llevabas a tu nieta a donde te daba la gana, que los primos eran unos blandengues y unos malcriados y que yo obedecía más y te escuchaba con atención, que aprendía rápido. A veces te sorprendía llorando por nada, mirándome, y yo te preguntaba por qué lo hacías. “Es que se me ha metido algo a los ojos”, solías decir, a sabiendas que no me lo creería.         En el bar siempre alardeabas de mí y de mis monerías, de mis bonitos ojos azules y mis rizos negros, tan característicos de la familia. Tú la cerveza con tapa, y yo la Fanta con la bolsa de patatas. Nunca te dejabas ni una gota en el botellín y, si lo hacías, yo estaba allí para apurarlo con un último sorbo que te sabía a cuerno quemado. “¡Será borrachuza esta cría!”, te quejabas. “¿A quién se parecerá?”, decían entre risas tus amigos en la barra.
            No sé que pasó la última vez que subimos al pantano. He oído muchas historias sobre eso pero no acabo de entender nada. Mamá y papá lo están pasando muy mal por ello y ya no quieren ni hablarme. A ver si decides despertarte y me lo explicas tú mejor. Dicen que tu coche estaba muy viejo y que tendrías que haberlo dado de baja hace unos años, que por eso le fallaron los frenos. Si tú no parabas de decir que tiraba como el coche fantástico y que sólo le faltaba hablar…
            Ellos no paran de contar que eras un cabezón y más terco que una mula, duro y fuerte como una roca, y que por eso has resistido más que yo. Es imposible entender a los mayores. Parece como si ya no existiera para ellos. ¿Están tan enfadados conmigo como para no querer hablarme?
            Cuando acabes tu bromita, les prometeremos que nunca más iremos a pescar solos, ¿de acuerdo? A ver si así papá y mamá me devuelven la palabra. Vamos, no seas tan cabezota y abre ya los ojos. Sé que me estás escuchando. ¡Jolín, qué duro eres cuando quieres!
            Ahora ha entrado un cura en la sala, y detrás mi padre y todos que estaban fuera. Se van a poner todos a rezar. Es un rollo. Yo me quedaré aquí quieta y esperaré a ver si traen otra corona de flores más para ver si me puedo colar ahí dentro contigo. Aún no entiendo cómo has podido gastarte tanto en la floristería. Con lo roñoso que eres, al final te va a salir cara la broma.
            Mira, mira, ya llega otro tío de negro con un cesto con flores. No van a caber tantas, el sitio es pequeño. Seguro que lo has pensado a conciencia para gastar lo menos posible. Recuerda que pronto será domingo y tienes muchas propinas pendientes de cumplir.
            Me voy a pegar detrás de él, ¡seguro que lo consigo! Tú siempre me dices que soy muy lista y que me las ingenio muy bien. El hombre ha sacado unas llaves del bolsillo de su chaqueta y las ha sacado para abrir. Qué raro, ni se ha dado cuenta de que estoy detrás suyo, ¡perfecto! Debe estar compinchado contigo, sino no me lo estaría poniendo tan fácil.
            Hala, ya estoy aquí contigo. Me esconderé detrás de las coronas para que no me vean. El hombre se va. Ha vuelto a cerrar con llave. Pues como no tengas tú otras, a ver cómo salimos luego de aquí.
            Eh, mírame. A tu derecha. Ni caso. Jo, qué serio estás. Y qué frío, ¡estás helado! ¿Ves? Papá había metido la pata, no tienes el cuerpo caliente. Como no te abrigues, vas a coger una pulmonía; ese traje que llevas no parece muy recio. Abuelo… ¡Eh, abuelo! No me hagas gritar, que no quiero que me descubran. Vale, haz lo que quieras, pero no pienso irme hasta que te levantes de ahí. Tú sabrás. Ahora me recostaré un poco entre las flores. Si las aplasto un poco no pasará nada, ya me he dado cuenta que no son de verdad. No huelen nada. Se me hacía muy raro que hubieras aflojado tanto el bolsillo, te conozco demasiado bien.


            —Vamos, mi niña, despierta.
            —Mmm… ¿Qué pasa? Me había quedado dormida.
            ¡Qué alegría, abuelo! Veo que por fin te has cansado de la broma. Ya empezabas a preocuparme. Si me dieras la mano me podría levantar. Oye, entonces, ¿quién es este hombre de la caja? Como está tan oscuro no lo veo bien… Ah, bueno, que otro sigue la broma por ti. ¿Y cuánto le has pagado? Te va a salir la broma por un riñón, ya verás cuando se entere la abuela. Sí, ríete, tú mismo.
            ¿Por qué están las luces apagadas? No hay nadie fuera. ¿Se han ido a descansar? Dices que mañana será un día duro para ellos, ¿por qué? No me gusta cuando te quedas en silencio. A ver si me cuentas pronto todo eso tan importante que me tienes que decir. 
Anda, si te has puesto la gorra y el chaleco de pescar, las botas. ¿Ahora te apetece ir a pescar? ¡No quiero! Mira lo que nos pasó la última vez que fuimos. Todo es distinto desde entonces. Nadie me habla, me siento muy mal. Hay que volver a casa y pedirles perdón a todos. ¿Cómo? No me creo que a mamá ya no le importe que subamos al pantano cuando queramos. Aunque, si tú lo dices… A ti no hay quien te rechiste. Bueno, pues si tenemos tanto tiempo, vámonos a por truchas.
            Yo también te quiero mucho, abuelo.
 
          
D.R.G.