viernes, 25 de noviembre de 2011

LA ENVIADA (1ª Parte)

Si queréis leer algo interesante para este fín de semana, aquí os dejo el comienzo de uno de mis últimos relatos. Abrid boca, porque promete ser algo diferente. Mágico, enigmático... Ponedle vosotros mismos los adjetivos que queráis. ¡Gracias por estar ahí y aventuraros en mis historias! Saludos.


LA ENVIADA


Apenas les separaban cinco millas del poblado navajo, pero aquel día el camino era más largo de lo normal para el sheriff Brannigan. Ante la petición formal del reverendo, no le había quedado más remedio que emprender la travesía hasta allí. No quería disgustarle más de la cuenta. Él y el padre Smith eran los líderes de su comunidad y, últimamente, las relaciones entre ambos no eran muy cordiales. De hecho, el sheriff no había acompañado a su mujer a la iglesia el pasado domingo y, para los fieles de County Valley, la ausencia de un familiar en el sermón dominical sólo podía justificarse por enfermedad o, en el peor de los casos, por falta de fe; algo de lo que no andaba muy sobrado Brannigan, sobretodo desde que su única hija, Margaret, había quedado inválida por esa nueva enfermedad infantil llamada poliomielitis.

La extraña expedición de hombres a caballo que atravesaba el desierto divisó el poblado navajo al atardecer, cuando el sol ya se escondía tras las montañas y las negras nubes de aquel otoño inusual en Arizona se mostraban más amenazantes.
−A partir de aquí, estad atentos –anunció el sheriff a su tropa–. Usted, Reverendo, ocupe el último lugar hasta que lleguemos ante el jefe de los navajo.
El anciano reverendo Smith se encogió en su montura y frunció el ceño murmurando algo incomprensible, mientras el ayudante del sheriff y su séquito se posicionaban delante de él.
Una vez estuvieron cerca de los topi y se encontraron con los primeros indios, los jinetes anduvieron con cautela y esperaron las reacciones de los salvajes con las manos hábiles cerca de sus revólveres. Sin embargo, los navajo se mostraron extrañamente tranquilos, indiferentes ante su presencia. Decenas de ellos; hombres, mujeres y niños, salieron de sus tiendas con una especie de parsimonia ceremonial debidamente ensayada, y se colocaron en fila antes de echar a andar cuesta arriba hasta el hogan del Gran Jefe, como si quisieran mostrarles de esa manera el camino a seguir.
Tanto Brannigan como su ayudante, el joven Bill Morrison, quedaron estupefactos ante lo que estaban presenciando. Nunca habían visto una actitud igual en aquellos que solían ser bastante hostiles y violentos con los hombres blancos, a los que, a la mínima de cambio, atacaban y les arrancaban la cabellera antes de degollarles.
−¿Qué demonios pretenden? –le preguntó Morrison con cierto temor−. Esto no es normal, jefe. Seguro que han tramado algo.
El sheriff no tardó mucho en responderle. Sólo tuvo que observar los rostros ceñudos de los navajo y echar mano a su rodilla derecha.
−Tranquilo, chico. Aquí no va a correr hoy la sangre. Yo ya lo hubiera sabido. Vamos, no te detengas hasta allá arriba. Avisa al reverendo cuando llegue el momento.

Los jinetes desmontaron justo enfrente de la tienda más alejada y suntuosa del poblado. En cuanto puso el pie derecho en el suelo, el sheriff Brannigan sintió una punzada aguda en su rodilla. El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia, pero aquel dolor repentino no era presagio de agua, sino de algo más. Brannigan lo sabía por experiencia. Solía ocurrirle cuando se avecinaba alguna desgracia; en su caso, robos a caravanas, llegada de forajidos al pueblo o algún duelo ilegal dentro de su jurisdicción. Aquella coz que le había propinado su anterior yegua y que le había dejado renqueante de su rodilla, no había sido del todo una reprimenda del Todopoderoso, sino más bien un regalo. Eso solía decirle a menudo el Padre Smith tras sus sermones. Igual que respecto a Margaret, cuando le aconsejaba que rezara mucho por ella, pues más temprano que tarde, el Señor la curaría de su mal y la niña volvería a caminar.
−¿Ya puedo acercarme a usted, Jefe Brannigan?
−Antes me llamaba por mi nombre de pila, Reverendo. No me diga ahora que mi rebeldía es el motivo de su distanciamiento.
−¿Distanciamiento, dices? –respondió el padre Smith, intentando disimular su visible descontento−. ¿Desde cuándo hace que tú te distanciaste de Dios?
            El sheriff apretó los labios y respiró con fuerza, reprimiendo su contestación interior. Su nivel de odio estaba a cientos de millas de su imperceptible gotita de religiosidad.
            −Dejemos ese asunto para otra ocasión, Padre Smith. No he empujado a estos hombres a jugarse sus vidas y la de sus familias sólo para escuchar uno más de sus sermones–. Le mantuvo la mirada durante un instante y después se giró con brusquedad hacia la tienda del Gran Jefe de los navajo−. Ese es el hogan del jefe Pluma de Sierra. Ahí es donde deben esconder a esa niña que usted dice−. Brannigan echó un vistazo alrededor. La tribu se había concentrado alrededor de la vivienda, dejando libre tan sólo un pasillo hasta la entrada −. Ahora sígame despacio y no se deje intimidar por esta chusma. Los chicos sabrán hacer su trabajo si las cosas se ponen feas.
            −Bueno, sólo le pido al Señor que no salga nadie malparado.
            El reverendo, embutido en su sotana negra, sacó la biblia que llevaba en su montura y siguió cauteloso al sheriff. Prefirió no mirar en derredor para no encontrarse con las miradas toscas de los indios, que seguían aparentando mansedumbre ante su visita.
            Un indio joven, con el pecho desnudo y ataviado con las pinturas, plumas y abalorios de los guerreros, les recibió a la entraba del gran hogan. Su pose y actitud reverenciales sorprendieron a los dos hombres.
            −¡Saludos, jefes blancos! Pequeña Diosa y el Gran Jefe Pluma de Sierra os están esperando dentro.
            −¿Cómo es posible? –dijo Smith a Brannigan–. Nadie sabía que íbamos a venir, ¿no?
            −Así es, Reverendo, y eso no me gusta nada –contestó el sheriff, pensando en el dolor cada vez más acuciante de su rodilla.
            El propio indio les movió la cortina de la entrada e hizo el gesto para que entraran. Luego, cuando los hombres se postraron y fueron engullidos por el hogan, el indio también se agachó y entró detrás de ellos.

Una densa cortina de humo invadía toda la tienda. El olor a incienso y hierbas aromáticas penetró rápidamente en las fosas nasales de Brannigan y Smith antes de que volvieran a erguirse. El reverendo, aturdido por los aromas y con los ojos irritados por la extraña humareda, tuvo que agarrar el cinturón del sheriff para poder guiarse en el camino. Casi chocó con él cuando éste paró en seco y se echó a un lado.
 El ritual que presenciaron ambos en ese momento fue tan difuso y enigmático que creyeron estar soñando. Un viejo chamán de rostro huesudo se hallaba sentado en un rincón, fumando en una enorme pipa ornamental de madera del tamaño de un hombre estirado, que apoyaba en el suelo y de la que surgía la espesa neblina que lo cubría todo; en el centro de la tienda, sentado sobre mantas y pieles de búfalo, un indio de pelo negro como el tizón, con la cabeza decorada con plumas y forrado con mantas de pelo, les observaba serio e impasible.
            Conforme sus ojos se acostumbraron a tan vaporoso escenario, pudieron distinguirla a ella, acurrucada al lado del Gran Jefe como una niña refugiada bajo los brazos de su padre. Era una hermosa niña blanca medio desnuda, de corta edad, con el pelo tan rubio que casi parecía blanco, y unos enormes ojos azules que hablaban por sí solos. En su rostro, níveo y limpio, esculpido casi sin ángulos, asomaba una madurez imposible, un gesto inhumano que apresaba a todo aquel que se atrevía a mirarla.

Brannigan se quitó el sombrero enseguida, en señal de respeto, y fue el primero en tomar asiento alrededor del círculo en el que se encontraban, seguido por el reverendo Smith y el guerrero navajo. Mientras esperaban a que Pluma de Sierra comenzara a hablar, tanto el sheriff como el reverendo no pudieron apartar su mirada de la pequeña, que observaba a ambos sonriendo con un simple arqueo de sus labios. De aquel cuerpo diminuto de apenas cuarenta pulgadas, parecía emanar una corriente invisible de energía que les hacía estremecer.
−Ahí la tiene, Reverendo. No imaginaba que fuera tan pequeña. Andará por los cuatro o cinco años, como mucho. Pero esa mirada… me desconcierta. No corresponde con su edad.
−¡Santa Madre! –exclamó el Padre Smith–. Debe ser por estos efluvios paganos, porque me parece estar viendo un ángel…
−Vaya despacio, Padre. Aún no sabemos nada de ella.
            Un estruendoso sonido de cascabeles les interrumpió. El chamán profirió una serie de cánticos y el Jefe Pluma de Sierra comenzó a hablar en su lengua nativa, dirigiéndose hacia ellos a la vez que señalaba a la niña.
            −El Gran Jefe dice que los espíritus de Pequeña Diosa la advirtieron de vuestra llegada −traducía simultáneamente el indio guerrero−, que en el día de hoy, justo antes de su gran viaje, llegarían hombres blancos a nuestro pueblo para intentar llevarse a Pequeña Diosa con ellos.
            Cuando Pluma de Sierra hizo una pausa, el Reverendo Smith aprovechó la ocasión para hablar;
            −Vamos a ver, Pluma de… en fín, Gran Jefe de los navajos. No queremos llevarnos necesariamente a la niña. Sólo hemos venido a comprobar si los milagros y las extraordinarias curaciones que supuestamente realiza son de verdad obra de Dios. Ahora bien, no estaría de más también que nos explicaras de dónde ha salido entonces esta criatura. ¿Desde cuándo la mantenéis aquí retenida? ¿Dónde están sus verdaderos padres?
            −Tanto si esas estúpidas habladurías son ciertas como si no −añadió el sheriff con voz altiva, dedicándole una mirada recriminatoria a Smith−, vuestra tribu es sospechosa del asesinato de los padres de esta niña, a la que tenéis secuestrada y con la que podríais estar realizando vuestros rituales sagrados, aprovechándoos de la ignorancia de todas las pobres gentes del valle. Si no fuera así, ¿cómo explicaríais la presencia de esta niña aquí, viviendo entre vosotros?
            Pluma de Sierra mantenía el mismo rictus inerte con el que les había recibido mientras los dos hombres le hablaban. Cuando estos acabaron, se giró hacia la niña y ella asintió con la cabeza sonriendo, dándole una especie de aprobación. El Gran Jefe se dirigió de nuevo a los dos hombres y volvió a hablar, esta vez en tono más solemne.
            −Hace muchas lunas −contaba el guerrero−, tras las últimas nieves, cuando las enfermedades que trajeron los hombres blancos y las malas cosechas se llevaron a casi toda nuestra gente, los guerreros de la tribu danzaron alrededor de la hoguera para conjurar a los buenos espíritus. El hechicero, cantando en medio del fuego, invocaba a los seres sagrados para que nos enviaran a uno de los suyos. La luz del que llegase sería capaz de destruir la oscuridad que devoraba a nuestro pueblo, y su sabiduría nos conduciría con esperanza hacia un horizonte lleno de paz, lluvias y soles...
            −Me estoy cansando de tanta cháchara, Reverendo –masculló el sheriff−. Este animal no sólo ha hecho oídos sordos a nuestras preguntas, sino que tampoco confesará lo que les hicieron a los padres de esta niña. Sólo quieren drogarnos con las hierbas para engañarnos como a los demás… ¿Reverendo? ¿Padre Smith?
            La impavidez y relajación que se marcaban en las facciones del Reverendo no evidenciaban otro estado que no fuera un trance. El sudor manaba de su cabello de manera profusa y caía a chorretones por sus pómulos hasta acabar colgando de su barbilla. Pero lo más impactante para el sheriff fue la visión de sus ojos, desorbitados en extremo.


CONTINUARÁ... 



martes, 22 de noviembre de 2011

EXPERIMENTO SOFIA (Conclusión)

¿Os habíais quedado con las ganas? Bueno, ahora conoceréis el final de esta historia; aunque dicen que, a veces, el final es tan sólo el principio...



EXPERIMENTO SOFÍA (2ª Parte)

Acabó la sesión con Sofía y Enríquez volvió a colocarse la máscara y el traje de protección antes de devolverla a su celda. Cuando se disponía a abandonar el laboratorio, empujando la silla de la muchacha, y recorrer el largo pasillo que le llevaría hasta el redil, Sofía dejó caer la cabeza relajada sobre sus hombros.

– ¿Qué cojones te pasa ahora? Ni se te ocurra desmayarte, ¡eh! Bueno, mejor, así me será más cómodo encerrarte. –  Siguió empujando la silla por el pasillo hasta llegar a la entrada de la sala de control del redil. Justo después que la puerta hidráulica se echara a un lado, el cuello de Sofía se tensó y la muchacha comenzó a sacudirse y a gritar.
- ¡Estate quieta, coño! Vas a conseguir que tus amiguitos se pongan nerviosos. ¿Qué cojones quieres?... ¡Joder, esto son convulsiones! - ¡Mierda! Me habré pasado con la dosis. Tengo que llevarla de vuelta al laboratorio enseguida…
Antes de dar media vuelta, Enríquez descubrió un pálpito en el cuerpo de Sofía y puso su mano enguantada sobre el cuello amoratado de la chica.
- ¡Dios mío, es increíble! ¡Tienes pulso! Es algo débil, pero parece que va acelerándose por momentos... ¡Venga, aguanta un poco!
Iba a darle la vuelta a la silla para regresar al laboratorio, cuando se oyeron golpes y gritos provenientes de las celdas. Enríquez dirigió su mirada hacia la dirección de los ruidos y, en ese momento, sintió un escalofrío. Una extraña reacción para un hombre frío y curtido en su difícil profesión.
-         ¿Ves, Sofía? Ya lo has consegui… ¡Mierda! ¡Estás echando espuma por la boca! Voy a quitarte ahora mismo el bozal. - Tengo que soltarle una correa también. ¡Maldita sea! Voy a tener que jugármela si no quiero perder a Sofía. ¡No puedo desperdiciar tantos años de trabajo!
El doctor se vio sorprendido en cuanto la libró de la correa. La mano de la chica impactó en la máscara de Enríquez con una fuerza inusitada que le empujó hacia atrás, haciéndole tambalearse. La mancha roja que se formó en el cristal interno de la máscara le impidió presenciar con sus propios ojos la forma rápida y metódica en la que Sofía abrió todos sus correajes y se puso en pie ante él, encorvada y con la mirada henchida de furia de venganza.
-         ¡Detente, Sofía! – le ordenó, tras arrancarse la máscara de la cara y descubrir que de su frente manaba un chorro profuso de sangre. El inquietante sonido que llegaba en ese momento del redil amenazaba con transformarse en un insoportable estruendo que no dejaría nunca de aumentar. - ¡No te acerques más, joder! – Si no actúo enseguida, se me echará encima y me infectará. Si es cierto que ha recuperado gran parte de su inteligencia, sabrá entender lo que le pida. – Sofía, escucha… Puedo hacer que vuelvas a ser la joven y hermosa mujer que eras antes de la epidemia. ¡Mírate ahora! ¿No ves todo lo que hemos conseguido juntos? Dame una oportunidad y déjame seguir con mi trabajo… Por favor, no niegues así con la cabeza. Sí, ya sé que he sido un poco cruel hasta ahora con la metodología, pero ha sido la única forma de… ¡Joder, lo siento! Eso es lo único que quieres oír, ¿no? ¡Vamos, mujer! … Me estás enfadando ya, Sofía. ¡Escúchame y no des un solo paso más!

El ruido ensordecedor en las celdas se interrumpió bruscamente cuando un terrible alarido humano resonó por todos los rincones del edificio.
Segundos antes de abandonar el mundo, el doctor Enríquez escuchó los chasquidos mecánicos de las puertas de las celdas y distinguió, algo borrosa, la imagen de Sofía en la sala de control, asomada al redil con la boca desencajada y los puños en alto.

jueves, 17 de noviembre de 2011

EXPERIMENTO SOFIA

Hola, amigos! Al hilo del primer relato que publiqué, os dejo ahora este otro con el que espero que también disfrutéis. Espero vuestros comentarios. ¡Hasta pronto!



EXPERIMENTO SOFÍA

El redil estaba extrañamente en calma. El doctor Enríquez paseaba tranquilo sobre las celdas con su máscara y su traje amarillo de protección biológica, sin observar las reacciones violentas de los sujetos cuando él hacía su habitual acto de presencia.
- ¿Qué os pasa hoy? – gritó sorprendido - ¡Vamos, quiero un poco de alegría aquí dentro!
El doctor se colocó frente a un panel de control y accionó un botón verde. A continuación, por los altavoces situados sobre cada esquina del redil comenzó a sonar las cuatro estaciones de Vivaldi. En ese momento, cada sujeto encerrado en su cubículo empezó a moverse. La gran mayoría comenzaron a gritar y a golpear furiosos con sus puños las puertas y paredes de sus estrechas celdas. Sólo una de ellas pareció quedar en silencio. El doctor Enríquez sonrió y se acercó al panel informativo que se encontraba sobre ese maloliente cubículo. En él rezaba:
“Sujeto nº 5. SOFÍA. Última sesión: 28-03-2024. 12:35 horas.”

- Muy bien, Sofía, vamos a empezar la sesión de hoy. – anunció Enríquez una vez se encontraba solo con ella en su laboratorio. Había sido muy fácil sacarla de su celda y llevarla hasta allí en la silla de inmovilización. Esa vez, Sofía se había dejado hacer dócilmente, sin gruñidos ni aspavientos.
- Parece que tienes mejor aspecto que la semana pasada; color de piel más rosado, hundimiento de las cuencas oculares casi corregido, disminución de erupciones cutáneas y de la necrosis en las venas… Espera un poco. - El doctor recorrió apremiado el pasillo de aquella sala de experimentos improvisada en la bodega de su casa, dejando a sus lados armarios frigoríficos con cientos de muestras biológicas, mesas repletas de viejos microscopios, y libros y folios con apuntes ininteligibles. Llegó hasta una mesa de metal, cogió de ella un instrumento diminuto con forma de linterna y volvió de nuevo junto a la muchacha.
- Mira a la luz, eso es… ¡Vaya! Tus pupilas se dilatan un 36 % mejor que la vez anterior. ¡Vas a conseguir que se me ponga dura, cariño! Para rizar el rizo, sólo faltaría que lograras articular bien alguna palabra, en vez de tanto gemir y balbucear. Bien… ahora voy a quitarte el bozal. Eso es… buena chica. Ey, ¿qué coño estás mirando? … Joder, al final vas a conseguir que me sonroje... Hacía muchísimo tiempo que no me miraba una mujer así, con ese brillo en los ojos… Definitivamente, creo que esta nueva versión del retroviral está haciendo grandes progresos contigo, Sofía. - Será mejor que no me emocione demasiado... – pensó Enríquez tras la inspección superficial previa. - Su seguimiento me dice que es la única de los nueve especímenes que parece reaccionar de forma positiva a la cura experimental, pero aún así, no conviene lanzar cohetes.
- Sofía, voy a acercar tu silla a la mesa sin quitarte de momento las correas, por si acaso. Ya sabes lo que le sucede a las chicas malas que agarran y muerden, ¿verdad? Sería una pena tener que usar otra vez las corrientes. Me duele ver cómo te retuerces de dolor. Los demás se vuelven histéricos y violentos al escuchar tus gritos, y no me apetecería tener que volver a reparar los daños que hicieran en sus celdas, ni tampoco tener que exterminar a alguno de ellos a estas alturas. – El doctor se acercó hasta una taquilla cercana y se quitó el traje biológico y la máscara, los colgó dentro de ella, y después sacó una bata blanca y unos guantes largos de látex. – Sigues apestando a carroña, ¿eh, nena? Debería haberte dado un buen manguerazo antes, pero hoy vamos mal de tiempo. – dijo mientras se colocaba las nuevas prendas. - En fin, al menos espero que esta vez me pongas las cosas fáciles. Si te esfuerzas y haces bien tus tareas, tendrás ración extra de vísceras calientes. Ya sé que no dejas de mirar el arcón del fondo… Allí te tengo guardado un corazón enorme y jugoso, así que no desaproveches la ocasión.
Enríquez acercó a la mesa una pequeña caja y la volcó, dejando caer de su interior varias piezas de madera de colores.
-         Comencemos… Aquí delante tienes el mismo puzzle que dejaste sin completar en la sesión anterior. Como puedes ver, me he permitido la molestia de desmontarlo para que empieces de nuevo. Pero antes voy a soltarte la correa de la muñeca derecha, ¿de acuerdo?… Es curioso, hoy tampoco estás muy habladora, ¿eh? ¿Acaso te has comido la lengua? ¡Venga, coge una pieza! ¿Se puede saber qué te pasa? ¡No me jodas! ¿Estás sonriendo? - Debe ser un espasmo muscular, a veces es una reacción típica del retroviral. Eso explicaría porque hoy apenas ha abierto la boca…- Ya le coloco yo la primera pieza, señora marquesa… Usted no se moleste, ¿eh? Vamos, maldita sea, ya has hecho esto otras veces, ¿por qué hoy me tienes que tocar tanto los cojones? – De repente, Sofía soltó un manotazo inesperado sobre las piezas, que acabaron estrelladas contra el suelo. Por un instante, el doctor parecía no reaccionar. – Pero, ¡serás zorra! ¿Por qué lo has hecho? - Otra vez el espasmo… - ¿Te estás riendo en serio de mí? ¡Está bien, tú lo has querido!
Enojado, echó a correr hacia una mesita con ruedas en la que descansaba una antigua batería de camión, y agarró unas pinzas metálicas con cables que había sobre ella. - Ahora veremos si estos 220 voltios también te parecen divertidos…

-         Nnnnn

-         ¿Qué…?

-         Nnnn… nooo.

-         ¡Qué cojones…! No puede ser lo que estoy oyendo… ¡Acabas de hablar, Sofía! ¡Ja! ¡Es un milagro! Te besaría en los morros si supiera que no los iba a perder.
Botando y dando saltos alrededor de la muchacha, Enríquez parecía estar fuera de sí.
- ¡Ahora entiendo que no quisieras hacer el jodido puzzle! ¡Qué alegría me acabas de dar, hija de puta! Tenía esa intuición contigo… - El doctor concluyó su ridículo baile dispuesto al otro lado de la mesa, frente a Sofía. - A ver, repite lo que yo te diga ahora, ¿vale? Si me has entendido, asiente con la cabeza. Vamos… ¡No me hagas perder el tiempo! ¿Quieres que te ponga las pinzas? ¡Mueve la cabeza, coño! ¡Así! Muy bien, eres muy lista, ¡vaya si lo eres! Bien, repite la palabra “puerta”. Pu-er-ta. Vamos, sé que puedes hacerlo, pequeña.

-         Puuu…

-         ¡Eso es! Puuuu… eeerrr…. Taaa.

-         Puuu…deee…

-         ¡No! Errrr… taaa.

-         Puu…deee… teee.

-         ¿Cómo? ¡No, no! ¡Es puerta! No “púdete”… Un momento, repite eso que has dicho.

-         Pú-dree-teee.

-         ¡Sofía, no juegues conmigo! ¡Haz el favor de no reírte más! … ¡Para ya, joder! Ya me he cansado… ¡Ahora sí que te vas a enterar! - Iracundo y preso de una extraña psicosis, el doctor Enríquez se lanzó a por ella y la agarró con fuerza del brazo derecho para volver a ponerle la correa. - ¡Déjalo quieto! Qué fuerza tienes, puñetera… – Una vez inmovilizada, le rasgó con furia la blusa mugrienta que le cubría el torso, dejando al aire unos pechos fláccidos y macilentos, salpicados de pequeñas venas azules. - Y ahora, una de máximo voltaje en los pezones, amiguita. – proclamó seguido, mientras acercaba las pinzas a la muchacha. Las aureolas ennegrecidas de sus senos quedaron cercenadas por la brutal presión antes de que el doctor accionara el botón de encendido de la batería. - ¡Oh, pobrecilla! No chilles tanto, por favor, que vas a partirme el corazón… - ¡Huele a carne quemada! - Tranquila, cariño, ya es suficiente. Seguro que ya has decidido ser buena, ¿a qué sí?
Enríquez desconectó rápidamente la batería y soltó las pinzas de los senos, ignorando tanto los surcos de piel carbonizada, como el rictus de Sofía. Acto seguido, se acercó a uno de los armarios frigoríficos, lo abrió, y extrajo de él una jeringuilla cargada de un líquido verde.
-         Me voy a encargar de que a partir de ahora no te hagas tanto la lista. Visto lo visto, te inyectaré una dosis más alta del retroviral. En la nuca, como las últimas veces. A ver si un día de estos te corto este pelo sucio de estropajo que tienes… Bueno, ya está. Con el chute de hoy, para la semana que viene tendrías que decir casi de memoria la tabla entera de multiplicar.

-         Caaa… brrroo…

-         ¡Joder! Cada instante que pasa pareces más mujer… ¡Je!, quiero decir, humana. Si todo esto es por tu bien, querida. Anda, toma tu bozal. He decidido que hoy te quedas castigada sin comer, así aprenderás.

-         ¡Nooo!

Acabó la sesión con Sofía y Enríquez volvió a colocarse la máscara y el traje de protección antes de devolverla a su celda. Cuando se disponía a abandonar el laboratorio, empujando la silla de la muchacha, y recorrer el largo pasillo que le llevaría hasta el redil, Sofía dejó caer la cabeza relajada sobre sus hombros...



CONTINUARÁ...

martes, 15 de noviembre de 2011

Me voy de vacaciones

Hola gente!

Por fín han llegado esos maravillosos dias en los que uno se larga fuera de Zaragoza a relajarse y disfrutar, olvidarse de la crisis y de la propaganda electoral, y reeencontrarse con uno mismo.
No os preocupeis, en cuanto vuelva comenzaré a subir nuevos trabajos.
Me alegra tener nuevos seguidores y espero que esa cifra vaya subiendo. En 3 dias ya llevo 277 visitas a mi blog. ¡Es una pasada! Reitero mis gracias a todos.

Un abrazo!

sábado, 12 de noviembre de 2011

NUEVAS LEYENDAS ARAGONESAS

Mi nueva reseña en La Casa de los Libros Perdidos.
¡Un buen libro con muy buenos escritores aragoneses!

¡Comentad! Gracias.

http://www.casadelibrosperdidos.com/2011/11/nuevas-leyendas-aragonesas-varios.html?spref=fb

Presentación de la antología "El Hilo de Ariadna", 5 de noviembre de 2011


Saludos, amigos.

Esta es mi aportación a la antología literaria de los alumnos de la Escuela de Escritores de Zaragoza. El libro fue presentado el pasado sábado 5 de noviembre en el Bar Musical Albéniz de la capital aragonesa. Tuve el privilegio de leer mi relato, igual que algunos más de mis compañeros. Espero que os guste. Un abrazo. 



HAMBRE                            David Rozas

Me he vuelto a pasar la noche en vela tirado en el sofá.
Me temo que hoy no van a reponer el suministro eléctrico en el barrio y a esta vieja linterna apenas ya le quedan pilas.

No se cuánto tiempo aguantaré más esto.
Cuando el bebé no llora, es Lucía quien da berridos y golpea la puerta del sótano. Los dos sólo quieren su comida.

Todo comenzó hace cuatro días.
Yo estaba acabando de regar nuestro jardín, el pequeño reducto de paz donde pasaba largas horas del día con Lucía y Javier, cuando escuchamos un sonido familiar.
Hacía casi una semana que Ulises, nuestro gato, había salido de casa y todavía no había regresado. Ya creíamos que lo habrían atropellado o que se lo habría llevado alguien, pero en aquel momento volvimos a escuchar con sorpresa su particular ronroneo tras la verja.

Durante los días que anduvo desaparecido, sucedieron aquellos incidentes en el distrito este de la ciudad, causados por un extraño brote de rabia entre los animales de la zona.
Nadie hablaba entonces de ataques de mascotas a sus dueños ni de contagios entre seres humanos. Mi mujer tampoco esperaba abrir la verja del jardín aquella tarde y encontrar a nuestro gato tan sucio y lleno de arañazos y heridas. Y mucho menos que este le bufara en cuanto la viera y se le tirara encima para ensañarse a zarpazos con ella.

Tuve que perder casi un minuto en tratar de separar a Ulises de la cabeza de Lucía, que no hacía más que chillar y retorcerse de dolor tendida sobre la hierba.
El hedor que desprendía el animal no era menos terrible que la fuerza con la que se había adherido al rostro de mi mujer;  Sus garras se habían clavado con saña en los carrillos de mi esposa como dos ganchos neumáticos que se hundían más y más en la carne y no me atrevía a tirar de él con todas mis fuerzas para no arrancarle a mi mujer la piel a tiras.
No sé qué me ponía más nervioso, si los maullidos infernales del animal cebándose con mi mujer o los aullidos lastimeros de Lucía intentando arrancárselo de encima.

En medio de tanta desesperación y frenesí, cuando ya estaba a punto de gritar auxilio, tropezamos en nuestro forcejeo con el rastrillo tendido en la hierba.
No me lo pensé dos veces. El horrible ser que tuvimos por mascota acabó ensartado en las púas de la bendita herramienta, y aún seguía retorciéndose furioso y bufando como un demonio después de aquello, extendiendo sus uñas hacia mí.
Reconozco que no tuve el valor necesario para acabar con él, aún a pesar de habernos dejado marcados para siempre. Me limité a lanzarle lejos de nuestra parcela y ya no pude verle alejarse de allí arrastrando mi rastrillo por el asfalto porque Lucía yacía inconsciente sobre el césped y Javier, que no había permanecido ajeno a lo sucedido, no hacía más que berrear en su capaceta.

Lucía quedó con la cara hecha un cromo. Su cabello revuelto se quedaba pegado a los jirones de piel sanguinolentos que colgaban de un rostro ya irreconocible.
Dejé a Javier con la vecina y subí a Lucía a nuestro coche para llevarla lo antes posible al centro médico. Cuando conseguí centrarme al volante y conducir con algo de calma y cautela, empecé a ver grupos de personas corriendo por las calles asustadas, heridas o, simplemente, confusas y desorientadas, como lo estaba yo.
Tuve que dar cientos de frenazos y volantazos durante aquel corto pero interminable trayecto para esquivar a toda esa marea humana que se cruzaba en mi camino y que parecía crecer a cada vuelta de la esquina.

El parking del ambulatorio estaba atestado de gente, coches, ruidos de claxon y sirenas y mucho, mucho caos. Era imposible ni siquiera acercarse, ya que se había formado un cordón policial que limitaba el acceso al centro. Pronto me uní al resto aporreando el claxon de mi coche, cosa que no hizo más que agravar la desesperante situación.
Por más que intentaba pensar algo, dilucidar una explicación tal vez a todo aquello que estaba sucediendo, mi cerebro entraba en una especie de encrucijada mental que me bloqueaba y me impedía actuar con algo de raciocinio.

- Vámonos de una vez a casa… - , susurró Lucía entre jadeos desde el asiento de atrás. Aquello me dio la lucidez suficiente para tomar la única determinación lógica que podía tomar en ese instante.

Ella no es la misma desde entonces, ni en lo físico ni en lo mental. Se volvió de pronto tan paranoica y agresiva que tuve que encerrarla en el sótano en cuanto se declaró toda la ciudad en cuarentena.
En los ratos en los que cesan los golpes ahí abajo, me acerco hasta la puerta para intentar aguzar el oído. Y por más que intento mover con cuidado el cerrojo para asomarme con la linterna y espiarla, ella siempre aparece corriendo escaleras arriba, con esa monstruosa cara babeando y apretando los puños con ganas, henchida de una rabia inexplicable.

Tengo estudiadas sus formas de manifestar el hambre.
Por la noche, Javier suele despertarse entre las 1 y las 4 de la mañana. Primero emite unos sonidos casi imperceptibles al desperezarse, como si reclamara a su madre el pezón rosado e hinchado con el que se hartaba de costumbre. Ella, que todavía debe conservar algo de su instinto materno, reconoce el llanto de su bebé desde la profundidad del sótano, cuando arranca el niño a llorar en su cunita. Es entonces cuando se escucha el crujir de los peldaños de la escalera del sótano, y la barrera que separa al animal del que fuera su hogar, es aporreada salvajemente desde el interior.

Quisiera pensar que lo único que pasa en esos momentos por su cabeza sea coger de nuevo a su bebé en brazos para acunarlo como si fuera un tesoro, pero me temo que eso ya nunca será posible.

Igual que él, sólo tiene hambre.






BIENVENIDOS A MI RINCÓN


Desde hoy te presento mi rincón artístico. Aquí te mostraré periodicamente mis creaciones para que disfrutes leyendo igual que yo escribiendo. Quiero estar en contacto contigo y que me des tu opinión para seguir creciendo como escritor. GRACIAS POR ESTAR AHÍ.